1.- “El Señor Dios se dijo: No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude” (Gn 2, 18) Dios está preocupado. Adán se siente solo. Aquel mundo maravilloso que le circunda es demasiado grande para él, demasiado bello para no comunicar con alguien los hondos sentimientos que su contemplación provoca. Las aguas azules, los verdes valles, las rojas alboradas, la blanca nube. Mil matices de colores que despiertan los deseos de cantar, de derramar hacia fuera el torrente de gozo que hay dentro.
Dios estaba preocupado porque Adán sentía solo. Así de sencillo, y así de misterioso. Este relato, cargado de antropomorfismo, nos presenta en su lenguaje popular la maravillosa preocupación de Dios por ese hombre de barro recién hecho, con los ojos apenas abiertos a la luz del día. Todo se lo entrega. Por eso el hombre nominó a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo, pues poner el nombre equivale a tomar posesión de aquel mundo vivo que canta y que ruge, que lucha y que goza. La fuerza, la agilidad, la piel suave, los ojos profundos. Animales grandes y pequeños. Todos bajo el dominio de Adán… Pero el hombre seguía triste, con la soledad pintada en su mirada perdida. Y Dios sigue preocupado por él.
“Entonces el Señor Dios dejó caer sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió” (Gn 2, 21) El sueño de Adán. Eso será la mujer. La imaginación del primer hombre vuela por las regiones lejanas e imprecisas de los sueños. Por el misterio del subconsciente el hombre vaga flotando sobre las cosas, buscando entre aquella selva exótica algo que llene su corazón vacío. Y de pronto, al despertar, ella, la primera mujer, está allí. Y Adán exclama entusiasmado: Esta sí que es carne de mi carne… El primer piropo ha florecido en el aire limpio de la mañana. Adán se ha enamorado, Dios ha creado el amor humano, fiel reflejo del divino. Ahora tiene el hombre lo que le faltaba para asemejarse más a Dios: el amor.
Los dos serán una misma carne, una vinculación íntima e irrompible ata dulcemente al hombre y a la mujer. Adán ya no está solo, los ojos le brillan otra vez con el color de la alegría. Sí, es maravilloso amar… Y después todo se viene abajo. Y el amor se rompe y la carne que debía ser una, se desgarra. El pecado lo manchó todo, lo arruinó. El pecado es el único obstáculo que impide y recorta la grandeza del amor, lo único que envenena la dulzura del cariño para convertirlo en la amargura del odio… Líbranos, Señor, del pecado. Haz que nuevamente el hombre descubra la belleza del auténtico amor.
2.- “Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos” (Sal 127, 1) Es muy frecuente en la Biblia, el libro de Dios, encontrar estas exclamaciones gozosas, bienaventuranzas que aseguran la dicha y la felicidad de quienes temen al Señor y le son fieles. Jesús, Señor nuestro, dirá lo mismo de los pobres de espíritu, de los mansos, de los que lloran, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los misericordiosos, de los limpios de corazón, de los que luchan por la paz, de los que padecen persecución por la justicia…
Todos, Señor, queremos ser felices. Todos anhelamos la paz del espíritu, el gozo del corazón, la salud de nuestra alma y de nuestro cuerpo, la tranquilidad de conciencia. Señor, Dios mío, todos ansiamos tener satisfechos nuestros más íntimos deseos de felicidad. Haz, por tanto, que resuenen en lo más hondo de nuestro ser tus cálidas palabras; haz que encuentren eco en nuestra conducta y que seamos consecuentes con lo que nos dices. Que te creamos, aunque no lo entendamos, cuando nos hablas del modo de ser felices, del camino de la dicha. Ojalá abandonemos nuestras humanas soluciones, siempre falaces y engañosas, y sigamos el camino que nos indicas. Ayúdanos Tú, Señor, ayúdanos a hacerte caso, porque sólo así encontraremos esa felicidad que tanto soñamos.
“Comerás del fruto de tu trabajo” (Sal 127, 2) Sigamos escuchando lo que nos dice el Señor. Quién sabe si con su ayuda conseguiremos atinar con ese maravilloso camino de la dicha, ser para siempre felices: si sigues el camino que Dios te señala, comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer será como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos serán, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. Esta es la bendición para el hombre que teme al Señor: Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida… que veas a los hijos de tus hijos.
Qué ciegos somos, Dios mío, qué ciegos y qué torpes, qué tozudos para seguir nuestros propios caminos, placenteros a primera vista pero tortuosos y tristes al fin. Qué pena, Señor, qué pena: Que Tú nos quieras dichosos y nos indiques el mejor modo para serlo, mientras que nosotros no te hacemos apenas caso y nos empeñamos en ser felices a nuestro modo y manera, aunque por ese camino no llegaremos nunca a serlo… Vamos a rectificar, ahora que es todavía posible, ahora que aún estamos a tiempo. Dejemos de seguir nuestros oscuros caminos y emprendamos la marcha hacia la dicha por los caminos luminosos de Dios.
3.- “Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos” (Hb 2, 9) El Verbo de Dios, el Hijo del Altísimo, descendió de su excelso trono, bajó desde la grandeza inconmensurable de su condición divina, y llegó hasta el valle de los hombres, como uno más entre ellos, como el más sencillo, como el más pobre de los nacidos de mujer. Luego, cuando llegó la hora de dejar la tierra, emprendió el camino extraño que pasaba por el Gólgota, el camino de la Cruz. Pasión y Muerte, dolor y tragedia como nunca se vio.
Por eso lo contemplamos ahora coronado de gloria y honor, sentado a la derecha del Padre. Y lo que parecía una muerte inconcebible, no era otra cosa que el alto precio de la más grande victoria. Así, por amor de Dios, Cristo ha padecido la muerte para bien de todos. El Señor, sigue diciendo el texto sacro, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. Son planes sublimes que no caben en nuestra pequeña inteligencia de animales racionales. Planes que, sin embargo, hemos de aceptar plenamente, persuadidos de que son los que nos salvarán.
“Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hb 2, 11) Jesús pasó entre los hombres como uno más. Él probó en su propia carne el dolor y el sufrimiento, esa enorme miseria de que es capaz la naturaleza humana. Todo lo probó menos el pecado. Cuánta amargura puede encerrarse en el corazón humano: pues toda esa amargura llenó el corazón de Cristo.
Por eso no se avergüenza de llamarnos hermanos. En efecto, Cristo puede mirar con infinita compasión el sufrir de los hombres. Por eso nosotros, al sentirnos mirados por sus divinos ojos, nos sabemos comprendidos, nos llenamos de consuelo y de fortaleza.
Cristo, Dios perfecto, hombre perfecto, hermano nuestro. Hermano mayor que sufrió por nosotros una muerte horrible, desnudo sobre una pobre cruz. Hermano mayor que fue coronado con el poder y la gloria en el Reino definitivo de Dios. Hermano mayor que nos anima en nuestro dolor y en nuestro trabajo, mostrándonos con su propia glorificación el estado definitivo de los que no se dejan vencer por el cansancio.
4.- “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?” (Mc 10, 2) Siempre hubo problemas en la vida matrimonial. Sencillamente porque siempre falló el corazón humano, tan voluble y egoísta a veces. Ante esta dificultad hubo quienes pensaron que lo mejor era cortar por lo sano, olvidando que lo que Dios ha unido no lo debe separar el hombre. Sin tener en cuenta, además, que la solución de cortar por lo sano, destruye todo posible rescoldo de amor en vez de alentarlo, corroe la vida familiar privándola de la capacidad de abnegación y de olvido de sí mismo, en favor de los demás, en especial en favor de los hijos.
San Marcos nos refiere con sencillez y brevedad el episodio de los fariseos que preguntan al Señor si le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer. Según el libro del Deuteronomio, uno podía dar el libelo de repudio a su mujer y casarse con otra. Jesús reconoce esta situación, pero la considera como una concesión provisoria a la terquedad de los israelitas. En realidad ese pasaje no permitía el divorcio. Simplemente tenía presente la costumbre introducida por algunos y procuraba imponer unas reglas para evitar mayores abusos. Es decir, ese texto de Dt 24, 1-4 está contra el divorcio, a pesar de que lo tolera.
Pero aun admitiendo otro sentido a ese pasaje veterotestamentario, Jesús lo deroga con claridad y recurre a la originalidad de lo primigenio, a la voluntad primera de Dios que determinó que el hombre se uniera para siempre a la mujer, con un nudo que sólo la muerte podría romper. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Es una sentencia tan concisa y clara que no es posible admitir componendas.
Jesús reconoce la dificultad que su doctrina entraña para que pueda ser entendida y aceptada sin más por el hombre. Pero él no echa marcha atrás y mantiene sus exigencias de amor supremo y siempre fiel. Decir otra cosa es tergiversar la palabra de Dios; aguar, por así decir, el vino fuerte y oloroso del Evangelio. Es cierto que, según el paralelo de San Mateo, Jesús alude a una posible excepción aparente, al caso llamado en el original griego “porneia”. Pero la interpretación correcta de esa palabra la considera equivalente a matrimonios concubinarios o amancebamientos. En esos casos de uniones no matrimoniales, es posible la separación. Excluye, por tanto, todo matiz suavizante a la doctrina claramente enunciada en San Lucas y en San Marcos por el Señor. Así, pues, una vez que se da un verdadero matrimonio, éste es indisoluble.
Antonio García Moreno
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