Concluye la octava de Pascua
Dentro de la Cincuentena Pascual, tiene personalidad propia esta primera semana que hoy acaba, la «octava de Pascua», que se celebra como un único día. Hoy, en el prefacio, todavía decimos: «en este día en que Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado».
La tercera edición oficial del Misal Romano (año 2002) le da a este domingo el nombre de «Domingo II de Pascua o de la divina misericordia». Lo cual no significa ninguna fiesta nueva, ni ningún cambio en los textos del domingo. Es antigua tradición en diversas liturgias (como en la hispánica) distinguir los domingos con un título que alude a sus contenidos: «el domingo de Lázaro», o «de la samaritana», o «del Buen Pastor». A este mismo domingo otros le llaman «domingo de Tomás». Desde muy antiguo, se le ha llamado también «dominica in albis», porque en Roma, durante toda esta octava, los neófitos conservaban el vestido blanco que habían recibido en el Bautismo de la Noche pascual, y el domingo de la octava se despojaban de él: por eso se llamaba a este domingo «in albis», o sea, «in albis deponendis», «el domingo en que se despojan ya de los vestidos blancos». Por influencia de una santa polaca, Faustina Kowalska, se ha generalizado en Polonia, y después en otras partes, esta «devoción a la divina misericordia». Pero el decreto con que se estableció el nuevo nombre de este domingo, el año 2000, indica claramente que seguimos celebrando la Pascua del Señor, precisamente en su día octavo, y que no cambian los textos bíblicos ni las oraciones de este domingo.
Hoy es un buen día para dirigir la atención de la comunidad hacia la realidad del domingo, como día en el que de modo privilegiado «se aparece» el Señor a los suyos: el «primer día» de la semana, y luego «a los ocho días», o sea, de nuevo el primer día, pero de la semana siguiente.
Hechos 4, 32-35. Todos pensaban y sentían lo mismo
La página que leemos hoy es el llamado segundo «sumario» que incluye Lucas en su relato: una visión global de la vida de aquella primera comunidad. Una visión un tanto idealizada, pero que expresa la que tendría que ser identidad característica de una comunidad cristiana, transformada por la experiencia de la resurrección del Señor y la infusión de su Espíritu.
A la vez que daban testimonio valiente de Cristo Jesús, vivían con un estilo fraterno de unidad: «todos pensaban y sentían lo mismo», y esa solidaridad afectiva se traducía en hechos: «lo poseían todo en común… vendían sus posesiones y ponían el precio a disposición de la comunidad» y «nadie pasaba necesidad».
El salmo responsorial, más que comentar la lectura 1ª, sintoniza con la Pascua que estamos celebrando: «hay cantos de victoria en las tiendas de los justos», y nos invita a alabar a Dios: «dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». En ningún tiempo como en este tenemos motivos para expresar esta alegría, porque sigue siendo «el día en que actuó el Señor y tiene que ser nuestra alegría y nuestro gozo».
1 Juan 5, 1-6. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo
No empezamos a leer la carta de Juan en orden, sino con un pasaje de su último capítulo.
El autor trata sus varios temas preferidos en una sucesión dinámica y cíclica: creer en Jesús, nacer de Dios, amar, cumplir los mandamientos, vencer al mundo…
Al final aparece el binomio «agua y sangre», acompañado del Espíritu, que es quien da testimonio de la verdad.
Juan 20, 19-31. A los ocho días, se ¡es apareció Jesús
Por una venerable tradición, se lee cada año en este domingo el evangelio en el que Juan nos cuenta las dos apariciones del Resucitado a los apóstoles: el «primer día de la semana», en ausencia de Tomás, y «a los ocho días», ahora con la presencia del incrédulo, que tiene la ocasión de expresar su fe con una confesión muy afortunada: «Señor mío y Dios mío».
Las dos veces el saludo de Jesús es un saludo de paz que les llena de alegría: «¡shalom!». Pero el encuentro es también de misión, «así también os envío yo», y de donación del Espíritu, «recibid el Espíritu Santo». Para Juan la infusión del Espíritu sucede en el día mismo de Pascua, y no a los cincuenta días, como en el relato de Lucas.
La donación del Espíritu y la misión tienen un contenido muy importante: «a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (este es el motivo por el que desde la Iglesia de Polonia se ha pedido que este domingo se llame también «de la misericordia divina»).
2
Se llenaron de alegría al ver al Señor
La noticia pascual por excelencia —que Cristo vive y nos está presente—, sigue resonando hoy con fuerza para todas las comunidades cristianas del mundo. El Resucitado es el mismo que el Crucificado, y por eso enseña las llagas de sus manos y de su costado. Pero también el Crucificado es ahora el Resucitado, que vive para siempre.
La aparición de Jesús a los suyos el primer día, y luego el día octavo, les llena con razón de alegría. Esa misma resurrección y presencia es la razón de ser de la confianza que rezuma la carta de Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» .
Continúa además, al final de esta octava, el carácter bautismal de nuestra comunidad, porque es todavía muy reciente la experiencia de los bautizos y tal vez de las Confirmaciones. La oración colecta, aludiendo a los sacramentos de iniciación, que son también los sacramentos más pascuales, pide la gracia de que «comprendamos mejor que el Bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la sangre nos ha redimido». En la oración sobre las ofrendas también afirmamos sentirnos «renovados por la fe y el Bautismo», camino de la eterna bienaventuranza.
Una comunidad «pascual»: ¿cuadro utópico?
En el libro de los Hechos de los Apóstoles podemos espejarnos en verdad las comunidades cristianas de todos los tiempos.
Es una comunidad de creyentes. El primer fruto de la Pascua de Cristo y de la bajada de su Espíritu en Pentecostés es una comunidad transformada por el gran acontecimiento: «¡hemos visto al Señor!». Son el grupo de los que creen. Como dice Juan en su carta, «el que cree ha nacido de Dios», y además «el que ha nacido de Dios, vence al mundo».
Es una comunidad sacramental. Los que creen y reciben el Bautismo, agregándose a la comunidad, además de celebrar la Eucaristía, son depositarios de otro signo sacramental, el de la Reconciliación: «a quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados».
Es una comunidad misionera que crece. «Yo os envío», dice Jesús a sus apóstoles, y el libro de los Hechos nos va describiendo con qué valentía daban testimonio de Jesús, el efecto que su estilo de vida iba produciendo en su entorno y cómo muchos se les iban agregando. No es una comunidad cerrada, sino abierta y misionera, que, a pesar de las persecuciones, «da testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor».
Es una comunidad experta en dolor. Ahora ya está formada por personas que «no han visto a Jesús», que tienen, por tanto, mérito en su fe, y que por eso a veces tienen la tentación de la duda. Una comunidad que ya desde el primer siglo es perseguida por un mundo hostil o indiferente. El libro de los Hechos nos contará muchos de estos momentos difíciles, que van superando apoyados en la fe y la esperanza en Cristo Jesús.
La carta de Juan, además, nos presenta a una comunidad de renacidos y vencedores: esta es la energía y la vitalidad que la Pascua del Señor comunica a los suyos: «el que cree ha nacido de Dios, y el que ha nacido de
Dios, vence al mundo». No se trata de triunfalismos, pero sí de un estilo más positivo, dinámico, de los que no sólo creen en la resurrección de Cristo, sino que se dejan contagiar vitalmente de sus valores, desterrando todo lo «antipascual» que pueda tentarnos: la tristeza, la pereza, el pesimismo, el egoísmo, el conformismo…
Es un buen espejo para que nos examinemos nosotros hoy: nuestras comunidades cristianas, parroquiales o religiosas, ¿tienen estas cualidades que admiramos en la primera? Puede parecemos un poco utópico el cuadro «pascual» que nos presenta Lucas (seguramente está idealizado: basta seguir leyendo en los capítulos siguientes). Pero es el programa de vida nueva al que Dios nos invita al unirnos al Resucitado y dejarnos guiar por su Espíritu. Es un reto para toda comunidad cristiana de hoy: ¿en qué se va a notar que los cristianos celebramos la Pascua?
Una comunidad fraterna y solidaria que nos interpela
El aspecto que la página que leemos hoy en los Hechos resalta más es que esta comunidad de Jerusalén es una comunidad fraterna y solidaria. «Lo tenían todo en común y nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía».
Los creyentes no comparten sólo su fe, sino también se muestran solidarios: «vendían sus posesiones y ponían el dinero a disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno». Es una comunidad fraterna, unida hacia dentro. Con el resultado de que «ninguno pasaba necesidad».
También en este aspecto puede haber idealizado algo Lucas la situación de aquellos primeros cristianos, que, como nosotros, también eran personas débiles, aunque estuvieran movidos por una convicción y un fervor típicos de los comienzos de un movimiento. Más adelante leemos, por una parte, un ejemplo edificante: el de Bernabé, que vende sus campos y pone su precio a disposición de la comunidad (Hch 4, 36s). Pero, por otra, tenemos el caso de Ananías y Safrra (Hch 5, lss), que intentan engañar a la comunidad respecto a sus bienes. No debió durar mucho este «comunismo cristiano de bienes», porque vemos cómo Pablo en sus cartas promueve en otras comunidades más ricas una campaña de solidaridad a favor de los de Jerusalén.
Pero la afirmación de Lucas responde ciertamente a una realidad de unión fraterna en buena parte conseguida en aquella primera comunidad, y que es lo que tal vez más impactó más y atrajo a los que veían de ese estilo de vida.
Este pasaje nos interpela seriamente a nosotros. ¿Somos solidarios? ¿somos capaces de cumplir el consejo de Jesús a aquel joven: «vende lo que tienes y dalo a los pobres»? ¿estamos dispuestos en la práctica a hacer partícipes a otros de nuestros bienes? ¿nuestra solidaridad es de palabra, o toca también al bolsillo? ¿hablamos de «globalización» creyendo lo que decimos?
Eso se puede cumplir (o dejar de cumplir) en el nivel internacional, en que somos conscientes de la escandalosa y creciente diferencia entre países ricos y pobres, y también en el más doméstico: porque también en nuestra sociedad, y hasta en la propia familia, hay personas necesitadas de nuestra ayuda. A eso nos mueve no sólo la estricta justicia social, sino más todavía la caridad cristiana. Como dice Juan en su carta, «el que no ama a su hermano, a quien ve, es incapaz de amar a Dios, a quien no ve» (Un 1,20).
¿Se podría decir de nosotros, no sólo por nuestra fe teórica, sino también por nuestra caridad y solidaridad fraterna, que «Dios los miraba a todos con mucho agrado», como Lucas afirma de los cristianos de Jerusalén?
Los domingos se nos «aparece» el Señor
Otra dimensión importante de la comunidad cristiana, ya desde el principio, es la de comunidad eucarística, que se reúne cada domingo para celebrar el memorial de la Pascua que Jesús les ha dejado en testamento. Para los cristianos, cada domingo es la Pascua semanal.
Hoy parece como si el evangelio nos quisiera transmitir una «catequesis del domingo cristiano». La primera de las apariciones que nos cuenta Juan sucede «el día primero de la semana», y la segunda «a los ocho días», o sea, de nuevo el primer día: pero de la semana siguiente, lo cual apunta a nuestra marcha constante, semana tras semana, hacia la plenitud de los tiempos.
Uno podría preguntarse si en los días intermedios no tuvieron aquellos discípulos la convicción de la presencia del Resucitado. Jesús se había despedido diciendo: «estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Pero aquí Juan parece como si quisiera convencernos de que es en este día del domingo cuando de un modo privilegiado experimentamos la gracia de la presencia del Señor.
La reunión dominical es un momento muy significativo en que nos reunimos en torno a Cristo («donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo»), escuchamos su Palabra y participamos en el memorial de su sacrificio pascual, comulgando con su Cuerpo y Sangre.
Vale también hoy lo que ha sido lema y consigna desde el principio de la Iglesia: la «comunidad del Señor» se reúne en «el día del Señor» para celebrar la «cena del Señor».
Ser fieles a esta convocatoria eucarística del domingo es como una garantía de que los cristianos seguiremos creciendo en la unión con Cristo, en la pertenencia a su comunidad y en la vida de fe. La Eucaristía dominical es como una inyección de esperanza y el motor para vivir «endomingados» toda la semana.
Creer en tiempo de dudas
El que Tomás tuviera dudas puede resultar estimulante para nosotros: «si no meto la mano en su costado, no lo creo». No creyó a lo que le decían sus hermanos de comunidad. A todos nos viene la tentación de pedir a Dios pruebas de su cercanía, como un «seguro de felicidad» o poco menos. Quisiéramos tal vez «ver el rostro de Dios» (como en el AT había sido el deseo de Moisés y de Elias), o recibir signos de que nuestro camino es el bueno. Algunos, incluso, tienen un excesivo afán de milagros y apariciones en los que basar su fe. Queremos «ver» para poder «creer». Mientras que Jesús llama bienaventurados a los que creen sin haber visto.
Todos podemos tener dudas y momentos de crisis en la fe: o porque Dios parece haber entrado en eclipse, o porque se nos han acumulado las desgracias que nos hacen dudar del amor de Dios, o porque las tentaciones nos han llevado por caminos no rectos o porque nos hemos ido enfriando en nuestro fervor inicial.
No es que sea buena la duda en sí. Sobre todo si es sistemática, puede resultar casi patológica e impedirnos seguir el camino con ilusión. Pero la duda tiene también aspectos positivos. Dudar puede significar que no ponemos nuestra confianza en cosas superficiales, que somos peregrinos siempre en búsqueda. Dudar puede significar que nuestra fe no se basa sólo en que nuestra familia nos la ha transmitido, sino que, además de ser don de Dios, es también conquista nuestra, que pide nuestro «sí» personal, en medio de la ventolera de ideas que hay a nuestro alrededor, que puede hacer tambalear nuestras seguridades en un momento determinado.
Podemos aprender de la duda de Tomás a despojarnos de falsos apoyos, a estar un poco menos seguros de nosotros mismos y aceptar la purificación que suponen los momentos de inseguridad, sabiendo creer en el testimonio de la comunidad que, desde hace dos mil años, nos anuncia de palabra y de obra la presencia del Resucitado, aunque no le veamos.
Nosotros pertenecemos a esas generaciones que tienen más mérito que la primera al creer en Cristo, porque no hemos oído ni visto ni tocado personalmente y, sin embargo, creemos en él. Se nos aplica lo que Jesús dijo al incrédulo Tomás: «porque me has visto, Tomás, has creído: dichosos los que crean sin haber visto».
Tanto en los momentos en que en nuestra vida brilla el sol como cuando hay nubarrones que nos hacen tener miedo o dudas, debemos imitar a Tomás en la segunda de sus actitudes, en su fe, que nos haga decir también a nosotros: «Señor mío y Dios mío» y nos haga vivir de acuerdo con esa fe.
Ojalá a los que no «vemos» personalmente a Jesús nos resulte fácil «descubrirle» presente por el testimonio de su comunidad. Si la comunidad eclesial, si cada familia cristiana, fueran como la que dibuja Lucas —unida, alegre, abierta, solidaria, rica en fe y esperanza— no necesitaríamos milagros ni apariciones para creer en Jesús. Su «aparición» serían las personas que dicen creer en él y, en efecto, imitan su estilo de vida y crean a su alrededor un espacio de esperanza. No hace falta que la Iglesia sea perfecta, sino que en medio de sus debilidades o dificultades, de dar testimonio creíble de esa buena noticia que es la presencia viva del Señor.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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