03 julio 2024

Nazaret-Domingo 7 de julio

 

Nazaret

Cuando tenía catorce o quince años, mis queridos jóvenes lectores, oí por primera vez hablar con detalle, de esta población. Treinta años después visité el lugar por primera vez y, más tarde, he vuelto muchas veces. El Nazaret de tiempos de Jesucristo es una villa habitada desde épocas prehistóricas, que en tiempo de Jesús tenía una población que no llegaba a las 500 almas. Uno deambula hoy por la fuente, se acerca a la casa donde vivió de soltera Santa María, recorre algún sendero con casitas-cueva al lado que son del tiempo de Jesús. No encuentra restos de la sinagoga de la que nos habla el evangelio de este domingo, pues, según parecer de los arqueólogos, que han estudiado muy bien la zona, deben situarse sus restos bajo la actual mezquita, difícil por tanto de excavar. En aquel rincón de la alta Galilea creció el Señor, trabajó allí y seguramente en la vecina Séforis, la capital, a donde iría a ejercer su oficio y donde aprendió a leer, a escribir y hasta la lengua griega, que era el idioma vehicular de entonces. Si tenía Nazaret tan pocos vecinos, es natural que se conociesen entre ellos, que se relacionasen y hasta que muchos estuviesen emparentados. Pero, ya lo sabéis, uno puede tener a su lado a alguien y desconocer su talla espiritual. Siempre nos parece que la gente importante vive fuera, lejana. Aun ahora, los conciertos que atraen más gente son, por lo común, de extranjeros, y a los locales los reducen a un papel de teloneros.

Jesús sí que conocía a su gente. Había marchado un día a las orillas del Jordán, después de bautizarse y reflexionar en el desierto, había ido a la baja Galilea, se había hecho amigos a los que entusiasmó y enroló en su misión de anunciar la Buena-Nueva y los poco más de 30 kilómetros que les separaban de su tierra, se vieron franqueados un día, por aquel curioso equipo. Vivirían en cualquier sitio y de cualquier manera, junto al monótono acontecer de los del lugar, hasta la llegada del sábado, el día que rompía la monotonía y congregaba a todos en la sinagoga. Se había hablado de Él, para bien y, para desencanto de su madre, que había oído a los suyos más próximos, tenerlo por desequilibrado. Ella esperaría entusiasmada el momento del encuentro de todos en el recinto. Su decepción sería mayúscula, cuando observó el poco caso que le hacían. El Maestro también sintió el impacto de la indiferencia de sus conocidos. No los despreció ni les insultó, como hacen a veces hoy en día. Ante su gran indiferencia pudo sólo hacer un poco el bien, curando algún que otro enfermo. Nunca perdía el tiempo y en esta ocasión tampoco.

No abandonó su vocación. Tal vez vosotros, mis queridos jóvenes lectores, os habéis encontrado en una situación de alguna manera semejante. Tenéis buenos proyectos, os entusiasman generosas acciones y, cuando las explicáis a vuestros amigos, comprobáis que no os hacen ningún caso y os sentís muy molestos y estáis tentados de abandonar lo que deseabais hacer. Recordad, si os pasa esto, el pasaje de hoy, no os desaniméis, continuad con coraje, sin dejaros vencer por el desaliento. Responded a lo que os creéis llamados con generosidad y valentía.

Cosas de estas le debían pasar a San Pablo. Ya sabéis que cambió su vida radicalmente cuando marchaba un día a Damasco. Que se hizo el más entusiasta admirador, seguidor y predicador de Jesucristo. Pero algo en su interior le removió las entrañas y su cuerpo se resintió. A mi me parece que tenía dolores de estómago, de esos que aparecen con periodicidad en el cambio de estaciones, a algunas personas inquietas. Los tranquilos y abúlicos son menos propensos a estos males. Y Pablo, como todo quisque, se quejó a Dios. Pues bien, lo habéis oído en la segunda lectura de hoy, se le dijo que se aguantara, que su Gracia le era suficiente para vivir y predicar, que precisamente sus sufrimientos, conocidos por los demás, les harían comprobar que era un hombre como otro cualquiera, que lo importante no era él, sino su mensaje. Y lo aceptó. Aunque eso del dolor de estómago no se le olvidó y le sirvió hasta para aconsejar a uno de sus discípulos sobre la dieta cotidiana. Recordad que este dolor da mal humor y agria el carácter. Por eso es de admirar la serenidad, Fe y esperanza, que conservó hasta el último momento.

Pedrojosé Ynaraja

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