Según Jesús, el corazón o la conciencia es el centro de la vida moral o el lugar donde se decide la voluntad de Dios. No se trata de cumplir unos preceptos legales sino de llevar a cabo la nueva justicia del Reino, que es defender a los vulnerables de la sociedad. De ahí la exigencia de convertir el corazón o la conciencia.
La referencia a la palabra de Dios no es en Jesús algo abstracto o individual sino referido a la comunidad creyente en medio de las situaciones históricas de injusticia en el “tiempo presente” a través de la lectura de los signos de los tiempos. El “amaros unos a otros” es la clave para afrontar los desamparos y los desvalimientos de las personas concretas.
La conciencia es el acontecimiento central de la interioridad o subjetividad cristiana, mediante la cual la persona creyente se siente relacionada íntimamente con Dios (aunque no siempre caiga en la cuenta de ello) en Jesucristo por medio de la fe. La fe genera energía para dar un paso adelante en momentos concretos, para abandonar la poltrona, las seguridades, la comodidad alienante, la indolencia interesada; en realidad, la fe mueve endorfinas, esa sustancia que elabora el cerebro para ponerse en acción, que dirían los entendidos. De la conciencia brotan las decisiones, el discernimiento, los juicios, etc., en el ámbito de las conductas, guiados por la palabra y la acción de Jesús que libera a las personas y proclama la buena noticia de que las cosas pueden cambiar.
Dice Esperanza Borús[1], que la primera de las curaciones que el alma necesita es no perderse en las identificaciones o enredos que nos ofrece engañosamente el mundo a fin de que el flujo de sangre (sangre = espíritu) sea cortado y todas esas energías vuelvan de nuevo a su fuente que es el Ser. El relato nos dice que la mujer había gastado sus bienes sin resultado alguno e incluso había empeorado. Esto es, el camino verdadero es aquel que nos lleva al núcleo mismo de nuestro Ser esencial. Los demás caminos nos desvían, nos desorientan y nos alejan de la íntima unión del alma con la Divinidad.
Mas cuando el alma roza, aun levemente, y experimenta la verdad del corazón, fuente de vida inagotable, y la fuerza necesaria para despertar, es cuando el Cristo oculto en nuestro interior reconoce al alma que lo busca; esa unión se profundiza y se abisma en el Amor.
Jesús al llegar a la casa de Jairo, echa a esos “egos” que no nos permiten acceder a la Verdad plena. Es entonces cuando el alma “despierta” y se levanta. Que el tiempo se ha cumplido viene expresado por el número doce, que indica perfección, y que el evangelista Marcos señala que es la edad de la niña y los años de búsqueda de la mujer que perdía sangre. Cuando buscamos fuera lo que llevamos en nuestro interior el encuentro íntimo no se produce.
Con frecuencia en los relatos donde se narran milagros de sanación o resurrección Jesús insiste en no divulgar lo sucedido. “Les insistió en que nadie lo supiera”, advertencia a ser prudentes y no exponer la Verdad a los extraños que puedan pisotearla, manipularla. El alma ha de nutrirse para fortalecerse. Por eso Jesús les pide que “le dieran a ella (al alma) de comer”.
Mas, ¿cuál es el vínculo entre corazón, conciencia y alma en búsqueda de la Verdad, del Amor? Esos signos o señales que la sociedad y el mundo actual nos ofrecen cada día. Para Jesús, el Reino de Dios era ante todo remediar el sufrimiento humano en todas sus formas y hacer posible la felicidad en cada circunstancia. Algo no siempre fácil y hasta arriesgado en determinadas ocasiones.
Vivimos en una sociedad enferma que da la espalda al dolor de las víctimas y sigue aplazando los temas de fondo que sacarían a muchos de situaciones de riesgo, especialmente las mujeres, sujetos seculares de explotación y sufrimiento. Francisco, en la Fratelli Tutti, nos recuerda que en la base de todo está la caridad que transforma e invita al compromiso por el Bien Común y el reconocimiento de la dignidad de todos los seres humanos. A pesar de que la comunidad internacional ha adoptado acuerdos para poner fin a la esclavitud y a todo desamparo, todavía hay millones de personas privadas de su libertad y obligadas a vivir en condiciones de esclavitud (FT 24).
En todo caso, la oración viene en nuestro auxilio para tener fuerza, para perder el miedo, para no sentirnos solos/as, para transformar la realidad. Cuando las noticias de cada día nos dejan helada la sangre, cuando el corazón se nos rompe de dolor, de impotencia, cuando los “por qué” quedan sin respuesta sólo nos queda la confianza de “Aquel que sustenta nuestra fe” pues “ahora” es Él quien está sosteniendo todas las cosas. Eso no es sólo cierto del universo físico, incluso nuestros cuerpos y todo lo que somos, sino que abarca las otras fuerzas y poderes en el mundo: psicológicos, sociales, espirituales y cuantos acontecimientos ocurren en él. Algo que solemos olvidar los cristianos tan acostumbrados a ver las cosas a través de los medios de comunicación sin caer en la cuenta de la fuerza que todo lo Unifica, por incomprensible que nos parezca.
Jesús se retiraba a orar una y otra vez. En Getsemaní agobiado por una angustia mortal, en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios, reza por todos incluso por aquellos que lo han condenado. Ora sin renunciar nunca a la confianza en su Abbá-Dios. Porque “incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos”.
¡Contigo hablo, levántate! ¡No tengas miedo!
¡Shalom!
Mª Luisa Paret
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