30 agosto 2024

DOMINGO XXII ORDINARIO 1 de septiembre, 2024 “Del corazón del hombre salen los malos propósitos”

 Dios, por medio de Moisés, da preceptos y normas a su pueblo elegido (1ª. lectura). Los mandamientos, lejos de ser una imposición arbitraria de Dios al hombre para limitarlo o impedirle ser feliz, son protección para que alcance la vida verdadera, señales de advertencia y claras guías en el camino que conduce al pleno desarrollo y realización del ser humano. Los mandamientos divinos son por eso mismo un inmenso regalo y bendición para el hombre y la mujer. Sabio e inteligente es quien los escucha, los toma en serio y hace de ellos la norma de su conducta.

Los preceptos que Dios ha dado al ser humano, si son obedecidos, ayudan a purificar el corazón para acoger en tierra buena la Palabra sembrada por Dios (2ª. lectura). Ésta, al germinar, crece y da fruto de salvación. Quien solamente se contenta con oír la Palabra de Dios sin ponerla en práctica, se engaña a sí mismo. Si la fe no se expresa en la obediencia a Dios y a sus mandamientos, es falsa.

El Evangelio relata la controversia del Señor Jesús con los fariseos y escribas venidos de Jerusalén. El lugar de encuentro es en Galilea. Los fariseos formaban el grupo más observante y más religioso de Israel. Los escribas, también fariseos, eran los “letrados” que sabían leer y escribir, muy instruidos en la Ley de Moisés y los profetas. Estos hombres cultos y observantes plantean al Señor la siguiente cuestión: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?». El cuestionamiento iba dirigido asimismo contra el Señor, pues era Él quien permitía a sus discípulos violar dicha tradición al no corregirlos. Para los fariseos tal trasgresión era gravísima.

Lavarse las manos para tomar los alimentos no era para los fariseos una mera recomendación higiénica. Según “la tradición de los mayores” era una purificación ritual. El fariseo debía purificarse de toda contaminación legal para que los alimentos que iba a tocar no se tornasen impuros, llevando esa impureza a su interior al consumirlos. La tradición rabínica —explica el evangelista— prohibía a todo judío comer sin realizar esta meticulosa purificación.

Para los fariseos la tradición rabínica tenía un peso y autoridad excepcional. Aquellos expertos en la Ley consideraban que, junto con la Ley escrita, Dios había comunicado a Moisés una Ley oral, transmitida ininterrumpidamente hasta entonces por personas calificadas. A esta tradición se sumaban las interpretaciones jurídicas de la Ley, ofrecidas por grandes maestros judíos o rabinos. Y aunque sus enseñanzas no siempre se inferían de los textos sagrados, se incluían en esta tradición para dar peso a ciertos usos. Estas enseñanzas rabínicas o interpretaciones de la Ley se consideraban además aprobadas por Dios mismo. Tanta fue la autoridad que llegó a tener esta Ley oral o “tradición de los mayores” que se situaba incluso por encima de la autoridad de la Ley escrita o Torá. En efecto, algunos rabinos llegarían a sostener que transgredir las prescripciones dadas por la tradición de rabinos era más grave que transgredir la misma Ley escrita.

Dentro de esta tradición, el lavado ritual de manos y objetos ocupaba un lugar destacado. Tan importante había llegado a ser para ellos la purificación de manos que algún rabino sostenía que comer “sin lavarse las manos, es como si fuese a casa de una mujer de mal vivir”. Así pues, el asunto de ver a los discípulos comer sin antes lavarse las manos resultaba no menos que escandaloso para los fariseos, que no comprendían —por decir algo benévolo— cómo su Maestro podía permitir que transgrediesen esa tradición “aprobada por Dios”. No se daban cuenta de que al conceder tal peso a sus tradiciones a veces absurdas, llegaban a desvirtuar el mismo sentido de la Ley, las verdaderas enseñanzas de Dios.

La respuesta del Señor devela su hipocresía. Afirma que el profeta Isaías hablaba de ellos al acusar un culto vacío debido a que «la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Acto seguido pronuncia una condena lapidaria: «Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios para aferrarse a la tradición de los hombres». Lo que los fariseos consideraban “tradición de los mayores” en realidad no era sino “tradición de los hombres”. Y no es que el Señor critique las “tradiciones de los hombres” en sí mismas, sino a los fariseos que aferrándose a ellas y concediéndoles una importancia absolutamente desproporcionada terminan transgrediendo el mandamiento de Dios y anulando su Palabra.

En un segundo momento, probablemente sin la presencia ya de aquellos fariseos, el Señor llama a la gente para instruirlos sobre este punto y dar razón de su durísima respuesta: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre». La purificación ritual, exteriorista, de nada sirve, porque no puede purificar el corazón de la maldad que hay en él. Lo que hace impuro al hombre, lo que lo aparta de Dios, brota de un corazón herido por el pecado: «fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad». Para cambiar eso no basta lavarse las manos, sino que se hace necesaria la obediencia a Dios, a sus normas y mandamientos.

¡Nos ocupamos tanto en cuidar lo exterior, la apariencia, estar limpios, bien vestidos y peinados, perfumados, etc.! Sin embargo, ¿nos empeñamos igualmente en tener y mantener un corazón limpio y puro?

Quizá en ese empeño por purificarme de mi pecado y maldad me confieso con frecuencia, y eso está muy bien. Pero, una vez confesado, una vez purificado mi corazón por la gracia y el amor del Señor, ¿me dejo seducir y arrastrar sin oponer mayor resistencia por la corriente de esta anti-cultura de muerte en la que vivimos, que se arrodilla y ofrece el sacrificio de sus propias vidas a los ídolos del poder, del placer, del tener? ¿Permito que en mi mente y corazón vaya germinando no la palabra del Señor, sino «fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad»?

La incoherencia entre lo que creo como católico y lo que vivo día a día es un gravísimo mal que nos afecta a todos. Es la misma hipocresía que denuncia el Señor ante quienes se preocupan por guardar las formas externas de la moralidad pero no purifican debidamente el propio corazón: «Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío…”».

Si me examino a mí mismo con sinceridad, veré que no todas mis acciones y reacciones concuerdan siempre con la fe que profeso. Digo que creo en Dios, ¡pero cuántas veces quebranto sus mandamientos! Predico a los demás el camino del Señor, ¡pero cuántas veces me aparto de él!

Para alcanzar la coherencia de la vida cristiana, la perfecta coincidencia entre lo que predicamos y lo que hacemos, el Señor nos invita a limpiar y purificar nuestro “corazón”, pues es de allí de donde “salen las intenciones malas”. Cabe decir que “corazón” para los hebreos significaba mucho más que la sede de los sentimientos, era asimismo la sede de los pensamientos, es decir, el “lugar” donde se dan los pensamientos y razonamientos. Es por tanto en el “corazón” donde se fragua el mal, el pecado, cuando en él se admiten los pensamientos equivocados, errados o perversos, las sugestiones o tentaciones que invitan a ir en contra de los mandamientos divinos.

Con la gracia y la ayuda del Señor, sin la cual nada podemos, Él nos invita a un serio trabajo de “purificación del corazón”, es decir, a un continuo esfuerzo por rechazar ciertos pensamientos o diálogos interiores que nos invitan a obrar en contra de los mandamientos divinos, que nos sugieren obrar el mal y pecar. Pero no sólo se trata de liberarnos de los malos pensamientos, sino que se trata de tener “la mente de Cristo” (ver 1Cor 2,16), de pensar como Cristo mismo, de asimilar y hacer nuestras las enseñanzas divinas o “criterios evangélicos”, para que de ese modo podamos sentir y actuar cada vez más como Cristo.

No basta, pues, con purificarnos de los malos pensamientos, no basta con rechazar las malas intenciones, tampoco podemos conformarnos con un vago “no hago daño a nadie”, sino que hay que ir más allá, hay que “cristificarnos” cada día más, hay que asemejarnos cada vez más al Señor Jesús, hasta pensar, sentir y actuar como Él. ¡Eso es ser verdaderamente discípulos suyos!

Insistimos en que sin la ayuda de Dios y sin la acción transformadora de su Espíritu en nosotros es imposible asemejarnos al Señor Jesús. Por eso debemos rezar incesantemente, sin desfallecer, y acudir a los sacramentos que Él nos ha dado para este efecto, porque todo depende de Dios. Pero, porque Dios respeta nuestra libertad, también sabemos que Él no realiza esta acción en nosotros sin nuestro consentimiento y decidida cooperación, y que por ello debemos trabajar como si todo dependiese de nosotros. Es ese esfuerzo perseverante el que el Señor sostendrá y hará fructificar con el tiempo.

El Señor lleva la Ley a su plenitud

581: Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi». Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley. Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas. Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados... pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 13).

582: Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido «pedagógico» por medio de una interpretación divina: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro… —así declaraba puros todos los alimentos—… Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba.

¡Bienaventurados los limpios de corazón!

2518: La sexta bienaventuranza proclama: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Los «corazones limpios» designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe.

2520: El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados.

2532: La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada.

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