1. Poder y autoridad
En los grupos y sociedades que se constituyen y organizan libremente, se marcan objetivos, se dan normas y medios para alcanzarlos y perdurar en el tiempo. Al frente se coloca un jefe, director o presidente, y se le otorgan unos poderes. No es raro escuchar a los elegidos o designados, afirmar, en los discursos de toma de posesión, que asumen el poder para “servir”, para servir a todos, o incluso para estar al servicio de los más desfavorecidos; no está mal como declaración de intenciones.
No siempre las personas elegidas tienen el carisma o la autoridad necesaria para liderar a la comunidad. La tentación es abusar
del poder, o convertirse en funcionario, o aprovecharse del cargo para medrar y enriquecerse. La comunidad humana o eclesial siempre estará necesitada de personas que le sirvan y ayuden, que la alienten y animen; lo que no es tan claro es que necesiten jefes que las dominen.
– En el tiempo pascual contemplamos los primeros pasos de la iglesia naciente. Los discípulos han experimentado en comunidad que Jesús vive, y han recibido la misión: “sois mis testigos”. Pero él no estará presente físicamente. Como todo grupo humano tendrán que organizarse, distribuir funciones, establecer criterios y normas de acción, sabiendo que son los otros, no ellos, el polo de referencia de la misión.
Jesús quiere definir la función y el modo de ejercer la autoridad en la iglesia. En una ocasión, justo en el momento en que acababa de anunciar su muerte, “se suscitó una discusión -entre los discípulos- sobre quién de ellos sería el mayor” (Lc 9,46). A la petición de dos de ellos -con indignación de los demás- de ocupar en el reino los puestos de máximo poder, “sentarse a su derecha y a su izquierda”, Jesús hace un diagnóstico certero y deja bien clara la misión: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor… de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,25-28).
2. Pastor
La mayoría de los pueblos del Próximo Oriente se dedica a la crianza y al pastoreo del ganado y conocen bien la profesión del pastor; requiere valor, dedicación, vigilancia y celo en el cuidado del rebaño. Teniendo en cuenta estas cualidades, la imagen del pastor ha servido para ilustrar la función de deidades y personajes importantes que están al frente de una colectividad. La literatura griega y egipcia otorgaban el atributo de “buen pastor” a los reyes y a las deidades. Amón, dios de la ciudad de Tebas, es el “buen pastor”; en el A.T. Dios es quien reúne y custodia “como un pastor el rebaño desvalido”. El profeta Isaías dirá que “en su pradera serán apacentados los primogénitos de los pobres, y los menesterosos se acostarán seguramente” (Is 14-30). En los salmos y los textos proféticos se ha preparado adecuadamente el camino para la definición que ofrece Jesús de sí mismo cuando dice que es “el buen pastor que da la vida por sus ovejas”.
En un contexto de confrontación y polémica con los fariseos y quienes se consideraban “pastores de Israel” Jesús recurre a la imagen del pastor, tan familiar en la tradición y cercana en la experiencia cotidiana del pueblo. En el capítulo anterior, el evangelio de Juan nos narra la escena de la curación del ciego de nacimiento y su enfrentamiento y discusión con los fariseos, que, ante la impertinencia del ciego, “le expulsaron”,le echaron fuera. Jesús, en cambio, aparece ahora en la alegoría como el buen pastor que “tiene otras ovejas que no están en el redil”; “también a éstas tengo que atraerlas para que escuchen mi voz”.
“Ellos no comprendieron lo que les hablaba” (Jn 10,6). Por eso, les dijo de nuevo: “Yo soy el buen pastor”. Como trasfondo la profecía de Ez 34 en que se critica a los pastores de Israel y se les comunica que Dios mismo sería el pastor de su pueblo: “Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza… ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!” (v.2); “No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a las enfermas, ni curado a la que estaba herida. No habéis tornado a la descarriada, ni buscado a la perdida sino que las habéis dominado con violencia y dureza” (v.4); “Pastores, escuchad…” (vv 7.9). “Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él (v.11). “Yo suscitaré un solo pastor que las apacentará, mi siervo David” (v.23). Yo soy el pastor bueno. En Jesús se cumple esa promesa.
El recuerdo de la imagen es una seria advertencia no sólo a los que entonces se consideraban pastores sino a quienes en adelante van a estar al servicio de las comunidades, llamados “pastores”.
Jesús asume el término pero lo aclara y corrige con tres características:
– “Yo soy”, asumiendo la cualidad de protector y guía salvífico que era Yahvé (“El Señor es mi pastor”) y encarnando la figura del mesías-pastor de Ezequiel “Yo mismo apacentaré a mis ovejas” que finalmente se entrega por ellas.
– “Yo soy el buen pastor”, porque “doy mi vida por las ovejas”. “Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente”; tengo libertad para entregarla y poder para recuperarla de nuevo. Dar la vida gratuitamente y dar vida, porque para esto he venido, éste es el mandato que he recibido de mi Padre”; entregarse, desvivirse y poner en juego la vida.
– “Yo soy el buen pastor”, porque “conozco a las mías, y las mías me conocen”. Se trata del conocer “por comunión”: “igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre”.
3. Ocúpate de mis hermanos
En realidad todos estamos llamados a ser “pastores” que se ocupan de los hermanos. Pero no valen etiquetas si no llevan el sello de garantía del único buen pastor. Para que no quede duda Jesús lo contrapone al pastor asalariado que trabaja por la retribución que percibe. En la alegoría el término de la comparación no es pastor/ovejas sino pastor bueno/pastor asalariado.
La función de pastor, hacerse responsable de los otros, ha sido sugestiva y ha tenido éxito en el campo de acción de la Iglesia. Ser pastores, hacer “pastoral” y programar acciones pastorales en todos los sectores posibles.
– La comparación entre el pastor bueno y el asalariado toca el mundo de nuestras intenciones, de los intereses más hondos que nos mueven en la vida. Jesús señala que el pastor que es asalariado trabaja únicamente por la paga y no le preocupan las ovejas. No se siente vinculado a ellas. Sólo le interesan en la medida en que le benefician.
Nosotros, ¿nos movemos también por la “paga”?, ¿queremos ser asalariados o queremos ser hijos? Creo que sí esperamos cobrar algo; cada uno sabe por qué se anda vendiendo. Nos hace bien poner nombre a esto y sentir cierto descontento; eso quiere decir que el Señor tira de nuestra vida hacia el otro lado, que no nos quiere trabajando a jornal, sino que nos quiere con la iniciativa y la disposición de los hijos, preocupados por lo del Padre, interesados por lo que le interesa; afectados por la vida de aquellos hermanos que no pueden tenerla.
Él sabe quiénes somos. Necesitamos buenos pastores; podemos serlo siguiendo los pasos del único buen pastor.
La alegoría del Buen Pastor, es una verdadera síntesis del misterio de la salvación. En ella descubrimos el verdadero amor que el Padre nos tiene, cuando contemplamos a Jesús, el buen pastor, que nos conoce, nos valora y entrega su vida por nosotros.
– ¿Me ocupo y preocupo de los otros? ¿Qué función desempeño en la iglesia, en la sociedad? ¿Se trata realmente de un servicio?
– ¿Qué significa hoy para mí escuchar a Jesús diciendo: Yo soy el buen pastor?
– ¿Cuál debiera ser la misión de los “pastores”?
J. Francisco Herrero
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