03 octubre 2024

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (Ciclo B) (6 de octubre de 2024)

 Ya no son dos, sino una sola carne (Mc 10,8).

La liturgia de la palabra de este domingo nos da pie para reflexionar sobre el sacramento del Matrimonio a raíz de una discusión provocada por los fariseos con Jesús.

El evangelista Marcos la presenta como una prueba a la que lo someten los fariseos para desprestigiarlo, pues conocían la postura de Jesús contraria al divorcio, mientras que, entre los judíos, casi todos admitían el divorcio, considerado por la ley de Moisés como un derecho del esposo. Tan sólo había dos opiniones enfrentadas acerca de los casos en que era lícito el divorcio, representadas por las escuelas de dos prestigiosos rabinos, Shamay y Hilel. El primero, más rigorista, tan sólo lo consideraba lícito en el caso de adulterio de la esposa; el segundo, más laxo –cuyo punto de vista era dominante y aplicado en la práctica-, entendía que podía constituir pretexto de divorcio todo aquello que, en la mujer, pudiera provocar el desagrado del marido.

Jesús no anda con contemplaciones ni se cuida de rebuscar una respuesta correctamente política, como cuando lo pusieron a prueba con el tributo al César, evitando decir abiertamente que se había de pagar dicho impuesto, sino que responde francamente, sin tapujos, rechazando el divorcio, aunque ello supusiera contradecir al gran legislador, Moisés, a quien todos reconocían autoridad divina. Es una ocasión en que Jesús habla sinceramente del matrimonio.

Desde el punto de partida, tanto Jesús como los fariseos dan por sentado que el matrimonio se trata de la unión de un hombre y una mujer. Y cuando le argumentan que Moisés permitió el divorcio, Jesús no contradice a Moisés, sino que atribuye su permisividad a la dureza del corazón del pueblo, anclado en costumbres ancestrales que el legislador simplemente reguló. Pero Jesús defiende su punto de vista contrario al divorcio como más conforme con la voluntad del Autor de la naturaleza humana tal y como se recoge en el libro del Génesis cuando relata la creación del hombre.

Dios hizo al hombre varón y mujer, ambos imagen de Dios (Gén 1,26-27). Los dos de una misma naturaleza, dotados de igual dignidad, libres para comprometerse a unir su vida con otra persona del sexo opuesto y complementario. Diferentes en su biología, complementarios en su psicología, capaces de proyectar un plan de vida propio y compartido, convocados por Dios a un destino divino.

Un hombre y una mujer, llamados por vocación divina a realizarse comunitariamente junto con otro individuo, después de un periodo de mutuo conocimiento, deciden responsablemente unir sus vidas en el matrimonio, lo que significa la disposición a abrirse plenamente a otra persona y poner en común todo lo que ella es, en cuerpo, mente y corazón, abiertos al plan de Dios, autor del hombre y muñidor de la unión de la pareja.

El matrimonio hace visible al Dios Trinidad, comunidad y familia; significa el amor unitivo y comprometido de Dios con su pueblo; representa el amor inmolado de Cristo por su Iglesia, y anticipa la eterna comunión en el amor, del Hijo de Dios con la humanidad, iniciada en Cristo y consumada en la glorificación de la humanidad ensalzada hasta Dios.

La igual dignidad de varón y mujer requiere la unidad de la pareja sin intrusiones, sino con exclusividad y fidelidad; la trascendencia de la unión matrimonial, como signo de la alianza de Dios con el hombre y de la entrega del Hijo de Dios a la humanidad para venir a ser uno con ella de forma irrevocable (pues, desde la encarnación del Verbo, el Hijo divino del Padre será un Dios-hombre); exige la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.

No lo pudo decir más claramente Jesús a instancia de sus discípulos: Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre (Mc 10,9).

Al realizarse el Matrimonio como una acción sagrada bendecida por Dios, el Señor se compromete con el hombre a hacerlo posible, pues es un compromiso demasiado grande para el hombre solo. Éste cuenta con la ayuda divina para mantener la palabra dada a su cónyuge, pero, para ello, es preciso que el esposo y la esposa cuenten también con Dios.

Modesto García, OSA

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