06 septiembre 2024

Domingo XXIII de Tiempo Ordinario

 La voz del profeta Isaías es una invitación a poner en Dios nuestros ojos para adquirir fortaleza y aliento. Se trata de una palabra dirigida a los cobardes de corazón; ¿y quién no lo es cuando se le vienen encima ciertos oleajes? ¿Cómo sentirse fuertes en esas situaciones de la vida en las que uno experimenta su desvalimiento y debilidad?

El profeta indica el camino para recuperar la fortaleza perdida y orienta a Dios. Mirando a Dios, poniendo en él nuestra fe, es posible recuperar el ánimo y sentirse fuerte. Es el Dios que viene en persona para salvarnos, el Dios que hace posible lo imposible, el Dios capaz de dar vista a los ciegos y oído a los sordos, el Dios capaz de hacer brotar aguas en los desiertos. ¿Cómo no va a ser capaz de semejante acción el que ha hecho los ojos y los oídos y ha creado las aguas y los desiertos?

En la perspectiva del Nuevo Testamento, ese Dios que viene en persona no puede ser otro que Jesucristo, el Enmanuel, el Dios con nosotros. Las señales que lo acompañan así lo denuncian, como al que ha venido a reparar la sordera de los sordos y la mudez de los mudos. Es lo que nos recuerda el relato evangélico de hoy, la curación de un sordomudo que presentan a Jesús pidiéndole que le imponga las manos. Saben que ese simple contacto puede devolver la salud al enfermo.

Pero esta vez Jesús no le impone las manos; le mete los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua y pronuncia una palabra de efecto milagroso: Effetá, ábrete, y se produce la apertura de los oídos y de la lengua. El asombro se apodera de los espectadores, que proclaman: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Pero aún le quedaba por hacer mucho más y mucho más bien; porque no había venido sólo para esto, para curar a unos cuantos enfermos en unas cuantas poblaciones de una región como Palestina.

Como Salvador, su actividad no podía limitarse a esas curaciones milagrosas. Jesús aspiraba a salvar al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres. Y salvar al hombre era liberarle de su más íntima esclavitud, de su más profunda alienación, del pecado y de la muerte. ¿De qué hubiera servido liberar a unos cuantos ciegos de su ceguera o a unos cuantos sordomudos de su sordera, si permanecían expuestos a cualquier otra enfermedad y a la muerte?

Jesús, como taumaturgo, hubiera aportado una salvación demasiado raquítica, demasiado parcial y provisional. No, él había venido a traer una salvación más radical y duradera, que alcanzaba lo más íntimo del corazón del hombre, lo que realmente le impedía ser hombre y alcanzar su bienaventuranza, el pecado. Esto es lo que aliena realmente al hombre, lo que le priva de su destino salvífico y le impide lograr lo que Dios tiene reservado para él.

Por eso hemos de pedirle por encima de todo que sane nuestra sordera, ceguera o mudez espirituales; pues en todas estas enfermedades late con fuerza el influjo maléfico del pecado. Es sordo de espíritu el que se cierra totalmente a un Dios que ha hablado y que sigue hablando en su creación, en sus profetas, en los sucesos.

Se trata de un sordo que no quiere oír la voz de Dios, tal vez porque otras voces o ruidos han silenciado esa voz que viene de lo alto, tal vez porque no se ha puesto a escuchar el sonido emitido por las estrellas o por la conciencia, tal vez porque no se ha detenido a escuchar en el silencio de la noche. Y el que cierra sus oídos a la voz de Dios, puede acabar dejando de percibir el clamor angustiado o lastimoso de los pobres y excluidos de este mundo. En ellos y en sus quejas y gritos de socorro también está hablando Dios, también Dios nos está pidiendo socorro.

Es mudo de espíritu el que no habla cuando tiene que hablar, el que no habla por cobardía de la injusticia cometida contra un desamparado, o del olvido en que se tiene a ciertas personas (enfermos, ancianos, mendigos); el que no corrige al hijo que lleva un camino desviado; el que no educa, siendo educador; el que se inhibe de sus responsabilidades; el que no da testimonio público de su fe, confesando a Jesucristo como su salvador y amigo. Es mudo de espíritu el que no habla de Dios, ni habla con Dios; el que no habla de Dios porque tiene miedo al rechazo, a la burla, a la exclusión o a la persecución.

Pero esto no significa que tengamos que hablar de Dios con altivez o con desprecio hacia los no creyentes. En realidad sólo se debe hablar de Dios cuando antes hemos hablado con Dios. Y de Dios sólo se puede hablar con humildad, y con temor y temblor, pues Dios es demasiado grande como para hablar de él con ligereza y frivolidad. Lo que no podemos es dejar de hablar de Dios como si no existiese, favoreciendo así la incredulidad de tantas personas que viven precisamente como si Dios no existiera. Pero Dios es la realidad más imponente que cabe pensar, la realidad de realidades, la realidad fundante. Para que tal realidad no se imponga a nuestras conciencias tenemos que empeñarnos duramente por excluirlo de las mismas.

Este Dios se hizo especialmente presente en Jesucristo, que mostró sus preferencias por los pobres y excluidos de este mundo. Sobre ellos volcó el caudal de su misericordia y a ellos les hizo objeto preferente de sus atenciones y solicitudes. Por eso nada tiene de extraño que Santiago, uno de sus apóstoles, aconseje a los cristianos actuar con coherencia, esto es, sin acepción de personas. Y se actúa así cuando se desprecia al pobre andrajoso sólo porque es pobre y su aspecto es lamentable, a diferencia del trato de honor que se dispensa al rico sólo porque va bien vestido.

Pero esta conducta resulta inconsecuente con la actitud de un Dios que siente predilección por los pequeños y los pobres o que ha elegido a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino. Esta predilección debe marcar también nuestra predilección, como la marcó en la vida de santos como Teresa de Calcuta. Que Dios mantenga despierta esta sensibilidad en nosotros y nos conserve receptivos a su palabra.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID

Fuente: Alforjas pastoral

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