28 julio 2024

Domingo XVII de Tiempo Ordinario: homlía

 El «paréntesis» de Juan

A partir de hoy, y durante cinco domingos, interrumpimos la lectura del evangelio de Marcos para leer casi íntegro el capítulo 6 de Juan, con la multiplicación de los panes y el discurso-catequesis de Jesús sobre el Pan de la Vida que es él mismo.

Siguiendo a Marcos, después de la escena del domingo pasado, en que Jesús se compadecía de la multitud «porque andaban como ovejas sin pastor», hubiéramos leído la multiplicación de los panes, una escena que aparece en los evangelios nada menos que seis veces (en Mateo y Marcos, dos veces cada uno). Pero, teniendo en cuenta que el de Marcos es el evangelio más corto, se ha preferido incluir en el Leccionario dominical este mismo episodio según san Juan, que lo narra con más detención y fuerza simbólica. Él es el «teólogo» de la Eucaristía.

Los cinco domingos en que leeremos este capítulo de Juan tienen una estructura que conviene tener en cuenta: el milagro de los panes (domingo 17), el diálogo sobre el maná del desierto (domingo 18), qué significa «creer» en Jesús (domingo 19), qué significa «comer» a Jesús (domingo 20) y finalmente las reacciones de sus oyentes y de sus discípulos (domingo 21).

 

2 Reyes 4, 42-44. Comerán y sobrará

Elíseo, discípulo y sucesor de Elías, en el siglo VIII antes de Cristo, se distingue por los numerosos episodios milagrosos de su ministerio profético.

En esta ocasión es una multiplicación de los panes, que nos prepara para escuchar luego en el evangelio la que realizó Jesús. Ambas tienen muchos puntos paralelos: la desproporción entre los panes disponibles y la gente que ha de comer; la persona que aporta algo -en el caso de Elíseo, uno ofrece veinte panes; en el de Jesús, un joven tiene cinco panes y dos peces-. En ambos casos, después de la comida milagrosa, sobra todavía pan: aquí Dios promete que «comerán y sobrará», y así sucedió; en el caso de Jesús sobraron doce canastas de pan.

El salmista invita a alabar a Dios: «que todas tus criaturas te den gracias, Señor», porque en verdad Dios es generoso: «los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo», y lo que se ha convertido en el estribillo de la comunidad: «abres tú la mano, Señor, y sacias de favores a todo viviente».

 

Efesios 4,1-6. Un solo cuerpo, un Señor, una fe, un bautismo

Después de la parte más teológica de la carta, ahora Pablo quiere que los efesios saquen las consecuencias y «anden como pide la vocación a la que han sido convocados».

De estas consecuencias la que destaca hoy es la de la unidad que debe haber entre todos. La clave es teológica: todos tenemos «un solo cuerpo y un solo Espíritu, un Señor, una fe, un Bautismo, un Dios que es Padre de todos».

A los cristianos de la comunidad, por su parte, Pablo les dice: «esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz», y les insta a que sean «humildes y amables, comprensivos, sobrellevándose mutuamente con amor».

 

Juan 6,1-15. Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron Empezamos a leer el capítulo 6 de san Juan con la multiplicación milagrosa de los panes.

Hay detalles significativos en su relato: está cercana la fiesta de Pascua, la gente se encuentra «en la otra parte del lago», simbolizando la marcha de Israel por el desierto en que recibieron de Dios el alimento del maná; aquí es el mismo Jesús quien reparte los panes y los peces (en los otros evangelistas son los apóstoles los que lo hacen) y al final sobran todavía doce canastas, el número simbólico de las tribus de Israel y de los apóstoles.

El diálogo con los apóstoles quiere hacerles compartir el gesto de dar de comer a la multitud: es interesante la respuesta de Felipe sobre los 200 denarios, y la de Andrés que ha visto a un joven que tiene cinco panes y dos peces (están cerca del lago, pero además los peces son símbolo de la espera mesiánica en la literatura judía). Sobran doce canastas: todo un símbolo de la abundancia de los dones que vienen de Dios.

El entusiasmo de la multitud ante el prodigio les hace interpretar, una vez más, el mesianismo en clave política, y por eso Jesús tiene que huir, porque para él la finalidad no es esa, sino el mesianismo espiritual, inaugurador del Reino de Dios.

 

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Dadles de comer

Jesús se compadece de la multitud y del hambre que a estas horas deben tener. Por eso, además de anunciarles la Palabra que viene de Dios, les multiplica también el pan material. Es una lección para sus discípulos de todos los tiempos.

¿No se ha dedicado la Iglesia a «dar de comer» a los pobres y a los más abandonados a lo largo de dos mil años de historia? ¿no se ha dedicado también a los enfermos? ¿no ha sabido conjugar la evangelización con la beneficencia y el cuidado material de los más pobres, completando lo que en principio pertenecería a los deberes de cada Estado?

También ahora, y en ritmo creciente, el hambre es uno de los mayores problemas del mundo. ¿Cuántos millones de personas, sobre todo niños, mueren cada año de hambre? Esto va unido a la voz profética que levanta la Iglesia a favor de la justicia y de la recta distribución de la riqueza de este mundo. Sin justicia y una nivelación justa entre países ricos y pobres no se puede «dar de comer» a todos.

En este encargo de «dadles vosotros de comer» entra, no sólo el poder milagroso de Dios, sino también la colaboración humana. En el caso de Elíseo, y también en el de Jesús, hay personas que se adelantan generosamente. Uno ofrece veinte panes de cebada, y Dios hace el resto. El joven del evangelio tiene cinco panes y dos peces, y Cristo los bendice y obra el milagro de que basten para alimentar a todos, salvando la evidente desproporción. O sea, Dios no desdeña la aportación humana. Al contrario: a partir de lo que hacemos nosotros, él realiza el milagro de la multiplicación.

Son muchos los que colaboran en esta «multiplicación de panes» en el momento actual: cristianos comprometidos, misioneros, voluntarios, cooperantes, religiosos y religiosas que trabajan desinteresadamente en el campo sanitario y educativo y «comparten su pan» con los que no tienen. Esta colaboración es a veces económica (harían falta 200 denarios, dice Felipe) y otras, la donación de sí mismos, de su tiempo, de su trabajo. Lo hacen no sólo con los países del Tercer Mundo, sino más cerca, en su propio ambiente, en que los ancianos o los enfermos o los pobres necesitan «pan», que puede ser nuestra acogida y nuestra cercanía.

Dios hará crecer y fructificar lo que nosotros aportamos, aunque parezca claramente insuficiente. Ojalá Cristo Jesús, nuestro Juez al final del camino, pueda decirnos a nosotros: «me disteis de comer… me disteis de beber… lo hicisteis conmigo».

 

Del pan material al espiritual

Compartir el pan material es un símbolo muy expresivo de otros «panes» de los que también tiene hambre la humanidad: la cultura (¡cuántos están sin escuela!), trabajo (un trabajo digno y estable), vivienda (sobre todo para los que están en la calle y para los jóvenes que quieren formar una nueva familia), posibilidades de vida (en particular para los inmigrantes que han tenido que abandonar su patria).

Pero en el conjunto del evangelio se ve cómo Jesús, además del pan material (y de la luz física de los ojos y del agua natural del pozo) quiere dar a la gente un pan y una luz y un agua espirituales. Les da de comer y cura enfermos y resucita muertos, pero también, y sobre todo, les predica el Reino, les perdona los pecados, les conduce a Dios. Por eso se escapa cuando le quieren proclamar rey. Es lo que explica el «secreto mesiánico» que notamos en diferentes ocasiones: él no quiere que se queden en el mero hecho de unos milagros materiales, sino que den el salto a la fe.

El discurso de Juan 6 irá poco a poco conduciendo a los lectores a la comprensión más profunda del sacramento de la Eucaristía, que, cuando él escribe su evangelio, hacía ya décadas que los cristianos celebraban.

Él cuenta la multiplicación de los panes con un lenguaje claramente «eucarístico»: «tomó… dio gracias… repartió», aludiendo también a la «fracción del pan», porque habla de «los pedazos» que sobraron. No es que aquella fuera una Eucaristía, pero sí que él nos prepara, ya desde el relato del milagro, para que entendamos el sentido eucarístico de su catequesis sobre el Pan de la Vida.

También para nosotros sucede que «el pan y el vino» que traemos en el ofertorio -idealmente, aportación de la comunidad- están destinados a una transformación admirable, y se convertirán, por la invocación del Espíritu y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y Sangre de Cristo, verdadero alimento espiritual para nuestro camino cristiano.

 

Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz

Hoy resuena también en las lecturas una llamada a la unidad eclesial. Para Pablo el creer en Cristo Jesús y estar bautizados en su nombre tienen unas consecuencias importantes. Entre ellas, hoy nos subraya una: la unidad.

Si el domingo pasado leíamos cómo Cristo ha roto el muro de división entre los pueblos, ahora nos toca a nosotros traducir la misma convicción a la vida interior de nuestra comunidad: «esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz».

Las consignas que da Pablo a los de Éfeso son igualmente actuales para nosotros. Él tiene experiencia. Sabe cuáles son los problemas de una comunidad humana, sea familiar o civil o eclesial: tensiones, divisiones, discusiones, intransigencias… Desde la cárcel de Roma les da -y nos da- unas consignas siempre válidas.

La base teológica y la raíz última de nuestra unidad podemos decir que es «trinitaria»: todos tenemos un solo Dios que es Padre de todos, un Cristo Jesús que se ha entregado por todos y un Espíritu que es el alma de la comunidad. También tenemos una fe y un Bautismo.

Pero esto tiene que ir acompañado de unas actitudes: «sed humildes y amables… sed comprensivos… sobrellevaos mutuamente con amor…». Todos los argumentos teológicos a favor de la unidad no valen gran cosa si no hay amor entre nosotros. Tal vez la unidad falla por culpa nuestra. La Iglesia no está dando precisamente el testimonio de unidad y de amor que Pablo quisiera, ni con los otros cristianos ni entre nosotros mismos.

En el fondo, tenemos que imitar lo que hizo Cristo. Él no sólo dio «cosas» (multiplicando, por ejemplo, panes), sino que se dio a sí mismo, en toda su vida, y sobre todo en la cruz. Si le imitamos, entonces podemos decir que «andamos como pide la vocación a la que hemos sido convocados».

Esto no sólo tiene sentido en clave de relaciones ecuménicas entre las varias confesiones cristianas, o de la unidad que debe existir en la Iglesia universal o diocesana, sino también en la parroquia, en una comunidad religiosa, en una familia cristiana…

José Aldazábal
Domingos Ciclo B

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