(Hch 14,21b-27; Sal 144; Ap 21,1-5ª; Jn 13, 31-33ª.34-35)
El evangelio de hoy suena a despedida. Poco antes de que celebremos la Ascensión del Señor, la Iglesia propone para nuestra reflexión la última voluntad de Jesús, sus últimas palabras por las que quiere que nos distingamos sus seguidores: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros (v. 34). El amor de unos hacia otros es el verdadero distintivo, la señal inequívoca que Jesús quiere para todos los cristianos; no nos equivoquemos, no es la cruz, ni los amuletos, ni los hábitos, ni las joyas mágicas, tampoco las prácticas religiosas, aunque sí sean importantes, porque si falta el amor todo lo demás es puro engaño o simple apariencia. Jesús quiere que nos amemos como él nos amó: como yo os he amado (v. 34). ¿Y cómo amó Jesús? Hasta el extremo (Jn 13,1), hasta ser triturado por nuestros crímenes (Is 53,5). Toda su vida fue una entrega hasta terminar crucificado por amor entre dos ladrones, como el mayor de los forajidos. Si nos fijamos en sus últimos momentos: lava los pies a sus discípulos (oficio de esclavos), trata con amabilidad a Judas en el momento de la traición a quien sigue considerando amigo; pone la otra mejilla a quienes le abofeteaban; es gentil con el agresor; perdona y disculpa a quienes lo crucifican. Jesús amó teniendo en cuenta a quien tenía delante, teniendo en cuenta sus alegrías, sus necesidades, sus satisfacciones, ayudando al necesitado, perdonando las ofensas, desterrando los odios y resentimientos. Lógicamente amó a quienes no lo merecían o lo rechazaban y amó hasta el extremo.
El amor fue el modo de ser y de actuar de Jesús. Cristiano es el que ama como Jesús amó, y tenemos muchos ejemplos a lo largo de la historia de la Iglesia, cuyo distintivo ha sido el amor. La novedad del amor cristiano está en la referencia como yo os he amado. Es un amor capaz de romper las fronteras de los credos religiosos, que tiende la mano a quien lo necesite, aunque piense distinto y combata nuestras ideas.
En el mundo y la mentalidad en la que nos movemos, nos resulta difícil esta práctica. Suelen ser nuestros gustos los que nos mueven y marcan el criterio de lo bueno o lo malo, según coincidan con ellos o no. Pocas veces entran en nuestro pensamiento qué y cómo debo actuar, especialmente con los más próximos a mi vida, cómo puedo agradar, qué intento para hacer felices en mi familia, en mi comunidad, en el trabajo… ¿Los amo como Dios los ama? ¿El amor hasta el extremo entra en mi vida como programa o proyecto diario?
Solemos lamentarnos por el mal que hay en el mundo y de que las iglesias cada vez están más vacías. ¿Nos hemos preguntado, cada uno de nosotros, si no tenemos nuestra parte de culpa? ¿Qué pasaría si los que nos rodean vieran que amamos a los de nuestras familias, a los de nuestras comunidades o a los del círculo del trabajo o hacia aquellas personas más próximas a nosotros, si amáramos como Jesús nos amó? Los paganos decían de los hermanos de la Iglesia primitiva: mirad cómo se aman. Ese era el distintivo y todos lo percibían. ¿A cuántos de nosotros se nos distingue por la práctica de este mandato del Señor?
No se trata solamente de amar al prójimo, sino de hacerse prójimo del otro y entrar en comunión con él siendo su servidor. Hay que pasar de los desamores al amor. Servir a los otros es signo de humillación para la mentalidad común, pero para el cristiano es signo de libertad. Y no hay amor donde se dan las discordias, las críticas mordaces, los pleitos; son contrarios al estilo y Espíritu de Cristo. El amor de Cristo fue un amor constante e incondicional, que velaba siempre por las personas que amaba.
Celebremos el día del Señor, alimentémonos de la eucaristía para que podamos fortalecer la fe que da sentido a nuestra vida, y nos fortalece para amar y para que no perdamos nunca la esperanza en Cristo resucitado, capaz de transformar nuestra vida.
Vicente Martín, OSA
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