24 marzo 2024

Homilía para el Domingo de Ramos

 Comienza la Semana Santa con gloria y dolor

Damos inicio hoy a la «Semana Santa» o «Semana Grande», que es mitad Cuaresma (hasta la Eucaristía del Jueves) y mitad Triduo Pascual (desde esa Eucaristía hasta la Vigilia Pascual y luego todo el domingo).

La empezamos con este domingo que, como su nombre compuesto refleja, tiene dos dimensiones muy distintas: las alabanzas que la multitud dedicó a Jesús en su entrada a Jerusalén, con palmas y «hosannas», y luego la Eucaristía, más adusta, con las tres lecturas apuntando al drama de la cruz, sobre todo el evangelio de la Pasión.

Por eso, la Eucaristía de este domingo tiene dos elementos característicos: la entrada procesional y el evangelio de la Pasión. A veces, resulta difícil conjugar estas dos actitudes, sobre todo en comunidades en que abundan los niños, que tienen en esta fiesta un protagonismo evidente, como el que tuvieron en Jerusalén. Pero es una sucesión de aspectos que está bien pensada: la entrada de Jesús en la ciudad santa fue acompañada por un inesperado entusiasmo por parte de la gente sencilla, pero él iniciaba esta última semana de su vida dispuesto a cumplir su misión con la muerte en la cruz.

Todavía estamos en Cuaresma, y hoy escuchamos lecturas muy profundas que retratan el camino de Jesús hacia su Pascua, con el poema de Isaías y sobre todo con la pasión según Marcos. Ya desde la oración colecta de la Misa, nada más terminar la procesión, el discurso es diferente: «tú quisiste que nuestro Salvador se anonadase, muriendo en la cruz, para que todos nosotros sigamos su ejemplo».

 

(Antes de la procesión) Marcos 11, 1-10. Bendito el que viene en nombre del Señor

La lectura evangélica antes de la procesión nos cuenta lo que sucedió aquel día, cuando, sabiendo que había llegado su hora, Jesús decide ir a Jerusalén. Montado en un borrico, entra en la ciudad acompañado de las aclamaciones de los discípulos: «hosanna (¡viva!), bendito el que viene en nombre del Señor». No sería seguramente un gran acontecimiento, sino más bien una manifestación (menos mal que entonces no había el prurito de contar el número de presentes) popular y espontánea de admiración al que consideraban como el Profeta enviado de Dios. Tampoco la cabalgadura en que entra es demasiado gloriosa.

Esta procesión en honor a Cristo el domingo de Ramos tuvo su origen en Jerusalén, ya en el siglo IV, y luego se difundió a toda la Iglesia. Las comunidades que pueden hacerlo organizan hoy una procesión partiendo de un lugar diferente, mientras van dedicando cantos de alabanza a Cristo. Lo principal no son los ramos benditos, sino que la comunidad «acompaña a Cristo aclamándole con cantos», agitando, eso sí, esos ramos que han sido «bendecidos» porque se les da un significado simbólico de fe.

 

Isaías 50, 4-7. No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado

En el repaso celebrativo de los momentos importantes de la historia de la salvación, llegamos al tercer «cántico del Siervo del Señor», de Isaías. Un poema que nosotros vemos cumplido en Jesús de Nazaret. El cuarto, el más impresionante, lo proclamamos el Viernes Santo.

Hoy se afirma de este Siervo que tiene «una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento». Pero también se dice que antes, «cada mañana, me espabila el oído para que escuche como los iniciados».

Escucha para luego poder comunicar las palabras de Dios. El Siervo es, además, consciente de que su misión va a ir acompañada de oposición: «ofrecí la espalda a los que me golpeaban»; siempre, eso sí, con la ayuda de Dios: «mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido».

A esta lectura, que ya preludia la Pasión, le hace eco uno de los salmos más impresionantes: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado», el salmo que los evangelistas ponen en labios de Jesús en la cruz. En verdad, la pasión de Jesús está narrada después como siguiendo la pauta de los versículos de este salmo: «se burlan de mí… acudió al Señor, que lo libre… me taladran las manos y los pies… echan a suertes mi túnica». Incluida también la confianza en Dios: «tú, Señor, no te quedes lejos, ven a ayudarme».

Filipenses 2, 6-11. Se rebajó: por eso Dios lo levantó sobre todo

En su carta a los cristianos de Filipos, Pablo incluye un himno cristológico que seguramente ya se cantaba en las primeras comunidades. Un himno que habla del proceso «pascual», su «paso» o «tránsito». Desde su condición divina se rebaja a la humana y a la humillación de la muerte, el anonadamiento total (movimiento descendente). Desde ahí la fuerza de Dios lo eleva como Señor de toda la creación (movimiento ascendente).

Es un resumen teológico de la Pascua de Cristo. No es de extrañar que en la celebración de las Vísperas de cada sábado recitemos este himno, que resume el misterio pascual de Cristo con su muerte (viernes), su estancia en la sepultura (sábado) y la resurrección en la madrugada del domingo.

Marcos 14, 1 – 15, 47. Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

El relato de la Pasión tiene en Marcos un particular relieve. Se ha dicho de este evangelio que todo él es «un relato de la Pasión precedido de una larga introducción».

La pasión empieza en Marcos con la escena de Betania, en que una buena mujer unge a Jesús, que la tiene que defender de los que protestan por lo que consideran un gasto inútil. Sigue con la Última Cena, con la institución de la Eucaristía pero también con el anuncio de la traición de Judas. La angustiosa

oración de Getsemaní va seguida por el bochornoso abandono de todos los discípulos y la negación de Pedro. El proceso religioso (ante el Sanedrín) y el civil (ante Pilato) llevan a Jesús al camino de la cruz (el verdadero «via- crucis») y a la dramática muerte, en medio de dos malhechores.

También en este relato de la Pasión sigue Marcos fiel a su estilo sobrio y ceñido. Junto al sufrimiento físico de los azotes y la crucifixión, se destaca el dolor moral: el abandono de los suyos, la traición de Judas, la negación de Pedro, las burlas de los espectadores («ha salvado a otros y no se puede salvar a sí mismo») y, finalmente, su dramático grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

El impresionante relato es conveniente leerlo por entero, y con los mejores recursos de una buena lectura y comunicación: es lo que más bien puede hacer a la comunidad cristiana, año tras año, poniéndonos ante la gran lección de generosidad que Cristo nos dio al entregarse como reconciliación entre Dios y la humanidad. Aunque la Pasión del Señor la escuchemos cada año —y por duplicado, porque también se proclama el Viernes— nunca deja de impresionarnos.

 

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Pascua es muerte y vida

La procesión de hoy no es sólo la entrada a la Eucaristía: es la entrada a toda la Semana Santa. Cada Misa la iniciamos con un «introito», pero el de hoy es especial, recordando la entrada de Jesús cuando llegó a Jerusalén para su semana decisiva. Sus discípulos seguramente pensarían que este era el momento elegido para proclamar rey a su Maestro. Pero Jesús sabe que, aunque parece entrar como Señor y Rey, en realidad, antes tiene que sufrir como el Siervo, y que en vez de un trono le espera la cruz.

Las dos dimensiones son importantes para hoy y van íntimamente unidas. Tal vez algunos de los que hoy vienen a «bendecir ramos», no acudan después a las celebraciones del Triduo Pascual. Por eso es bueno que se unan en la celebración de hoy el recuerdo de la muerte, con la lectura de la pasión, y también el adelanto de la resurrección, que aparece en varios textos, y se escenifica de alguna manera en la procesión.

La Pascua son las dos cosas: cruz y vida. El prefacio de hoy dice, por una parte, que «Cristo, siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales», pero a la vez da gracias a Dios porque «de esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa y, al resucitar, fuimos justificados». En la oración pedimos a Dios «que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos en su resurrección gloriosa».

Nosotros también nos unimos a las aclamaciones de la gente de Jerusalén, expresándole a Jesús, al comienzo de su Semana Grande, nuestra admiración y gratitud, dispuestos a acompañarle en su camino de cruz a la alegría de la Pascua.

 

«Por eso Dios lo levantó sobre todo»

Jesús camina decidido a su Pascua, a la Pascua completa, que es muerte y resurrección, y nos da una gran lección desde la cruz.

Para Isaías, la misión del Siervo es «decir una palabra de aliento a los abatidos», pero él mismo tiene que asumir el dolor y el castigo de la humanidad: «ofrecí la espalda a los que me golpeaban». Aspecto que ha subrayado fuertemente el salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El poema del Siervo no sólo se puede considerar figura de la muerte de Cristo, sino también de su glorificación: «mi Señor me ayudaba… sé que no quedaré avergonzado».

Lo mismo sucede con Pablo, que describe el «viaje pascual» de Cristo Jesús: «se despojó… se rebajó… muerte de cruz… Dios lo levantó sobre todo». Muerte y resurrección. Al contrario que Adán y Eva, que querían «ser como dioses», Jesús se rebaja, se despoja de su rango, hasta la muerte.

El relato de la pasión nos ha presentado la seriedad del camino de Jesús, por solidaridad con los hombres, hasta la muerte en cruz. Pero no va a ser esa la última palabra: en la Vigilia Pascual escucharemos el evangelio más

importante del año, el de la resurrección, que será la respuesta de Dios a la entrega de Jesús.

Para Marcos, el centro de todo el relato es la persona de Cristo, Hijo de Dios, que se entrega voluntariamente para la salvación del mundo. Si su evangelio empezaba definiéndose como «evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (1,1), concluye prácticamente con la admirable confesión del centurión romano al pie de la cruz: «verdaderamente era Hijo de Dios».

De momento, color rojo: rojo de sangre, rojo de cruz, rojo de fiestas de mártires, rojo de Viernes Santo. Para desembocar pronto en el blanco de la Pascua.

¡Desde el «hosanna» de hoy hasta el «crucifícale» del Viernes y el «aleluya» de la noche pascual!

 

Cruz y gloria también en nuestra vida

La impresionante lectura de la Pasión nos afecta a todos se refleja también en nuestra vida, a lo largo del año.

Nuestro seguimiento de Cristo comporta, a veces, cargar como él con la cruz. Seguramente no será tan dramático nuestro camino como el suyo: abandonado de todos, incluso con silencio o ausencia aparente de Dios, azotado cruelmente, escarnecido, clavado en la cruz, ejecutado injustamente. Pero sí tendremos días en que se acumulan los motivos de dolor y desánimo.

Por eso también nosotros necesitamos reafirmar hoy de alguna manera, con la procesión de ramos, la confianza en el triunfo de Cristo y nuestro. Estamos destinados, no a la cruz, sino a la vida. No al sufrimiento, sino a la alegría. No todo el año será Semana Santa. O si lo es, también irá acompañada de Pascua. Las celebraciones de esta Semana, sobre todo las del Triduo Pascual, son como el faro que da sentido a todo el año.

En la monición que el sacerdote dice, según el Misal, antes de la procesión, se expresa bien el sentido de este domingo: «recordando con fe y devoción la entrada triunfal de Jesucristo en la ciudad santa, le acompañemos con nuestros cantos, para que, participando ahora de su cruz, merezcamos un día tener parte en su resurrección y en su vida.

El texto de Pablo a los de Filipos es breve. Si leemos el versículo inmediatamente anterior a este pasaje, vemos la intención con la que Pablo incluye este himno de la comunidad en su carta: «tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: el cual, siendo de condición divina…». Se trata de que cada uno de nosotros haga suya la actitud de Jesús. La Pascua de Cristo —su paso por la muerte a la vida— es también la Pascua de la Iglesia, y de la Humanidad, y de cada uno de nosotros.

José Aldazábal
Domingos Ciclo B

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