21 abril 2024

Un solo rebaño

 

Un solo rebaño

1.- «Entonces, Pedro, lleno del Espíritu Santo…» (Hch 4, 8) Había un revuelo que no acababa de calmarse, unos hombres que siguen hablando de Jesús de Nazaret, al que los jefes del pueblo habían ajusticiado por falso Mesías… Pero lo sorprendente es que no sólo son palabras las que anuncian semejante noticia. Unos signos prodigiosos confirman la doctrina que predican y, lo que es más, una vida de heroísmo y de entrega total ratifica el mensaje que proclaman.

En este pasaje es la curación de un cojo de nacimiento, de un pordiosero de cuerpo retorcido, que repetía monótono su cantinela de pedigüeño. Pedro le dijo simplemente: «No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, anda». Y el milagro se produjo. Era increíble, en nombre de Jesucristo el Nazareno, en nombre del que había muerto recientemente en una cruz, como un malhechor cualquiera.

Pedro, lleno del Espíritu Santo, responde con claridad y fortaleza. Y nada menos que ante el Sanedrín, el Tribunal Supremo de Israel. Una confesión valiente y decidida, tan distante de sus pasadas negaciones ante una esclava y un grupo de siervos. Pedro, el Vicario de Cristo, hablaba con libertad, con una claridad meridiana… Hoy también es preciso que resuene la voz de Pedro, con claridad y energía. Vamos a pedirle a Jesús que ilumine y fortalezca, también hoy, al Pedro de nuestro tiempo. Para que siga hablando con voz tan firme y clara que disipe tanta oscuridad como nos circunda.

«Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que ha venido a ser la piedra angular» (Hch 4, 11) La piedra angular, la que cierra el arco, la que hace de cuña, la que contrarresta las dos fuerzas contrarias del ángulo curvilíneo, la que sostiene, la que culmina. Piedra fundamental y particularmente preciosa. Eso es Cristo para la salvación de los hombres, para la liberación de su pueblo… Pero vino al mundo y el mundo no le conoció; vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Pobre hombre, qué torpe eres. Pobre israelita, qué ignorante. Tanto tiempo deseando que llegara el que había de venir, y cuando llega le rechazas, le desprecias, le crucificas.

«Y no hay salvación en ningún otro; pues ningún otro nombre debajo del cielo es dado a los hombres para salvarnos». No hay otro camino que Cristo, no hay otra piedra angular. Sólo Él puede salvar al hombre, sólo Él puede sostener el edificio de nuestra vida personal. Esa vida que tantos vaivenes sufre, esa vida capaz de las mayores alegrías y de las más profundas amarguras. Cristo es nuestro consuelo, nuestro refugio, nuestra solución clara y definitiva. Todas las demás serán siempre soluciones provisorias, un pequeño remiendo para tapar de momento un roto.

Llena tú, Señor nuestro, esta vida tan sin sentido a veces. Remata este arco de nuestra existencia, contrarresta con tu presencia estas dos fuerzas contradictorias que a menudo desgarran nuestra vida. Sé nuestra piedra angular, culmina la armonía y la belleza de este edificio tan complejo de la vida humana.

2.- «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117, 1) Sin duda que la gratitud es uno de los sentimientos que más afloran en los salmos, la oración inspirada por Dios que la Iglesia mantiene y pone en boca de sus sacerdotes y orantes, expresión de esos gemidos inenarrables que, según San Pablo, el Espíritu profiere desde el fondo de nuestra alma. La gratitud es también el sentimiento que más abunda en la oración de Jesús, según nos testifican los evangelios. Casi siempre que el Maestro ora en voz alta, salen de sus labios expresiones cargadas de gratitud al Padre, por uno o por otro motivo.

De cara a Dios es lógico que así sea, pues siempre estamos recibiendo bienes de su amor infinito, detalles que nos manifiestan su poder y su benevolencia incesante. Por eso, sigue diciendo el salmo, es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los poderosos. Estos no siempre pueden ayudarnos, a pesar de su poder, o no quieren hacerlo porque no entra en sus cálculos, cosa que suele ocurrir con frecuencia.

Hay que reconocer, aunque es triste, que el hombre es de forma habitual un egoísta, que busca sólo su provecho personal, incluso cuando ayuda al menesteroso. Cuántas veces la caridad no ha sido más que una máscara para conseguir acallar nuestra conciencia, o para conseguir otros fines meramente materiales. En realidad eso no es caridad, no es el amor de Dios que el Señor ha derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado.

«La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular» (Sal 117, 22) Los constructores de Israel esperaban la piedra de fundamento, para asentar sobre ella todo el edificio de la casa de Jacob. Esa piedra angular que remataría el edificio y le daría consistencia de eternidad. Pero no supieron descubrir dónde estaba aquella piedra. Desearon durante siglos y siglos que llegara el Mesías, y cuando llegó no le reconocen, e incluso le crucifican. Desde entonces la construcción de Israel se hizo penosa, imposible en realidad. Edificar sin asentar la construcción en la roca viva que es Jesucristo, equivale a exponerse a un derrumbamiento inexorable.

También nosotros prescindimos a menudo del Señor en nuestras construcciones. Edificamos sin preocuparnos de hacerlo sobre la única base que sostendrá nuestro esfuerzo. Por eso, ocurre con frecuencia que todo se nos viene abajo, o se nos tambalea peligrosamente. La vida es larga y pródiga en contradicciones, son muchos los momentos en que las circunstancias no sólo no son favorables sino que, por el contrario, nos son adversas. Por eso es necesario tener una base sólida, apoyarse en Dios, ese único apoyo inconmovible que hace posible la permanencia perseverante en las decisiones que han determinado nuestra vida.

3.- «Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos…» (1 Jn 3, 1) Hermano mío, querido hermano mío. Aunque no te conozco, aunque no me conoces, te ofrezco mi fraternidad, cree que pienso en ti con afecto, con el deseo de proporcionarte un poco de paz interior, al menos. Cree que estoy rezando a Dios por ti, que le estoy pidiendo por todo lo que tu corazón anhela, por todo lo que puede conducirte a la salvación definitiva.

Escúchame, mira con atención la grandiosa realidad que te voy a mostrar. Me refiero al amor que Dios nos ha tenido y nos tiene. Se trata de un amor distinto, ancho como el mar, infinito como los cielos. Y ha sido ese amor el que nos ha levantado del cieno en donde yacíamos revueltos, a punto de ahogarnos. Nos ha hecho hijos suyos. ¿Te das cuenta? ¡Hijos suyos! ¡Hijos de Dios!…Qué torpes somos, qué faltos de inteligencia, qué inconscientes. Pero no importa, de todos modos somos hijos de Dios. No lo olvides, mí querido hermano: hijos de Dios. ¡Qué maravilla!

«Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos» (1Jn 3, 2) Sigue el hagiógrafo usando el mismo tono afectivo. Las palabras de Juan vienen impregnadas de cariño, envueltas en la fragancia del más puro amor. Con ello intenta llegar hasta la fibra más sensible de nuestro corazón. Trata de prender en el fuego de nuestra intimidad la llama viva del amor. Sólo cuando lo consiga comprenderemos sus palabras, sólo encendidos en amor entenderemos la maravilla inefable de esta nuestra filiación divina.

Es verdad que ahora está en ciernes, es algo que apenas si ha comenzado. Como una planta verditierna que acaba de asomar entre la tierra. De todas formas, somos hijos de Dios, ya, ahora… Pero aún no se ha manifestado la plenitud de esta realidad. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Nos identificaremos con Dios sin ser anulados. Gozaremos personalmente la dicha profunda que jamás acaba… Y mientras, saber esperar. Pero no con una esperanza pasiva e inerte, sino con la esperanza viva del que sale al encuentro del amado que llega, con la ilusión del que abandona las regiones de las sombras y camina decidido hacia la luz.

4.- «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida…» (Jn 10, 11) Jesús se nos presenta como el Buen Pastor. No dice un buen pastor sino el Buen Pastor. Ya el profeta Ezequiel, cuando hablaba de los malos pastores de Israel, vaticinó un pastor único que, a diferencia de aquéllos, se preocupe de apacentar a las ovejas, sea el fiel sucesor de su padre David que arriesgaba su vida por salvar el rebaño de las fieras del campo. Jesús llegará más allá todavía. Él no se limitará a arriesgar la vida por su grey, él morirá por salvarla. Por eso nos dice en este pasaje: Yo doy mi vida por las ovejas. En realidad desde que nació fue entregando su vida por los hombres, día a día iba desgranando su existencia para ayudar a los demás, hasta gastarse del todo en la Cruz.

Pero aquel momento no fue el final. Podríamos decir que fue más bien el principio, el comienzo de una nueva era, la del tiempo mesiánico. Por eso ahora nos vuelve a decir el Señor que da su vida por nosotros. Para esto está presente en la Eucaristía, para ser nuestro alimento y nuestro mejor compañero de camino, para inmolarse como Víctima expiatoria y propiciatoria en el Santo Sacrificio de la Misa. Sí, Jesús sigue vivo y sigue entregándonos su misma vida, para que sea la suya y no nuestra vida la que nos anime y nos impulse a ser sus discípulos fieles, ovejas de su rebaño que conocen su voz, la escuchan y le siguen.

El Señor dice que tiene, además, otras ovejas que no son de este redil. Jesús piensa en las que están fuera, esas que se han extraviado y a las que es preciso ir a buscar y traerlas al mejor redil, el único donde hay seguridad y salvación. Es esa una verdad insoslayable. Es cierto y lógico que a quienes no pertenecen a la Iglesia católica les moleste que digamos que es la única verdadera. Muchos de ellos no admiten ni tan siquiera que haya de haber una sola Iglesia y consideran que la Verdad se encuentra repartida y que nadie se puede arrogar el monopolio sobre esa Verdad. Sin embargo, el Señor ha querido un solo rebaño y un solo pastor. Es cierto que el hombre, ninguno, puede arrogarse ese privilegio de formar el verdadero reducto de salvación, pero también es evidente que Jesucristo ha podido, y lo ha hecho, fundar una sola Iglesia y que fuera de ella no sea posible la salvación.

Demos gracias por estar dentro del redil de Cristo, sin mérito alguno por nuestra parte. Hagamos cuanto podamos para que todos vengan a este redil. Recemos a Dios por la unidad de todos los cristianos, de todos los hombres. Recitemos la oración del mismo Jesús: Que todos sean uno, que todos aceptemos la voluntad del Señor que ha querido, y quiere, que haya un solo rebaño y un solo pastor.

Antonio García Moreno

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