Introducción
En el pasaje evangélico que leemos este domingo, Jesús nos remite a nuestro corazón, pues de él brota lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Un corazón puro es el secreto de una persona unificada y libre. Según Søren Kierkegaard, un corazón puro es el que solo quiere una cosa: Dios y su voluntad.
La pureza de corazón es la integridad absoluta capaz de vencer los deseos que debilitan y dividen. Un corazón puro es un corazón receptivo, fiel, recto, confiado, valiente, firme y fuerte.
La impureza de corazón consiste en separarse de Dios. Un corazón impuro nunca está satisfecho; desea conseguir siempre más, pero contando con sus propios recursos. La impureza de corazón mancha, corrompe la conciencia, destruye la coherencia de vida y conduce a la muerte espiritual. Esta impureza puede adoptar muchas formas. Cualquiera que sea la fuerza o la idea que dirige nuestra vida, si no es Cristo, entonces estamos viviendo en la impureza.
Jesús le dio mucha importancia a la pureza del corazón; incluso la hizo objeto de una bienaventuranza. Pero, ¿cómo alcanzarla? Las enseñanzas evangélicas nos ayudan a ello. Por su parte, el apóstol san Pedro nos habla en su primera carta de purificar nuestra alma «por la obediencia a la verdad hasta amaros unos a otros como hermanos […] con una entrega total». Las pruebas de la vida tienen también un efecto purificador cuando se viven con fe.
El apóstol Juan habló de esto en términos similares: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos; pero sabemos que cuando él aparezca, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es. Todo el que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él mismo es puro» (1 Jn 3,2-3).
A quienes se empeñan en este propósito, siempre bajo el respetuoso impulso y la ayuda de la gracia, se les promete como recompensa poder ver a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario