INSCRIPCIONES CATEQUESIS CONFIRMACIÓN Y POSCOMUNIÓN 2024-2025

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22 mayo 2024

Homilía de la Santísima Trinidad

 No la teoría, sino la actuación de Dios

La fiesta de hoy no sería de por sí necesaria en el transcurso del año cristiano, porque en toda oración comunitaria y en toda fiesta ya nos dirigimos y celebramos a Dios Trino.

Pero no resulta superfluo el que este domingo lo dediquemos a glorificar explícitamente a ese Dios que es Padre, Hijo y Espíritu, que son los que dan pleno sentido a nuestra existencia cristiana. Eso, precisamente, cuando terminamos la Pascua, en la que Dios Trino, con un evidente protagonismo diferenciado -la actuación salvadora del Padre, el misterio pascual de la entrega de Cristo y la fuerza vivificadora del Espíritu-, nos ha querido comunicar con mayor densidad su vida divina.

En los tres ciclos las lecturas de este día son diferentes y nos presentan un retrato vivo del Dios Trino, no a partir de definiciones filosófico-teológicas, sino de sus actuaciones tal como se nos describen en la Biblia.

En este ciclo B se nos presenta a un Dios cercano a nuestra vida: que ha hecho de Israel su pueblo elegido, que le ha dirigido su Palabra, que lo ha liberado «con mano fuerte y brazo poderoso» de la esclavitud, y que a los que estamos bautizados en su nombre nos ha concedido ser hijos adoptivos suyos.

 

Deuteronomio 4,32-34.39-40. El Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro

En este último libro del Pentateuco, el Deuteronomio (= «segunda ley»), leemos las recomendaciones de Moisés para que su pueblo siga los mandamientos de Dios, que habían pactado con él en la primera Alianza del Sinaí.

Moisés muestra cómo es ese Dios en quien creemos. Un Dios todopoderoso -«el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra: no hay otro»- que «creó al hombre sobre la tierra», pero a la vez un Dios cercano que ha elegido a los israelitas de entre todos los pueblos, les ha hablado, y sobre todo les ha liberado de la esclavitud «con mano fuerte y brazo poderoso».

Por eso, cumplir sus mandamientos es el único camino para la felicidad.

El salmista se alegra de esta actuación salvadora de Dios. Por una parte, es el creador: «la palabra del Señor hizo el cielo… él lo dijo y existió», pero, sobre todo, es nuestro salvador: «él es nuestro auxilio y escudo». Por eso exclama: «dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad».

 

Romanos 8,14-17. Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar «Abba, Padre»

En este capítulo de la carta a los Romanos, Pablo expone su entusiasta concepción sobre lo que significa el Espíritu en nuestras vidas.

El primer don que nos hace a los creyentes este Espíritu es la filiación adoptiva: «los que se dejan llevar por él esos son hijos de Dios», y es él quien «nos hace gritar: Abba, Padre».

Ser hijos en la familia de Dios tiene otras consecuencias a cual más esperanzadoras: «si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo».

 

Mateo 28,16-20. Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

El final del evangelio de Mateo nos anuncia la misión que Jesús encomendó a la Iglesia, antes de su despedida. Es una misión triple: evangelizadora («id y haced discípulos»), celebrativa («bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo») y vivencial («enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado»).

El que los convertidos a la fe sean bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu», que es el motivo de la elección de este pasaje para hoy, no quiere necesariamente referirse a la «fórmula» que hay que decir en el bautizo (porque en otros lugares del NT se habla también de «bautizar en el nombre de Jesús»), sino que el creyente queda insertado en la familia cristiana, la eclesial, que es la comunidad del Dios Trino. En oposición, por ejemplo, al bautismo sólo «en nombre de Juan».

 

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El misterio de un Dios Trascendente

En las últimas décadas se ha dado en la Iglesia una interesante acentuación del carácter «trinitario» de nuestra vida. El Catecismo de la Iglesia Católica, del año 1992, nos sitúa continuamente, sobre todo cuando habla de la celebración litúrgica, en una relación explícita con el Dios Trino, poniendo, sobre todo, un énfasis en el Espíritu que no habían destacado otros documentos anteriores, ni siquiera el Vaticano II. Cuando Juan Pablo II nos convocó para el Jubileo del año 2000, lo fuimos preparando con un año «dedicado» a cada una de las Personas de la Trinidad, para concluir con el año jubilar centrado en las tres.

Pero ¿quién es Dios? ¿cómo es ese Dios en quien creemos? No es indiferente la imagen que tenemos de Dios. De ella depende en gran parte nuestra relación con él: relación de criaturas, de esclavos o de hijos.

Los textos oracionales de la Misa insisten sobre todo en el «admirable misterio» de la «eterna Trinidad y la Unidad todopoderosa» (colecta) y dicen que confesamos nuestra fe «en la Trinidad santa y eterna y en su Unidad indivisible» (poscomunión). El prefacio -que hasta hace pocos años decíamos cada domingo- ensalza la comunión de las tres Personas en una única naturaleza: «un solo Dios, un solo Señor, tres Personas en una sola naturaleza», «sin diferencia ni distinción, de única naturaleza e iguales en su dignidad».

Es admirable y nunca podremos comprender bien el misterio de esas tres Personas llenas de vida, trascendentes, plenamente unidas entre sí.

 

Un Dios cercano, que elige, que libera, que salva, que nos hace sus hijos

Pero tal vez tengamos que esforzarnos más en «vivir» ese misterio que en «comprenderlo». Nuestro Dios no es un Ser perfectísimo y lejano, omnipotente y frío, retratado en un problema «aritmético» de personas y naturalezas. Dios es admirable en sí mismo y en la obra de la creación y, a la vez, cercano a la historia del pueblo de Israel, de la Iglesia y de cada uno de nosotros.

Si las oraciones de la Misa hablan en una dirección, hay que completarlas con lo que dicen las lecturas bíblicas, que nos presentan a un Dios personal, cálido, cercano y salvador. Un Dios que se define no a partir de ideas o teorías, sino de acontecimientos y de actuaciones salvadoras.

Un Dios que ha creado admirablemente al hombre, que luego se ha mostrado salvador y liberador, que dirige su Palabra al pueblo al que ha elegido entre todos y lo libera de la esclavitud, como Moisés recuerda en el libro del Deuteronomio. A lo largo del AT aparece claramente como perdonador, rico en misericordia, cercano a su pueblo.

Esta cercanía se hace más palpable en el NT, porque aparece como el Padre de nuestro Señor Jesús. Un Dios que amó tanto al mundo que le envió a su propio Hijo como Salvador. Así se hizo «Dios-con-nosotros».

Pablo, en el pasaje de hoy, da un paso más: el Espíritu de Dios ha hecho que los que nos dejamos llevar por él seamos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos, «coherederos con Cristo». Así, en compañía del mismo Jesús, podemos «gritar: Abbá, Padre».

Ciertamente, el Dios de la Biblia es un Dios cercano, no meramente filosófico y «todo Otro». Es un Dios que es Padre, que ha entrado en nuestra historia, que nos conoce y nos ama. Un Dios que es Hijo, que se ha hecho Hermano nuestro, que ha querido recorrer nuestro camino y se ha entregado en la cruz por nuestra salvación. Un Dios que es Espíritu y nos quiere llenar en todo momento de su fuerza y su vida, y «da testimonio de que somos hijos de Dios».

Ser hijos significa no vivir en el miedo, como los esclavos, sino en la confianza y en el amor. Ser hijos significa poder decir desde el fondo del corazón, y movidos por el Espíritu, «Abbá, Padre». Significa que somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo»: hijos en el Hijo, hermanos del Hermano mayor, partícipes de sus sufrimientos, pero también de su glorificación.

Es un Dios cálido el Dios bíblico. La Escritura se preocupa más de decirnos cómo actúa ese Dios que cómo podemos entender el misterio de su unidad y su trinidad. Como cuando Jesús quiso dejarnos un retrato de su Padre, no con teologías razonadas, sino identificándolo con el padre del hijo pródigo.

 

¿Creemos en ese Dios de la Biblia y vivimos según esa fe?

En un mundo como el nuestro, en el que parece estar de modo ser ateos, o al menos agnósticos, en el que Dios no cuenta en los programas ni de los pueblos ni de muchas personas, hoy nos enfrentamos a una interpelación personal: ¿quién es Dios para mí? ¿es un Ser supremo al que le tengo miedo, o es un Padre y un Hermano que está cercano a mí y me quiere llenar de vida?

¿Creemos de veras, aunque no le entendamos plenamente, en ese Dios que se presenta él mismo como compasivo y misericordioso, rico en clemencia y lealtad? ¿Podemos decir con sinceridad «dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad»? ¿Sentimos dentro de nosotros el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús, que nos hace «gritar» Abbá, Padre? ¿Pensamos en nuestro futuro como en una herencia gloriosa que nos espera, porque estamos unidos a Cristo, el Señor Resucitado, que nos hará partícipes de su alegría y de su plenitud de vida?

Si de veras nos sentimos hijos en la casa de Dios, y herederos de sus mejores riquezas, si cada día rezamos a Dios llamándole «Padre nuestro», ¿por qué ponemos la cara de resignados que a veces ponemos? Si, además, comunicamos a otros esa imagen de Dios, tal vez habría menos ateos y agnósticos. ¿De qué Dios reniegan los que se dicen ateos? ¿qué imagen de Dios tienen en su cabeza para reaccionar así? Según qué idea tienen de Dios, uno piensa que más vale que sean ateos, que no crean en ese Dios. Pero si alguien les presentara los retratos de Dios que las lecturas de hoy nos ofrecen, del Dios de la Biblia, ¿seguirían negándose a aceptarle en sus vidas? Si vieran que nosotros no creemos en un libro o en una doctrina o en un Ser lejano, sino que vivimos como hijos y como hermanos y movidos por el Espíritu, y que de ahí sacamos la fuerza y los ánimos para amar, para estar más unidos en la comunidad, para luchar por la justicia y para construir un mundo mejor, tal vez sería más creíble nuestro testimonio, y haríamos más fácil el acceso de otros a ese Dios.

 

Nuestra vida, «trinitaria» de principio a fin

Hoy no es un día para intentar explicar el «misterio de la Trinidad», sino de recordar cómo ha actuado y sigue actuando Dios en bien nuestro y cómo toda nuestra vida está marcada y orientada por su amor:

* ya en el Bautismo fuimos signados y bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», envueltos, por tanto, ya desde el principio, en su amor;

* en la celebración de la Eucaristía, al principio nos santiguamos en su nombre, el presidente nos saluda en su nombre, y el final nos bendice también en el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo;

* cantamos el Gloria y el Credo, centrados en la actuación de las tres divinas Personas; y el sacerdote, en nombre de la comunidad, siempre dirige la oración al Padre, por medio de Cristo y en el Espíritu;

* en la «doxología» o alabanza final de la Plegaria Eucarística, se dice solemnemente cuál es la dirección de toda nuestra alabanza: «por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria»;

* ¿cuántas veces, durante nuestra vida, nos santiguamos a nosotros mismos en el nombre del Dios Trino, recordando nuestra pertenencia a él?;

* ¿cuántas veces rezamos esa breve y densa oración que es el «Gloria al Padre», como resumen de nuestras mejores actitudes de fe?

Realmente se puede decir que todos «somos trinitarios», que estamos invadidos del amor y la cercanía de ese Dios Trino. Eso es lo que puede darnos fuerzas para seguir con confianza el camino de Jesús en nuestra vida.

José Aldazábal
Domingos Ciclo B

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