08 mayo 2024

Comentario: La Ascensión del Señor, 12 mayo

 Con la ascensión a los cielos concluye Jesús su etapa terrena, su presencia visible en el tiempo. A partir de entonces serán otros los que asuman su protagonismo en la acción histórica: el Espíritu Santo y los bautizados por el Espíritu Santo; el Espíritu Santo y los apóstoles. Luego la Ascensión marca la frontera entre una etapa que se cierra (la de Jesús en el mundo) y otra que se abre (la de sus discípulos). Con ella se inicia el momento histórico de la Iglesia, el momento de los apóstoles del Resucitado, nuestro momento como testigos.

Por eso, aparecen tan ligados el tiempo de la ascensión y el del envío: la ausencia histórica y visible de Cristo coincide con la presencia efectiva de sus enviados, esos que salen por el mundo para anunciar el evangelio. Hablo de ausencia histórica y visible del Señor, porque su ascensión o vuelta al Padre no significa ausencia en todos los sentidos. Cristo sigue presente. Él mismo nos lo hace saber: Yo mismo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Sin embargo, ya no estará entre nosotros como un personaje de nuestro mundo, sino de otra manera, quizá más íntima y menos limitada, pero también más misteriosa, mediada por sus sacramentos y sus representantes. Precisamente por no estar sujeto a límites de espacio y tiempo, podrá estar no sólo entre nosotros, sino también dentro de nosotros, que es un estar más misterioso, pero a la vez más hondo y efectivo; y además con el poder pleno que le da su condición de ascendido al lugar que le corresponde en cuanto Hijo, la derecha del Padrepor encima de todo principado, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, teniéndolo todo bajo sus pies. Este mismo poder es el que concederá a sus apóstoles para que hagan lo que les corresponde hacer en cuanto enviados, para que hagan cristianos.

Hacer cristianos es la tarea que se encomienda a sus enviados, tanto al Espíritu Santo, que actúa desde dentro y por dentro, como a los apóstoles, que actúan desde fuera con dos acciones fundamentales: bautizando y enseñando, enseñando y bautizando. Tal es su modo de hacer cristianos y, por tanto, Iglesia. Tanto bautizar como enseñar requiere de testigos que actúen con la fuerza del Espíritu: Espíritu y ungidos del Espíritu. En esta conjunción de fuerzas se lleva a cabo esta tarea que consiste en completar lo que inició Jesús, su misión salvífica.

Luego la ascensión de Jesús nos está diciendo que ha llegado nuestra hora, la hora del relevo, la hora de tomar el testigo que él deposita en nuestras manos para continuar su labor con la fuerza de su Espíritu hasta el final. Se trata de la encomienda de Jesús resucitado a sus apóstoles. A ellos es a quienes da esta consigna: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.

En este imperativo se encuentra resumida la misión de la Iglesia, conformada en este momento histórico por los Once. Jesús, que había salido para proclamar el evangelio del Reino y que ahora ha pasado a otra dimensión, les pide a sus discípulos más directos que prolonguen su misión en el mundo, que es esencialmente la de seguir anunciando la llegada del Reino, pero al mismo tiempo amplía los límites de esta misión extendiéndola al mundo entero. Si esto es así, no podrán darla por finalizada hasta alcanzar estos límites.

Jesucristo manifiesta, pues, su voluntad de llevar este mensaje a todos los hombres sin distinción, al mundo entero. Para que esto se haga realidad, aquellos mensajeros tendrán que ponerse en camino, pero como no les bastará para llevar a cabo esta tarea con una vida, tendrán que establecer sucesores que continúen su labor en la historia. Esto explica la existencia de los obispos como sucesores de los apóstoles y la obra inmensa protagonizada por algunos misioneros como san Pablo.

Y si el empeño de Jesús es que este anuncio llegue a todos los hombres, será porque concede mucha importancia a este conocimiento como vía de salvación. Ello confiere una gran relevancia a las palabras que siguen: El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. La salvación se hace depender de la fe, y la fe va ligada a un acto de adhesión y compromiso que es el bautismo. Bautizarse es recibir el agua bautismal que significa la vida naciente y la limpieza proporcionadas por el Espíritu; pero semejante recepción debe ir precedida de un profundo acto de fe, que es al mismo tiempo acto de adhesión y compromiso. Se trata, pues, de una fe comprometida, que quiere ser coherente con un determinado estilo de vida.

Todo ello permite afirmar: el que crea el mensaje que se le anuncia (el evangelio del Reino) y asuma y mantenga los compromisos bautismales hasta el final de sus días, se salvará. Pero esta sentencia tiene también su reverso: el que se resista a creer, será condenado. La condena no recae sin más en los que no creen, sino en los que se resisten a creer. Tiene que haber resistencia, obstinación, contumacia, culpables. Porque si tal resistencia se debiese a otros factores ambientales o educacionales que pudieran eximir de culpa a la persona en cuestión, habría que dejar abierta la puerta de la salvación para ella, aun pareciendo cerrada la puerta de su fe. ¿Cómo no admitir esta posibilidad teniendo por juez al que, colgado en la cruz, pidió el perdón para sus enemigos: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen?

Les excusa en razón de su parcial ignorancia. Es verdad que Jesús no incorpora estas disquisiciones propias de teólogos y moralistas; al menos no han quedado reflejadas en el evangelio. Pero de lo que sí tenemos constancia es de sus actuaciones, inspiradas en la misericordia, y de su enseñanza lineal. No sabemos qué grado de resistencia merecerá; pero tendrá que ser un tipo de resistencia que rechace con desprecio la salvación que se le ofrece, consciente de la gravedad del acto. Jesús se encontró de hecho con la incredulidad real de los fariseos y con la pública condena de los miembros del Sanedrín.

Hoy nos encontramos con la incredulidad difusa y resistente propia de una mentalidad positivista muy difundida en nuestra sociedad. ¿Será suficiente esta resistencia generalizada para merecer la condena o será preciso una resistencia más personalizada y endurecida por el odio? ¿Es posible mantener esta resistencia hasta el final si no media una cierta ignorancia o la convicción de estar solos ante la muerte sin la posibilidad de recurrir a Dios dado que se le cree inexistente? Pero ¿puede mantenerse esta convicción sin dudas?

Muchas preguntas para pocas respuestas. Sin embargo, la frase de Jesús sigue resonando en el aire como una advertencia: la advertencia de aquel que ha dado la vida para proporcionarnos el acceso a la salvación. La condena es sólo privación de salvación o de Dios. Y hay quienes de facto desean vivir sin Dios, aunque quizá sin un Dios que, por los motivos que sea, se les hace odioso o poco amable, siendo así que el Dios verdadero es objetivamente el supremamente amable, puesto que es el Bien sumo.

Nuestro destino –aquel al que estamos llamados-, como el de nuestro ejemplar glorioso, es una ascensión. Por eso, dado que nuestra meta está en la cumbre, nuestro camino tiene que ser también un continuo ascender. Y para lograrlo tenemos que poner todas nuestras energías al servicio de este objetivo. Se requiere, pues, concentración y esfuerzo. Y cuanto más cerca nos veamos del final más estimulados y esperanzados hemos de sentirnos por llegar.

Ascender es algo que nos es connatural. Nosotros mismos somos el último eslabón de una cadena evolutiva. Es muy posible que nuestro deseo de ascender esconda ambición terrena; pero tras esta ambición puede ocultarse un profundo anhelo de ser más, de ser lo que estamos llamados a ser, de ser semejantes a ese Dios a cuya imagen hemos sido creados. Y nuestro Ejemplar –como nos recuerda san Ireneo- no es otro que el Hijo de Dios encarnado y glorioso.

Dios nos ha creado y redimido para alcanzar esa altura sobrehumana, la misma a la que ha sido elevado el Ascendido y Entronizado a la derecha del Padre. Pero para ascender hay que crecer más allá incluso de nuestra propia estatura natural, a la medida de Cristo en su plenitud. Y para ello disponemos no sólo de nuestras fuerzas, sino del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos fue dado en Pentecostés.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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