1.- “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jr 20, 7) Estamos ante una de las páginas más humanas de los libros divinos. Página personalísima, un apunte privado del profeta, que, no sabemos cómo, vio la luz pública. Jeremías se queja amargamente ante Dios. Sus palabras suenan a una cierta acusación: “Me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar…”.
El profeta se resistió cuando Dios le llamó; adujo, entre otras razones, que era aún demasiado joven, que no sabía hablar en público, que le temblaban las piernas al pensar tan sólo que había de hacer frente a los poderosos de Israel. Y Dios le habla persuasivo, le seduce con la promesa de estar siempre cerca de él. Finalmente le amenaza de que si tiembla ante los hombres, él le hará temblar todavía más… Jeremías accede, dice que sí. Y cuando llega el momento proclama el mensaje del Señor. Aunque ese anuncio esté cargado de maldiciones, de serias amenazas llenas de violencia y destrucción. Aunque se le haga un nudo en la garganta y se le seque la lengua.
2.- “La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día” (Jr 20, 8) Me dije: “No me acordaré de él, no hablaré en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía…” Palabra de Dios arraigada en su corazón, hirviendo hasta barbotar al exterior. Palabra incontenible que quema las entrañas del profeta, brotando impetuosa y arrolladora, sin respeto humano alguno, sin miedo a nadie ni a nada.
Señor, hoy también necesitamos profetas a lo Jeremías. Hombres que estén dispuestos a hablar con fortaleza y claridad, gritando tu mensaje de salvación a todo el mundo. Hombres que hablen sin miedo, sin temblar, con la voz firme y el tono seguro… Hay muchos que claudican, que se dejan llevar por la corriente de moda, por la sutil ocurrencia del teólogo del momento. Quieren paliar las exigencias de tu palabra, quieren dulcificar las aristas de la cruz, quieren desfigurar tu intención, cambiar los fines sobrenaturales de la Iglesia por otros temporales y terrenos… Seduce de nuevo, amenaza otra vez, fortalece a tus profetas. Suscita hombres fuertes y valientes que estén dispuestos, por encima de todo, a descuajar y a plantar, a edificar y a destruir.
3.- “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo…” (Sal 62, 2) Cuando comienza a nacer el día la grandeza de la creación se pone especialmente de relieve. Son instantes en los que el avance de la luz y el retroceso de las tinieblas, nos hacen sentir mejor la presencia inefable de Dios. Desde siempre los primeros albores han sido propicios para la plegaria y para la oración, para el diálogo mudo o hablado con Dios.
Es cierto que la vida va cambiando las costumbres y doblegando a veces las tendencias naturales del hombre. Y así hoy día la Misa de la mañana se ve menos frecuentada que la de la tarde. No obstante, hay muchos fieles que aún prefieren dedicar los primeros momentos del día al Señor con la meditación matutina y la participación en la celebración eucarística.
De todas formas, lo que sí es cierto es que hemos de tener muy presente a Dios nuestro Padre, desde el momento en que nuestros ojos se abren a la luz del día y comenzamos la tarea cotidiana. Cada jornada que empieza es un don de Dios que hemos de agradecer, una ocasión para amar y merecer, una tarea distinta que ofrecer al Señor igual que en el Ofertorio se ofrece el vino y el pan. Para que lo mismo que éstos se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, nuestro trabajo humano se convierta en tarea divina.
4.- “Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote” (Sal 62, 5) Oración de la mañana, ofrecimiento de obras cuando apenas hemos despertado. Actualizar en esos primeros instantes la intención de amar y servir a Dios sobre todas las cosas, renovar el deseo de hacer divino nuestro vivir humano: el trabajo, el descanso, el convivir con los demás, el latir de nuestro corazón y el mirar de nuestros ojos. Y luego actuar durante el día de cara a Dios… Si vivimos así, unidos al Señor al menos con una intención inicial, renovada de cuando en cuando, entonces nuestra vida adquirirá una dimensión nueva, un valor insospechado.
Ayúdanos, Señor, a saber dar altura y profundidad incluso a lo más anodino. Que el amor y el esfuerzo que pongamos en cuanto hacemos, transforme lo que de por sí es trivial y pequeño en algo trascendente y grande. “Porque fuiste mi auxilio -digamos con el salmo- y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene…”. Así cada jornada, de sol a sol y de luna a luna, será una maravillosa aventura por la que vale la pena entregarse.
5.- “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1) Hostia es lo mismo que ofrenda sagrada. Se llega a considerar como sinónimo de Eucaristía, la ofrenda por excelencia, la Hostia por antonomasia. Por eso, decir esta palabra en un sentido de exclamación o de insulto es una blasfemia, una irreverencia grave al Santísimo Sacramento del altar, una ofensa que hiere en lo más íntimo a todos aquellos que tengan un mínimo de sensibilidad y de fe en Jesús sacramentado.
Supuesto este significado sagrado de la palabra hostia, sorprenden las palabras del Apóstol al decir que hemos de presentar nuestros cuerpos como si fuera una hostia viva, santa y agradable a Dios. Lo más carnal y material que hay en el hombre, su cuerpo, es elevado a la categoría de algo sagrado y digno de ofrecerse al Señor. Ya en otra ocasión habla también san Pablo de la necesidad y obligación de respetar nuestro cuerpo, dando como razón el que es templo del Espíritu Santo, morada de la Santísima Trinidad.
6.- “Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente” (Rm 12, 2). El cuerpo animal es elevado a un plano superior, divino. Y con el cuerpo todo lo material que nos rodea, todo lo que constituye el entramado de nuestra vida diaria. El trabajo por humilde que sea, la vida familiar, las relaciones sociales, las diversiones, el deporte, el comer y hasta el dormir. Todo hecho con una dimensión nueva, todo vivido con un deseo ferviente de agradar a Dios.
Vivir en el mundo y no ser del mundo. Trabajar en la tierra con vistas al Cielo. Metidos en el corazón de las masas, y conservar la propia condición de levadura, para que todo se convierta en pan esponjoso de Cristo… “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos -nos dice el Apóstol- por la renovación de la mente, para que sepamos discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”. Y luego, no lo olvidemos, una vez sabido lo que hemos de hacer, es preciso que lo hagamos.
7.- “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo…” (Mt 16, 24) En tres ocasiones predice Jesús con claridad su pasión y su muerte. Sus discípulos nunca entendieron concretamente lo que les decía. En sus mentes no podía entrar que el Mesías, el rey de Israel tan deseado, hubiera de padecer y ser rechazado por las autoridades del pueblo elegido. Por eso Pedro no puede contenerse y salta, decidido a disuadir al Maestro de llegar a semejante final, aunque hablara también de la resurrección. Considera descabellado pensar en un triunfo después de la muerte. Por eso lo mejor es que no muera de aquella forma que predecía.
En el fondo lo que intentaba San Pedro es que el triunfo definitivo llegara por unos cauces más normales y más seguros, sin pasar por aquel trance terrible que Jesús anunciaba. Pero la reacción del Maestro es clara y decidida: ¡Apártate de mí, Satanás! Pedro no se esperaba aquellas palabras dirigidas a él, y para colmo delante de todos los demás. Nunca el Maestro había llamado a nadie Satanás. Y en ese momento llama así a Pedro, que lo único que intenta es que el Maestro no pase por aquel mal trago… La respuesta de Jesucristo muestra cómo estaba decidido a cumplir con lo dispuesto por el Padre, beber el amargo cáliz de su pasión. Por eso rechaza con energía e indignación la propuesta de san Pedro, increpándole de aquella forma tan sorprendente y tan inhabitual en el Maestro.
Para llegar a la Redención sólo hay un camino, el señalado por Dios Padre. Esto es así y no hay vuelta de hoja. Planes misteriosos de Dios que, en cierto modo, se repiten de una u otra forma, en cada uno de nosotros. Por ello, sólo si aceptamos la voluntad divina, sellada a menudo con la cruz, podremos alcanzar la vida eterna.
Jesús aprovecha la ocasión para hacer comprender a los suyos que los valores supremos no son los de la carne, ni los del dinero. De qué le sirve a uno ganar todo el mundo, si al final pierde su alma. Es preciso abrir los ojos, encender la fe, mirar las cosas con nuevas perspectivas. Así, aunque de momento pueda parecer que perdemos algo, incluso la vida misma, en definitiva saldremos ganando mucho más.
Antonio García Moreno
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