30 diciembre 2024

La misa del 1 de enero

 La noche en que María dio a luz a su Hijo, había «en aquella región… unos pastores que pasaban la no­che al aire libre, velando por turno su rebaño» (Lc 2, 8). Un ángel del Señor se les presentó, «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2, 9), y ellos comprensiblemente se llenaron de temor. El ángel disipó su temor anunciándoles una excelente noticia: «hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2, 11).

Hemos comentado anteriormente lo que significan estos títulos (ver APUNTES en la NATIVIDAD DEL SEÑOR, Misa de medianoche): aquél Niño es el Salvador por antonomasia, es “Dios que salva”, Dios que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo y a la humanidad entera (ver Mt 1, 21). Él es el Cristo, el Ungido por excelencia, ungido por el mismo Espíritu Santo. Él es el Señor, es decir, es Dios.

Es del nacimiento de este Niño del que escribe San Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gál 4, 4; Segunda Lectura). Se trata del texto más antiguo del Nuevo Testamento que se refiere a María. Comenta el P. Cándido Pozo que «estas breves palabras contienen enseñanzas teológicas de la mayor importancia». Sostiene él que la traducción “envió” empobrece «la riqueza de matices del verbo griego exapésteilen, que se traduce mejor como “envió [Dios] de junto a sí”. La idea es que «el Hijo preexiste junto al Padre, y esa preexistencia hace posible que el Padre lo envíe del cielo a la tierra. Ahora bien, la realización de ese envío tiene lugar en la encarnación, en la que nace de una mujer, María, recibiendo de ella la naturaleza humana»  (María en la Escritura y en la fe de la Iglesia, BAC, Madrid 1979, pp. 60s). Por tanto, la afirmación de San Pablo «incluye la verdad fundamental de la maternidad divina de María» (Allí mismo, p. 61).

Es justamente esta realidad la que la Iglesia celebra en este día: María es Madre de Dios, que en griego se dice Theotokos. ¿Qué debemos entender cuando decimos que María es la Madre de Dios? «La expresión Theotokos, que literalmente significa “la que ha engendrado a Dios”, a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con Él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

»Así pues, al proclamar a María “Madre de Dios”, la Iglesia desea afirmar que ella es la “Madre del Verbo encarnado, que es Dios”. Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

»La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios» (S.S. Juan Pablo II, Catequesis, 27/11/1996).

Este Niño, Hijo de Dios desde toda le eternidad y hecho Hijo de María en el tiempo, ha venido a salvarnos, a «li­brarnos del dominio de la Ley, para que recibiéramos la condi­ción de hijos adoptivos de Dios» (Gál 4, 5). Dios se ha abajado para elevarnos, Dios se ha hecho hombre para hacernos partícipes de su misma naturaleza divina (ver 2 Pe 1, 4): «Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Gál 4, 7; 1 Jn 3, 1-2).

Luego del asombroso anuncio del ángel los pastores fueron presurosos a Belén y encontraron al Niño tal y como les había dicho el ángel: «envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 12). El cumplimiento de la “señal” era garantía de que la buena noticia traída por el ángel era verdaderamente una comunicación sobrenatural. Sin duda no se guardaron la noticia para sí mismos, sino que la divulgaron a cuantos pudieron por el camino, pues un gozo semejante es incontenible. Su testimonio causaba asombro y admiración a quienes los escuchaban. Ellos, luego de adorar al Niño, «se volvieron dando gloria y alabanza a Dios». Eran hombres sencillos, pero profundamente religiosos.

Por su parte María, luego de escuchar el testimonio de los pastores, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Con ello el evangelista nos transmite un rasgo exquisito y ejemplar de su personalidad espiritual y psicológica: ella es una mujer reverente, que acoge y atesora todo lo que viene de Dios, lo medita, lo guarda y custodia en su corazón. No olvida, sino que vive nutriéndose día a día de esta cordial memoria, y de esa manera permanece fiel a Dios incluso en los momentos de mayor prueba.

Pasados los ocho días «tocaba circuncidar al niño» (Lc 2, 21). La circuncisión era el signo de incorporación del niño varón al pueblo de Israel. Debía realizarse al octavo día del nacimiento, y podía realizarlo cualquier persona (ver Ex 5, 25; 1 Mac 1, 63; 2 Mac 4, 16), ya sea en casa o en la sinagoga, ante diez testigos.

En el momento de la circuncisión se pronunciaba una fórmula de bendición a Dios y se imponía el nombre al niño. A Él «le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel an­tes de su concepción» (Lc 2, 21). Jesús es la forma reducida de Yehoshúa, que significa “Yahvé [Dios] salva”, «porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Hay quienes rechazan tajantemente referirse a María como Madre de Dios. Nos increpan escandalizados: “¿Cómo puede una criatura tan insignificante ser la madre de su Creador, de Aquel que es eterno e increado? ¡Eso es imposible! ¡Es totalmente desproporcionado llamarla Madre de Dios! ¡Es elevarla demasiado en su dignidad, es constituirla en una especie de divinidad! ¡Y Dios es uno sólo!”

Para no confundirnos nosotros y para explicarlo a otros, conviene comprender lo que entendemos bajo este importante título de “María, Madre de Dios”.

Ante todo, un poco de historia. Ya desde el siglo IV los cristianos se dirigían habitualmente a Santa María con el título de Madre de Dios, en griego, Theotokos. En la oración mariana más antigua que se conoce, oración que se remonta a aquella época, se la invocaba así: «Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios!; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino líbranos del peligro, sola pura, sola bendita». En efecto, es el origen de la querida oración que hoy conocemos con el título de “Bajo tu amparo”.

Como antigua es aquella oración, antigua es también la discusión sobre si María puede ser llamada o no Madre de Dios: se remonta al siglo V. En aquel entonces Nestorio, elegido patriarca de Constantinopla (hoy Estambul) el 428, consideró intolerable aquel título y lo combatió decididamente. ¿Su argumento? El Verbo de Dios, que existe desde toda la eternidad junto al Padre, no puede haber sido engendrado por ella, deberle la existencia, ser su Hijo. María solamente puede engendrar la naturaleza humana de Jesús, más no la divina, por ello es y puede ser llamada Madre de Jesús, pero no Madre de Dios.

Pero tal argumento presenta un problema grave: ¿Coexisten en Jesús dos personas distintas, una humana y otra divina? Afirmar que María es madre sólo de su parte humana es lo mismo que afirmar que el Verbo “habitó en” un hombre (como si habitase en una casa) y negar que el Verbo “se hizo” hombre (ver Jn 1,14). Y eso es totalmente inadmisible pues «sólo puede ser redimido lo que ha sido asumido»: si el Verbo divino no asumió verdaderamente nuestra naturaleza humana, si Dios no se hizo hombre verdaderamente, entonces no hemos sido redimidos por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Al honrar a María con el título de Madre de Dios no queremos elevarla por encima de Dios, o menos aún afirmar que ella haya dado la existencia al Verbo eterno. ¡Nada más alejado de nuestra fe católica que eso! Al decir que María es Madre de Dios afirmamos en cambio que su Hijo es Dios que se ha hecho verdaderamente hombre en su seno inmaculado, afirmamos que el Verbo divino —la segunda persona de la Trinidad—  ha asumido de ella plenamente nuestra naturaleza humana para reconciliarla, redimirla y elevarla, afirmamos que en Cristo, aunque tiene una naturaleza divina y otra humana, no hay sino una sola persona, la divina.

En resumen: si María es madre de Cristo, y Cristo es Dios-hecho-hombre, entonces María es Madre de Dios.

Fundamentándose en este razonamiento, el Concilio de Éfeso, en el año 431, rechazó la doctrina de Nestorio y afirmó la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el título de “Theotokos”.

A María, mujer elegida para ser la Madre de Dios, se aplican sin duda con particular fuerza las palabras que Dios dirige a su elegido: «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jer 31,3). Por ese amor tan especial, Dios la elige, Dios la prepara para ser la Madre de su Hijo. Así, pues, ¿no está ella por encima de cualquier otra criatura humana, por el simple hecho de esta elección divina? Y si Dios la amó y ama tanto, ¿no debo amarla yo también como Él? Y si Dios la elige para cumplir una misión tan importante en la historia de la humanidad, la misión de acercarnos al Reconciliador, de hacer presente a Dios entre nosotros (ver Is 7,14), ¿no debo yo también darle un lugar central en mi vida?

Por otro lado, ¡con qué inmenso amor habrá amado Jesús a su Madre! ¿No es Él el Maestro del auténtico amor humano? ¿No amó Él hasta el extremo? ¿No es Él el amor mismo? Si amo a Jesús con todo mi corazón, ¿no es lo propio querer tener sus mismos sentimientos, querer amar como Él amó, querer amar todo lo que Él amó y a quienes tanto amó? Ésta ha de ser también nuestra respuesta comprometida: «Yo quiero amar a María como Jesús la amó, quiero acogerla en “mi casa” (ver Jn 19,7), en lo más íntimo de mí, en mi vida». Al amar a María como Jesús la amó, descubrirás cómo Ella te enseñará a amar más aún a su Hijo, el Señor Jesús.

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