04 abril 2024

¡Sonríe, Tomás inculpado!

 ¡Desde qué púlpito!

Querido Tomás, quiero hacerte saber, por lo que pueda interesarte, que yo estoy de parte tuya. Este es el domingo en que se te pone sin piedad en el banco de los acusados, sometido a un verdadero linchamiento teológico, acusado de fe escasa o, incluso, de falta absoluta de fe. Para ti, en verdad, los exámenes no terminan nunca y siempre te suspenden.
Oyendo a ciertos predicadores, se saca la impresión de que en el grupo de los apóstoles había un traidor, pero también un incrédulo. Tú, precisamente. Son groserías tan evidentes que no merecerían ser tomadas en consideración, si no se repitiesen anualmente también desde púlpitos acreditados.

Yo, desde hace tiempo, voy a controlar el calendario para cerciorarme de que tu nombre no ha sido cancelado de la lista de los santos (una especie de «prohibición de las oficinas públicas»). Y lanzo un suspiro de alivio al constatar que tu fiesta no ha sido aún cancelada: está todavía ahí, colocada en el tres de julio.
Querido Tomás, no pretendo hacer de defensor tuyo de oficio; además no lo necesitas y yo no tengo títulos para ello (sólo he frecuentado escuelas de formación profesional). Te ruego que sonrías por tantas tonterías que se dicen, hoy, de ti (aunque quizás, ya lo hagas). Ten compasión de nuestra presunción.
Todos se sienten con derecho a darte lecciones en asuntos de fe. Todos condenan inexorablemente tu presunción «absurda» de ver, tocar, meter el dedo.
Como si nosotros fuéramos campeones de una fe «purificada», que no necesita ni ver ni tocar. Cuando tenemos que decir que nos manifestamos insaciables en lo que se refiere a apariciones, mensajes de dudosa proveniencia, profecías varias (especialmente de tono catastrófico), prodigios espectaculares. Dan ganas de comentar: ¡de qué púlpito viene la predicación!…
Abundan vírgenes lacrimógenas. Y hombres de Iglesia en vez de educar en la fe, organizan peregrinaciones a lugares donde se ofrecen, a precios competitivos, peligrosos sucedáneos de la fe. Y a propósito de Vírgenes lacrimógenas. La abuela ha dicho una cosa sensata: «Yo no tengo argumentos para juzgar, y por tanto no me pronuncio. Es verdad que una madre llora. También yo he llorado muchas veces. Pero siempre he intentado esconder las lágrimas».
Y luego se tiene el descaro de tomársela con el pobre Tomás, culpable de no fiarse del anuncio de sus amigos. Conozco personas piadosas, y hasta religiosas, curas y frailes, que tienen más familiaridad con libros de dudosas revelaciones privadas que con la palabra de Dios.
Para no hablar de pastores que se sienten seguros únicamente con las cifras y miden la eficacia de su misión por los números. En los boletines de algunos santuarios se llega a dar cuenta, además de las numerosas y generosas ofertas, también de las comuniones distribuidas (y no me gustaría que existiese también un ordenador puesto al día registrando la frecuencia de las confesiones).
Tomás, por favor, ríete de estos maestros que te suspenden en el examen de la fe, mientras ellos la hacen caminar (¿y robustecerse?) con las muletas de un «milagrismo desmedido» y de un «aparicionismo incontinente» (estas dos expresiones no son harina de mi saco agujereado, sino que las he leído en un libro que llevó a casa mi hija teóloga)
Sonríe, Tomás, y perdónales porque no saben lo que dicen (y, desgraciadamente, saben lo que hacen, pero continúan impertérritos haciéndolo).
Muchos hombres de Iglesia, que aun proclamando la bienaventuranza de los que «crean sin haber visto», siguen pensando que la fe nace «después de haber visto», o al menos sospechan que se siente favorecida por el ver.
¿Qué Iglesia?
Nuestro párroco no ha repetido los lugares comunes de siempre, pero ha defendido que tú habrías rechazado «la mediación de la comunidad», o sea, de la Iglesia. Pero yo tendría algo que decir sobre esta postura más matizada. Me pregunto, en efecto: ¿qué mediación? ¿y qué comunidad?
Estoy convencido de que a Cristo se le puede descubrir dentro de la comunidad, siempre, bien entendido, que sea una comunidad pascual, donde circule abundantemente «la esperanza contra toda esperanza»; donde el amor fraterno permite conciliar todas las diferencias y superar los contrastes y las divisiones; donde reine la paz; donde se intercambie el perdón; donde unos sostengan a otros en el esfuerzo de creer y en el empeño de la fidelidad; donde se pongan en común experiencias y descubrimientos; donde se respete la unidad y el valor de cada uno; donde se haga sitio al pobre, al último, al excluido, al desesperado.
Me permito reconstruir así el asunto que se refiere a ti. Tú, desgraciadamente ausente cuando la primera aparición del Resucitado, has salido con esa pretensión porque en la comunidad no has visto ni tocado las señales del acontecimiento sensacional. Has oído las palabras de la resurrección, pero no se te han ofrecido las señales y las pruebas que confirmasen las palabras: «¡Hemos visto al Señor!». Quizás los rostros de tus compañeros no expresaban la alegría de aquel anuncio increíble, que debería haber transformado todo.
Sí, la comunidad cristiana debería ser el lugar en donde se experimenta la bienaventuranza de los que creen «sin haber visto». Pero debería ser también el lugar en que aparecen visibles las huellas de aquél que está presente en medio de los suyos.
Entonces, también aquellos que llegan con retraso, después de haber recorrido fatigosamente caminos tortuosos, descubrirán que son esperados, como lo has sido tú. Y lograrán murmurar humildemente, a la vez que tú: «¡Señor mío y Dios mío!».
Si fuese pintor…
Una última cosa. Te confieso que entre mis sueños prohibidos está el de saber pintar (sin embargo, en asuntos de diseño, siempre he sido un desastre; y menos mal que en la oficina cuento con el ordenador que me dispensa de la humillación de no lograr trazar con la pluma ni siquiera el más mínimo rasgo, ni siquiera una flecha…).
Sí, me gustaría ser pintor para representarte de una manera distinta de la que repiten abusivamente los artistas (en efecto, has sido y sigues siendo maltratado, además de por los predicadores, también por los pintores que siempre te representan con el dedo puesto en la abertura del costado de Jesús).
Yo quisiera ser capaz de presentarte mientras estás de rodillas, con la cabeza que roza el suelo y los ojos cerrados…
En cuanto a los oídos, preocúpate tú de tenerlos cerrados de manera que no tengas que oír las tonterías que se dicen a cuenta tuya. A no ser que te quieras divertir…
A. Pronzato

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