Javier Leoz
1.-Nos acercamos a los umbrales de la Pascua. Es memorial de lo que Dios hizo por la humanidad. En algunos habrá perdido vigencia (oportunidad para vacaciones), en algunos más consistencia (ya no saben ni por qué se celebra) y en otros profundidad (se queda en una escenografía de religiosidad popular).
En nuestras comunidades (parroquias incluidas) tendría que surgir un grito espontáneo que sacudiera las conciencias adormecidas (de los que son cristianos pero viven al margen de su fe) y también las de aquellas otras que, poco o nada, han oído hablar de un tal Jesús de Nazaret: ¡Esto lo hizo Dios por ti y por mí! ¡Por nosotros!
Porque, Jesús de Nazaret, no es alguien que se encaramó a un madero permaneciendo definitivamente colgado. No es una reliquia que muchos llevan suspendida en el pecho (en forma de cruz) o en cualquier otra parte de su cuerpo. Jesús de Nazaret es la señal visible, el amor de Dios en forma de carne. Es el amor de Dios para que el hombre encuentre un horizonte de alegría, de paz y seguridad en su vida.
2.- Quien mira, frente a frente a Jesús, se topa con el amor de Dios. Uno siente el vértigo de la eternidad, pero vértigo en positivo, cuando piensa, medita y se asombra ante una persona que es estandarte y altavoz de la bondad de Dios.
¿Qué dificultades existen para creer y aceptar todo esto? Que la realidad sensual del mundo es incapaz de considerar, gustar y definirse por una amistad tan limpia y tan original como la del Señor: se nos excita en conquistas de amores a coste barato. Se confunde amor con placer. Gratuidad con interés. Y así nos va. La felicidad del hombre hace tiempo que está pendiente de un peligroso hilo: el sálvese quien pueda.
Es historia que se repite y, por lo tanto, Dios en la próxima Pascua pretende salvarnos a todos. Y lo hace en la dirección contraria a las soluciones falseadas o maquilladas que nos ofrecen los ilusorios salvadores de nuestra patria: el amor es la fuente de la felicidad y no el indagar caminos cortos que, entre otras cosas, producen ansiedad y no serenidad.
3.- Preguntaron a un hombre. ¿Es Vd. feliz? Contestó: tremendamente feliz ¿Y cómo puede ser Vd. tan feliz con la que nos esta cayendo encima? Sentenció el entrevistado “El secreto está en Dios” ¿Cómo? ¿Acaso me está Vd. diciendo que es feliz porque no tiene ningún problema? Y, el hombre de Dios le respondió; ¡no; en absoluto! ¡Problemas los tengo a miles, me sobran! Pero, Dios, sé que me quiere y puede más la pasión que siente por mí, que los inconvenientes y pesares que salen a mi encuentro”
Por nuestra salvación, Dios, es capaz de cualquier cosa. Nosotros, en ese sentido, solemos valorar riesgos antes de ofrecer nuestra opinión, aportación, colaboración o silencio ante una situación injusta que origina preocupación. Dios, por el contrario, va a por todas. Lo hizo en la Anunciación fiándose una humilde nazarena, sorprendió al mundo en la pobreza de un pesebre y sobresaltará a los creyentes –y no creyentes también- cuando se dilapide lo más querido, Jesús, en el árbol de la cruz.
Esa es la matemática de Dios: por el hombre todo. Incluso a costa de restar amor de su propio amor clavado en la cruz. Porque, al fin y al cabo, esa resta es suma de redención y de salvación.
Dicen que para saber lo que vale el amor de una persona, hay que saber cuánto ha sufrido por mantenerlo vivo.
4.- Contemplemos el alma de Dios y, conociendo el sufrimiento de Cristo, nos daremos cuenta que el amor al hombre es –entre otras cosas- locura, pasión y obcecación por el ser humano.
Vemos nuestro interior y, comparando la balanza de nuestras prioridades, probablemente sellemos que nuestro amor es suministrado a pequeños sorbos, interesado, limitado, reducido a lo/los que queremos y con las cotas que instalamos a según quién y a nuestra manera.
Cuaresma. Es el amor de Dios que se multiplica, que se desborda y se hace realmente escalofriante en ese Jesús que hace de la cruz un auténtico surtidor de amor.
Cuaresma. Es la preparación para la reconciliación, personal y comunitaria con Dios, para que cuando nos ofrezca su amor, nos localice sensibles, permeables y receptivos a semejante ráfaga de su amor sin farsa, universal, divino y con un fin: llamados a la resurrección por Cristo.
¿PARA QUÉ TANTO, SEÑOR?
¿Por qué tanto empeño en salvarme, cuando a veces pienso que no estoy perdido?
¿Para qué tanta sangre, si –tal vez-- no le doy valor?
¿Por qué una cruz, si seguimos sin mirar al cielo?
¿Por qué un corazón tan blando, cuando el nuestro es tan severo?
¿Para qué un estandarte de amor en Jesús, si nos vamos por lo placentero?
¿Por qué tanta generosidad, si encuentras cerrazón?
¿Para qué tu pan, si no lo saboreamos con fe?
¿Por qué tu vino, si frecuentemente no le damos valía?
¿Para que una pasión, si vivimos sin compasión?
¿Por qué un calvario, cuando preferimos la vida fácil?
¿Para qué subir a Jerusalén, si preferimos los felices valles?
¿Por qué Cristo en la cruz, si es mejor vida de luces y no de cruces?
¿Para qué alzar la mirada, cuando nos seduce la simple bondad de la tierra?
¿Por qué, Tu, oh Dios, te desprendes de lo que más quieres, si somos insensibles?
Muchas preguntas, Señor, para una única respuesta: por el gigantesco y descomunal amor con el que tú nos amas, Señor. ¿Hay mayor felicidad que esa?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario