03 octubre 2024

La misa del domingo 6 de octubre

 


Un grupo de fariseos se acerca al Señor «para ponerlo a prueba» (otra traducción dice: «querían tentarle») con una pregunta: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»

En realidad, la pregunta no debe ser entendida en el sentido si el Señor consideraba lícito o no el divorcio, sino sobre las causas por las que el hombre podía divorciarse de su mujer. En efecto, la licitud del divorcio estaba fuera de toda cuestión en Israel, pues así estaba escrito en la Ley de Moisés: «Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa» (Dt 24, 1-2).

Marcos, por alguna razón, omite la pregunta completa, que se encuentra en cambio en el evangelio de Mateo: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» (Mt 19, 3). Ahora podemos entender mejor la pregunta que los fariseos dirigen al Señor Jesús en un contexto específico: la discusión que se había entablado entre dos escuelas farisaicas sobre el alcance de aquella norma dada por Moisés. ¿Cómo debía interpretarse aquel “si no halla gracia a sus ojos”, o si “descubre en ella algo que le desagrada”? La escuela farisaica de Hillel interpretaba que cualquier motivo era válido para redactarle a la mujer el libelo de repudio y despedirla de su casa. Bastaba, por ejemplo, que no supiese prepararle la comida a su gusto. ¿Y si encontraba una mujer más hermosa que su esposa? Algunos maestros sostenían que también en esos casos era lícito despedir a su mujer. En fuerte oposición a esta interpretación estaba la escuela de Shammai, que sólo admitía el adulterio como causa válida para el divorcio.

Así pues, la pregunta dirigida al Señor parece querer incluirlo en esta fuerte discusión de escuelas, acaso llevarle a tomar posición a favor de una de las escuelas. ¿Estaba el Señor a favor del “repudio”, o sea, del divorcio por un motivo cualquiera, tal como lo sostenía la escuela de Hillel? ¿O estaba el Señor a favor de la interpretación de la escuela de Shammai? Con esta pregunta aquellos estudiosos de la Ley quieren sin duda someter a examen su doctrina, someter a prueba su sabiduría, escuchar su postura en un asunto tan discutido.

A la pregunta de los fariseos el Señor repregunta: «¿Qué les mandó Moisés?» Ellos responden: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Entonces el Señor declara algo absolutamente inesperado, que romperá completamente con los esquemas de aquellos fariseos que pensaban que la licitud del divorcio estaba fuera de toda cuestión: aquel precepto dictado por Moisés en realidad era una concesión, necesaria en aquel momento dada la terquedad o dureza de corazón de los judíos. Mas ahora, declara el Señor, ha llegado el momento de volver al proyecto original de Dios, que contemplaba la unión indisoluble entre el varón y la mujer.

El Señor recurre a dos pasajes tomados también del libro de la Ley: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gén 1, 27) y «dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gén 2, 24). En estos textos inspirados, según la exégesis del mismo Señor, se descubre la intención primera de Dios, la indisolubilidad de la unión entre el hombre y la mujer que se unen para formar «una sola carne». Con Cristo la concesión del divorcio ha llegado a su fin.

Las palabras finales del Señor, «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre», son una declaración de que no hay poder alguno sobre la tierra que pueda separar lo que ha sido válidamente unido en matrimonio. Por tanto, en adelante, cualquiera que se separe de su cónyuge sin importar el motivo, y se une con otro(a), comete adulterio. El vínculo permanecerá a pesar de que los hombres declaren el divorcio.

¿Pide el Señor un imposible? No. En adelante será posible volver al designio original de Dios, el hombre y la mujer podrán asumir este vínculo indisoluble sin temor, porque el Señor Jesús ha venido a renovar los corazones endurecidos. Él, gustando «la muerte para bien de todos» (2ª. lectura), por el Misterio de su Cruz y Resurrección y por el don de su Espíritu, ha reconciliado y santificado al ser humano, ha arrancado los corazones endurecidos por el pecado para sustituirlos por un corazón de carne (ver Ez 36, 26ss) capaz de amar con su mismo amor (ver Jn 15, 12). El amor que Él ha venido a derramar en los corazones por medio de su Espíritu (ver Rom 5, 5) hace capaces a los esposos de vivir tal unión como Dios la había pensado desde el origen.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»

La cuestión presentada por aquellos fariseos no ha perdido actualidad: ¿es lícito divorciarse a quienes se casan por la Iglesia?

Hoy la respuesta de muchos ante esta cuestión, no creyentes y creyentes, hombres de distintos credos y religiones, empujan en una misma dirección: es lícito divorciarse.

En lo que toca al matrimonio civil en nuestras sociedades de antiguo cuño cristiano, vemos cómo las leyes facilitan cada vez más el divorcio civil “por cualquier causa”. Así por ejemplo en España el senado aprobó en el 2005 la primera reforma de aquella ley que en 1981 legalizó el divorcio. Según esta reforma en España basta con que sólo uno de los cónyuges desee el divorcio sin que tenga que alegar causa alguna. En cuanto al tiempo que tiene que transcurrir desde el matrimonio la nueva ley permite solicitar judicialmente la ruptura pasados tan sólo tres meses, sin que sea necesaria una separación previa. Esto trae a mi memoria un anuncio publicitario de una bebida gaseosa que con tristeza vi en una ocasión. En este anuncio se leía: “El amor eterno dura aproximadamente tres meses. Las cosas como son”. ¿Es que nuestra sociedad ya no cree en el amor fiel y perdurable entre dos personas? ¡Qué pena que cada vez menos crean en un amor que “dura siempre”! Pena tremenda, porque siendo lo esencial en el ser humano el amar y ser amado, claudicar del amor que no pasa es claudicar de la propia humanidad, claudicar de la capacidad de realizarse como personas humanas porque simplemente ya no se cree en el amor.

Este llamado “divorcio express”, que ahora se puede tramitar incluso por Internet “de un modo sencillo y a bajo costo”, se ha convertido en modelo y ejemplo a seguir para nuestros políticos latinoamericanos que, de este modo, se someten felices a un nuevo colonialismo, el ideológico.

En medio de este ambiente tan favorable al divorcio recae una presión inmensa sobre la Iglesia para que también ella “se adecue a los tiempos modernos” y conceda el divorcio o disolución del vínculo matrimonial a quienes así lo soliciten. Mas ella es la única que se mantiene contracorriente, intransigente, terca en su postura de no admitir el divorcio entre bautizados que libremente han contraído la alianza matrimonial, pronunciando su consentimiento personal e irrevocable ante un ministro cualificado de la Iglesia.

Lo cierto es que el matrimonio entre bautizados, si es válido, es y permanecerá siendo siempre indisoluble. ¿Por qué? Porque la Iglesia católica no puede ser infiel a las palabras de su divino Fundador. Y las palabras y la enseñanza del Señor Jesús están allí, claras, inapelables, inalterables, cuando hablan de la indisolubilidad del matrimonio: el hombre no puede romper lo que Dios ha unido. Por ello, tampoco la Iglesia puede disolver mediante el divorcio el vínculo que los cónyuges libre y conscientemente establecieron, ante Dios, ante la asamblea y ante ellos mismos, jurando solemnemente amarse y respetarse, ser fieles en las buenas y en las malas, hasta que la muerte los separe. «Entre bautizados, “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2382).

Quien se compromete a eso, debe ser consciente de que esta promesa no es broma, no puede ser tomada a la ligera, pues no es una promesa que se pueda retractar “si las cosas van mal”.

La promesa pronunciada y la entrega que consuma el matrimonio establecen un vínculo que ningún poder en la tierra puede disolver. Si la Iglesia no admite el divorcio es porque sencillamente no tiene el poder de disolver el vínculo que los cónyuges contrajeron. Ella cree en las palabras de su Señor, quien ante la pregunta de los fariseos, que sí admitían el divorcio, «insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua. Entre bautizados, “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2382).

Entiendan pues aquellos hijos de la Iglesia que han asumido o se disponen a asumir este vínculo “hasta que la muerte los separe”, que verdaderamente es “hasta que la muerte los separe”, y no “hasta que las cosas vayan mal”. El consentimiento, la palabra dada, es irrevocable. Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro, de modo que cualquier relación ulterior con otro hombre o mujer que no sea el esposo o esposa, incluso si existe el divorcio legal, constituye adulterio de acuerdo a la enseñanza del Señor, enseñanza que la Iglesia no hace sino custodiar y guardar fielmente.

Planteadas así las reglas, quienes quieren asumir este compromiso y la vida en común han de lanzarse no a la aventura, sino que han de poner el máximo cuidado en prepararse debidamente, en conocerse en profundidad y, sobre todo, en afianzar y hacer madurar su amor en Cristo, único fundamento sobre el cual podrán construir un matrimonio verdaderamente consistente y fiel. Quien no construye su matrimonio sobre esta Roca sólida, sobre Cristo, es como quien construye su casa sobre arena: tarde o temprano la casa caerá estrepitosamente. Pero si los esposos ponen al Señor Jesús como centro y fundamento de sus propias vidas y de su matrimonio, la casa permanecerá de pie aún cuando vengan terremotos y huracanes. La vida nueva en Cristo es garantía de una unidad indisoluble, de un amor que no pasa. De ese modo el matrimonio será para los cónyuges no un continuo campo de batalla, sino un camino de mutua santificación, un camino en que el amor crece hasta alcanzar su plenitud.

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