19 abril 2024

DOMINGO IV DE PASCUA 21 de abril, 2024 “Yo soy el Buen Pastor”

 Pastor y rebaño son ya desde antiguo figuras que explicaban la relación de Dios con su pueblo Israel. El Salmo dice: «El Señor es mi pastor; nada me falta» (Sal 23,1). El Señor, el Pastor, es Dios. El libró a su pueblo de la opresión de Egipto, lo guió por el desierto a la tierra prometida, se reveló en el Monte Sinaí como el Dios de la Alianza: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi Alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5).

En el Antiguo Testamento pastores son llamados también aquellos que Dios elige para apacentar a su pueblo. La figura de los pésimos pastores es utilizada por el profeta Ezequiel (34,1-16): en nombre de Dios fustiga duramente a aquellos pastores que en vez de cumplir con su oficio descuidan sus funciones o se aprovechan de su autoridad para apacentarse a sí mismos, abusando, maltratando o dejando desorientadas a las ovejas que han sido confiadas a su custodia. También el profeta Jeremías presta su voz a Dios para denunciar la injusticia con esta misma comparación: «¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! (…) Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis» (Jer 23, 1-2). Dios promete arrebatar las ovejas de sus manos y hacerse Él mismo cargo de ellas: «Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas» (Ez 34, 11-12; ver Jer 23, 3).

En el Señor Jesús Dios cumple aquella antigua promesa. Él es Dios mismo que se compadece al ver a tantos que andaban «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). Él proclama abiertamente ante Israel: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10, 11).

Aquel «Yo soy» del Señor Jesús remite inmediatamente al Nombre con que Dios se presentó ante el pueblo de Israel, por medio de Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Dios, en Jesucristo, ha venido a reunir nuevamente a su rebaño disperso. Por su vida entregada libremente, por su sangre derramada en el Altar de la Cruz, devuelve la vida a quienes la han perdido, recobra a sus ovejas para reunirlas nuevamente en un único redil y conducirlas Él mismo a las fuentes y pastos de vida eterna.

En el pasaje del Evangelio de este Domingo el Señor ofrece tres características que permiten reconocer al verdadero pastor: da la vida por sus ovejas; las conoce y ellas a Él; está al servicio de la unidad de su rebaño. Estas características se aplican todas a Él.

Él es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, porque realmente ofrece su vida como sacrificio en el Altar de la Cruz, en rescate por todos. Gracias a su libre entrega ha reconciliado a la humanidad entera con su Padre, devolviendo la vida divina y eterna —perdida por el pecado— a quienes creen en Él (ver Jn 3,15).

Él es el Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las suyas lo conocen a Él. En sentido bíblico el conocimiento no es un conocimiento puramente racional o intelectual, sino que entraña un profundo amor, una relación interior, una íntima aceptación de aquel que es conocido. El fundamento de la relación entre el Señor Jesús y el discípulo es este conocimiento mutuo, dinámico: «se ama lo que se conoce, y (...) se conoce lo que se ama», decía San Agustín. Así va construyéndose entre el Señor y su discípulo una profunda e indisoluble unidad y comunión de vida. Esta comunión íntima, fruto de tal conocimiento, se expresa naturalmente por parte del discípulo en la obediencia amorosa: quien conoce a Cristo escucha a su voz, hace lo que Él le pide (ver Jn 2, 5), pone por obra lo que Él le manda, con prontitud y alegría. De este modo entra también a participar de la misma comunión que Él, el Hijo, vive con el Padre: «igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre».

Finalmente, Él es el Buen Pastor que está al servicio de la unidad de Israel y de todo el rebaño humano: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16). El Señor Jesús realizó plenamente la unificación del Israel disperso prometida por Dios a través de su profeta Ezequiel (ver Ez 34, 22-24), pero fue más allá: abarcó a todos los hijos de Dios, de la humanidad entera. Esta unidad la ha venido a realizar mediante su propio sacrificio. Por su muerte ha roto los muros de la división (ver Ef 2, 14), ha reunido «en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52). Por su Cruz nos ha reconciliado con el Padre, reconciliación de la que procede toda otra reconciliación y unificación: del hombre consigo mismo, con todos los demás seres humanos y con la creación entera.

El cuarto Domingo de Pascua es llamado también el “Domingo del Buen Pastor”, puesto que en él se lee el Evangelio en el que el Señor habla de los buenos y malos pastores, presentándose a sí mismo como el Buen Pastor que ha venido a reunir nuevamente al rebaño de Dios disperso por el pecado, mediante el don de su propia vida.

El Papa Pablo VI decretó que el cuarto Domingo de Pascua, Domingo del Buen Pastor, se celebrara anualmente la Jornada Mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Así, pues, la Iglesia nos invita este Domingo a elevar todos juntos nuestras fervientes plegarias al Dueño de la mies (ver Mt 9, 38) por todos aquellos que antes de haber nacido (ver Jer 1, 5) han sido sellados y son llamados a ser en Cristo buenos pastores para Su pueblo, ya sea mediante el sacerdocio ministerial o también mediante la vida consagrada a Él.

Quizá alguna vez hemos oído hablar de que la Iglesia atraviesa por una gran “crisis de vocaciones”. Son sin duda cada vez menos los católicos bautizados que piensan hoy en día en ser sacerdotes o consagrar su vida a Dios. Mas al decir que se trata de una “crisis de vocaciones” estaríamos diciendo en otras palabras que la disminución en el número de llamados se debe a que Dios llama cada vez menos. La palabra vocación, recordemos, proviene del latín vocare, que significa llamar. Al decir que una persona tiene vocación al sacerdocio o a la vida consagrada queremos decir que Dios desde su eterno amor (ver Jer 31,3) la ha elegido y llamado, que la ha “sellado” desde su concepción, creándola con una estructura interior y adornándola con dones y talentos necesarios para la vida sacerdotal o consagrada, de modo que ese —y no otro— será también su propio camino de realización, de plenitud humana. El ser humano, hombre o mujer, se realiza a sí mismo respondiendo y siguiendo ese llamado que experimenta en lo más profundo de su ser y siguiendo el camino que Dios le señala. De allí es tan importante que todo joven se detenga ante Dios y le pregunte seriamente: ¿Para qué he nacido? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál mi misión en el mundo? ¿Cuál mi llamado, mi vocación? ¿Para qué estoy hecho? ¿Cuál, Señor, es el camino que debo seguir? ¿Es el matrimonio mi llamado? ¿O me llamas al sacerdocio, o a la vida consagrada? Y junto con todos estos necesarios cuestionamientos, debe elevarse aquella súplica incesante: “Habla, Señor, que tu siervo, que tu sierva escucha” (ver 1Sam 3, 10).

¿Pero es que acaso se debe esta crisis de la que venimos hablando a que Dios llama cada vez menos? ¿No quiere Él ya pastores para su pueblo? ¿Es que no se compadece ya al ver a tantos que hoy andan en el mundo entero “como ovejas sin pastor”? ¿O hay que buscar la respuesta en otro lado?

En medio de una sociedad materialista, agnóstica, secularista y secularizante, son mayoría los que experimentando la inquietud y el llamado del Señor, lo descartan de plano por múltiples razones o “excusas”, internas o externas. El problema no es que Dios haya dejado de llamar, sino antes bien que los llamados ya no responden, o responden cada vez menos. Es, pues, un problema de egoísmo por parte de los llamados, de mezquindad y falta de generosidad, de falta de fe y confianza en el Señor, de miedo y cobardía, de poco conocimiento de sí mismos, de vivir en la superficialidad de la existencia, de estar demasiado centrados en sí mismos, en sus gustos, placeres y propios planes que excluyen a Dios, de no hacerse sensibles a las necesidades de tantos que andan tan vacíos, sin sentido por el mundo, como ovejas sin pastor. Abundan más que nunca los “jóvenes ricos”, aquellos o aquellas que escuchando en sus corazones aquel radical “ven y sígueme” se llenan de miedos y prefieren aferrarse a sus “riquezas”, proyectos o seguridades humanas (ver Mc 10, 21-22). Son cada vez más los que se niegan a dar el salto porque prefieren fijarse en todo lo que pierden, en vez de aspirar al “ciento por uno” y a la vida eterna que el Señor pone en su horizonte (ver Mt 19, 29). Dios sigue llamando, hoy como ayer sigue tocando y tocando a la puerta de muchos corazones. Por tanto, en justicia no podemos hablar de una “crisis de vocaciones”, sino de una “crisis de respuesta a la vocación”.

Por otro lado, están las “modernas” familias católicas de hoy que ya no consideran el llamado de uno de sus hijos al sacerdocio o a la vida consagrada como una bendición de Dios. Todo lo contrario, muchos padres católicos —a veces incluso “de Misa diaria”— toman el llamado de uno de sus hijos como una locura, un desatino, el fruto de su inmadurez y, finalmente, como una maldición de Dios. “¿Por qué fanatizarte tanto —les dicen a sus hijo o hijas—, si igual puedes ser un hombre o mujer de bien? Dios no puede pedirte un sacrificio tan grande. ¡Disfruta de la vida primero y conoce el mundo! Lo primero es tu carrera, etc.” Con estos consejos y razonamientos, aferrándose a los planes que ellos mismos se han hecho para sus hijos —¿no son ellos acaso un don de Dios?—, se convierten en los más férreos opositores de Dios y del llamado que le puede estar haciendo a alguno de sus hijos. ¡Cuántas vocaciones se pierden por la oposición de los propios padres! ¿Se reza en mi familia, para que el Señor se digne llamar a alguno de nuestros hijos o hijas a seguirlo de cerca, como se hacía en las antiguas familias que realmente ponían al Señor en el centro de sus vidas? ¡Me imagino el pánico que deben experimentar muchas madres católicas hoy en día con tan sólo proponerles que recen para que alguno de sus hijos tenga vocación al sacerdocio o a la vida consagrada!

A Dios gracias hay también de aquellos jóvenes que venciendo todo temor y lanzándose a la gran aventura le dicen al Señor “aquí me tienes, haré lo que tú me pidas”, perseverando en ese seguimiento día a día a pesar de las múltiples pruebas, obstáculos, tentaciones y dificultades que se les presentan en el camino. Hay también padres generosos que respetando la libertad de sus hijos los alientan a escuchar la voz del Señor y seguirlo con generosidad. También ellos sin duda recibirán del Señor “el ciento por uno”, por la inmensa generosidad y sacrificio que significa entregarle un hijo al Señor.

Recemos este Domingo especialmente por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Recemos intensamente por todos aquellos que de este modo son bendecidos por Dios, para que sepan ser sensibles a su voz y sepan responder con decisión, con coraje y generosidad a tal llamado. Recemos también por la fidelidad de todos aquellos que han respondido ya al llamado del Señor, para que permanezcan siempre fieles a su llamado en medio de las múltiples pruebas y situaciones adversas que se les puedan presentar. Recemos por todos ellos este Domingo, pero también cada día, especialmente en familia. Esta oración es un deber de todo católico coherente y de toda familia cristiana.

Cristo, Buen Pastor

754: La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo. Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos quienes gobiernan las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores, que dio su vida por las ovejas.

649: En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término). Por otra parte, él afirma explícitamente: «Doy mi vida, para recobrarla de nuevo... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18). «Creemos que Jesús murió y resucitó» (1Tes 4,14).

Cristo actúa hoy por medio de sus ministros

1548: En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa «in persona Christi Capitis»:

El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquél es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa («virtute ac persona ipsius Christi»).

1549: Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes.

1550: Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir, del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al Evangelio y que pueden dañar, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

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