22 marzo 2024

El clamor de las piedras

 

El clamor de las piedras

1.- «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento» (Is 50, 4) «El Señor, Yahvé, me ha abierto el oído, y yo no he resistido, no me he echado atrás». El profeta contempla absorto la figura del siervo paciente de Yahvé. Sus palabras le atraviesan de parte a parte, su figura extraña y grandiosa le emociona profundamente.

«He aquí que mi siervo prosperará, se elevará, crecerá y será magnífico… a su vista los reyes cerrarán la boca, porque verán un suceso no contado jamás, y contemplarán algo inaudito». El siervo de Yahvé. Cristo Jesús cantado en poemas inolvidables por el profeta de los bellos decires… Este pimpollo que brota pujante de la vieja raíz de Jesé, nos asegura, ofrece su vida en expiación, carga con las iniquidades de los hombres y los redime.

«Por eso le daré multitudes por herencia, y gente innumerable recibirá como botín, por haberse entregado a sí mismo a la muerte, y haber sido contado entre los malhechores, él que llevaba los pecados de muchos e intercedía por los malhechores». Días de pasión, días de recuerdo hondo que han de llenar nuestros corazones de sentimiento y de pena ante este Cristo, Señor nuestro, que calla y sufre, que camina por nuestras calles con sus ojos tristes y su carne amoratada. Días para llorar nuestros pecados con dolor de amor herido. Porque somos nosotros los que le hemos puesto así: «Sin gracia ni belleza para atraer la mirada, sin aspecto digno de complacencia».

2.- «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba » (Is 50, 6) El profeta sigue desgranando su largo lamento: «Despreciado, desecho de la humanidad, varón de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado. Con todo, eran nuestros sufrimientos los que llevaba, nuestros dolores los que le pesaban… Ha sido traspasado por nuestros pecados, deshecho por nuestras iniquidades; el castigo, el precio de nuestra paz, cae sobre él y a causa de sus llagas hemos sido curados».

¡Y que sigamos pecando, Señor! ¡Que sigamos obstinados en despreciar tu ley, en ofenderte, en devolver odio a cambio de amor…! «Todos nosotros, como ovejas, andábamos errantes, cada cual siguiendo su propio camino. Y Yahvé ha hecho recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros». Así se explica que no nos castigues como merecen nuestras miserables vidas, tan egoístas y mezquinas…

«Era maltratado y se doblegaba, y no abría su boca; como cordero llevado al matadero, como ante sus esquiladores una oveja muda y sin abrir la boca…». Pero esto no es más que el primer paso hacia el triunfo final, es la batalla sangrienta que hará posible la victoria y la paz luminosa del futuro. Ante este final gozoso exclamaba de júbilo el profeta: «Oh, qué bellos son, por los montes, los pies del mensajero de albricias que anuncia la paz, que trae la dicha, que anuncia la salvación. Estallad a una en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén, porque Yahvé se compadece de su pueblo y redime a Jerusalén. Yahvé desnuda su brazo santo a los ojos de todos los pueblos, y todos los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios».

2.- «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 21, 2) Ante la proximidad de la Semana Santa, el canto interleccional pone en nuestros labios y en nuestro corazón, la oración de Jesús en la Cruz. Es una plegaria distinta de todas las demás que él pronunciara y que nos narran los evangelistas. Él siempre comenzaba su oración llamando a Dios con el nombre entrañable de Padre. Incluso, en la Cruz dirá también: «Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen»; o «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

En realidad, Jesús no perdió su confianza en el Padre eterno que permitía aquella terrible tragedia. Pero en esta oración Jesús recita, quebrantado por el dolor y por la soledad, el salmo veintiuno que comienza con esa queja dolorida, ante el abandono en que se encuentra el justo perseguido y condenado. Todo ese salmo, entrelazado de lamentos profundos, cuadra perfectamente con la situación de Cristo crucificado; es una profecía que nos transmite el dolor y la angustia, la esperanza inquebrantable a pesar de todo, de quien moría por salvar a los culpables, tú y yo, de su triste muerte.

«Al verme se burlan de mí…» (Sal 21, 8) Sí, así fue. Movían la cabeza y le provocaban para que se bajase de la Cruz. Hicieron de aquella trágica condena una parodia sangrienta, una comedia de humor negro en la que el protagonista era un rey de pacotilla, un rey coronado de espinas, con un viejo manto de púrpura raída y un cetro de caña. “Me acorrala una jauría de perros -dice Jesús con el salmo-, me cerca una banda de malhechores: me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero, Tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven rápido a ayudarme».

La figura doliente de Jesús con la Cruz volverá a pasar por nuestras calles silenciosas y sobrecogidas, su Madre Dolorosa con lágrimas de cristal y manos de cirio y nardo; saldrá a nuestro encuentro Jesús desnudo y clavado en la Cruz, volverá a recordarnos lo que jamás deberíamos olvidar, lo que, sin embargo, tantas veces se nos olvida. Ojalá que esta pena honda por Jesús llagado, vilmente asesinado por expiar nuestros pecados, se nos clave muy dentro del alma y no volvamos nunca más a despreciarle con nuestros pecados.

2.- «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios…» (Fl 2, 6) Qué fácil es alardear de lo que se tiene o de lo que se es. Qué pronto se enteran nuestros conocidos de nuestros éxitos o de nuestra buena suerte. Y si por una circunstancia determinada no se enteran, estamos deseando que lo sepan, pues tenemos la impresión de que lo que poseemos no se goza del todo si los demás lo ignoran.

Cristo se nos presenta actuando de muy diferente manera. Incluso en los momentos en que, según lo previsto por el Padre, ha de manifestar un poco al menos su grandeza. Así ocurre en la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús actúa con una gran sencillez. Y entre los vítores, los hosannas y los aleluyas, Cristo Rey pasa con sencillez, montado sobre un borrico.

El Señor, para que aprendiéramos de él, se despoja de su rango divino y toma la condición de esclavo, pasa por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y todo eso, repito, para que nosotros le imitemos, para que nos despojemos de nuestro rango, por alto que sea, y seamos sencillos, humildes, normales, asequibles.

«Por eso Dios lo levantó sobre todo…» (Fl 2, 9) San Pablo nos explica cuál fue la causa del engrandecimiento de Cristo, de su gloriosa exaltación. Y nos dice que precisamente por esa obediencia hasta la muerte, por esa docilidad a los planes, tan incomprensibles, de Dios, por eso recibió un «Nombre sobre todo nombre… De modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor».

Ese es el camino que hemos de recorrer para llegar al triunfo. Aceptar de buen grado, por amor a Cristo, lo que Dios quiera hacer con nuestras vidas. Secundar con serenidad y prontitud los planes de la divina Providencia, por muy extraños y penosos que nos parezcan. Diciendo que sí, llenos de confianza y de esperanza, aun en medio de las más grandes dificultades.

Y entonces, también cada uno de nosotros seremos glorificados, seremos exaltados hasta la cumbre de la grandeza de Dios. Y a cambio de nuestro pequeño sacrificio recibiremos, aun antes de morir, la participación en el gozo inefable de la más grande dicha, la dicha de Dios.

4.- «Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania…» (Mc 11, 1)

Jesús acompañado por sus discípulos, se acerca a Jerusalén. La emoción que siempre implica el caminar hacia la Ciudad Santa, tenía en esos momentos unos acentos más profundos. Aquella era la última vez que subirían al Templo en compañía del Maestro. En aquella Pascua el verdadero Cordero pascual sería inmolado como expiación suprema y definitiva por los pecados de todos los hombres.

El peligro era cada vez mayor para Jesús y para los suyos. La oposición de las autoridades judías contra ellos se hacía más intensa por momentos. Sin embargo, el Maestro camina decidido y los suyos le siguen dispuestos a lo que sea, confiados en el poder de Jesús, que se prepara a entrar en Jerusalén aclamado y no a escondidas como un reo.

Así se cumplió la profecía de Zacarías. La ciudad entera se conmovió ante aquel Rey que, sereno y majestuoso, avanzaba cabalgando sobre un borrico, al estilo de los antiguos reyes, aclamado con vítores mesiánicos, celebrado con palmas y ramos de olivo.

El camino que sube desde el Cedrón hasta la puerta de Bethesda presentaba un colorido y una animación nunca vista. Los niños daban gritos de júbilo ante el joven y entrañable Rabí de Nazaret que tanto cariño les había demostrado, la gente del pueblo le sale a su encuentro y echa sus mantos sobre el sendero, para que aquel Rey insólito avanzara sobre una vereda de alfombras.

En contraste los grandes, los escribas y los fariseos, se remuerden de envidia y de celos. Ellos, los dirigentes de Israel, los que estaban tramando la perdición de Jesús, tienen que contemplar su triunfo, oír los clamores de aquella gente inculta que confiesan sin pudor que aquel era el Hijo de David, el que venía en el nombre del Señor. Di que esos se callen, se atreven a decir. Si esos callaran –responde Jesús– las piedras me aclamarían.

Domingo de Ramos, Jesús vuelve a pasar ante nosotros con aires de humildad y pobreza, el Señor se nos hace presente en la Iglesia, tan humillada a veces… Ojalá sepamos descubrir tras de la humanidad de Cristo, descubramos su la grandeza majestuosa y le aclamemos, más que con palabras, con la vida misma.

Antonio García Moreno

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