Jesús aprovechaba todas las ocasiones para predicar y dejar su evangelio a todas las gentes, enseñando la verdad, el modo de comportarse y de proceder ante las situaciones de la vida. Predicaba a tiempo y a destiempo, como luego dirá Pablo a su discípulo Timoteo (2 Tim 4,2). Enseñaba la Buena Noticia libre de todo compromiso, sin miramientos… Y así, el evangelista Marcos nos relata en breve síntesis lo que era una jornada de Jesús.
Después de llegar a Cafarnaúm se fue a la sinagoga para enseñar y escuchar los comentarios que de los textos sagrados hacían los doctores de la ley y concluido este cometido se dirigió a la casa de Simón y Andrés en compañía de sus otros dos primeros discípulos, Santiago y Juan. Allí curó a la suegra de Simón Pedro que estaba con fiebre.
Este milagro, junto a otro que obró curando a un endemoniado en la sinagoga, hizo que al anochecer de aquel día se arremolinara, junto a la casa de Simón, gran cantidad de gente con enfermos del lugar para que los sanara, de tal manera que Jesús realizó muchas curaciones y milagros.
Jesús sabía acoger a los enfermos con afecto y despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar el dolor y… sanar su enfermedad. La actuación de Jesús ante el sufrimiento humano siempre será para todos nosotros el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos, porque la enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo sufre el enfermo que siente su vida amenazada, sino todos los que comparten su vida.
Desde el punto de vista más humano, Jesús podría haber aprovechado esa circunstancia para atraerse la admiración de todos, pero no era ese el modo de proceder de Jesús, de tal manera que levantándose muy de mañana se retiró de entre la muchedumbre y se fue al monte para orar a solas, hablar con Dios y oír su voz.
Con frecuencia nos hablan los evangelios de la oración de Jesús a lo largo de su vida, principalmente en los momentos más difíciles y sublimes de su existencia y cuando tuvo que tomar las decisiones más significativas e importantes.
Y así, se retiraba a orar en muchas ocasiones: por ejemplo, antes de elegir a los doce apóstoles (Lc 6,12). Un monte fue también, ésta vez con sus discípulos más cercanos, el lugar que Cristo eligió para orar antes de su transfiguración (Lc 9,28-29). Jesús oró al Padre con la institución de la Eucaristía (Mt 26,30). Y, antes de su pasión, en el monte de los olivos (Mt 26,36). Oró siempre que tuvo que realizar algún milagro importante, como en la resurrección de su amigo Lázaro (Mc 7,34; Jn 11,41). Y en tantos otros momentos.
Jesús nos presenta así el valor y la importancia de la oración de modo que tuviésemos un modelo a seguir y un modo de actuar en todo momento significativos, de tal manera que por muy agobiados que estemos no debemos dejarnos llevar por fáciles pretextos para evadirnos de la oración. Necesitamos orar, necesitamos adentrarnos en el diálogo, íntimo, personal y comunitario con Dios, la contemplación… para llevar luego todo a la acción evangélica.
Los apóstoles no comprendían aún a Jesús… ¿cómo no aprovechar la euforia de aquella gente que se arracimaba en torno a la casa de Simón? Fueron a su encuentro, pero Jesús no se deja llevar fácilmente de ese entusiasmo fácil y popular; su repuesta fue singular: “vámonos a otra parte… a predicar allí también, que para eso he venido” (Mc 1,38).
He ahí, resumida, la misión de Jesús. Cristo ha venido para anunciar a todos los hombres el mensaje de la salvación, para dirigirse al mayor número posible de gentes, para ir de pueblo en pueblo predicando y anunciando la Buena Nueva. Cristo ha venido a buscar lo que estaba perdido (Lc 19,10), a llamar a los pecadores (Mc 2,17), a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).
Este universalismo del mensaje de Jesús no puede ser olvidado por la comunidad de creyentes, ya que, si Cristo ha venido para predicar el evangelio a todos los pueblos y a todas las gentes, también la iglesia deberá esforzarse en seguir sus pasos y llevar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra, sin tener miedo a las dificultades que puedan sobrevenir por la predicación de la palabra. Así se lo dirá Jesús a todos los que le seguían, antes de subir a los cielos: “id por todo el mundo…” (Mc 16,15).
El verdadero apóstol es aquel que trata de hacerse todo para todos para ganarlos a todos para Cristo. El verdadero apóstol deberá encarnarse en la realidad de la vida de cada día, haciéndose débil con los débiles, pobre con los pobres, humilde con los humildes. Ha de interpelar y cuestionar a los de conciencia dormida para que despierten de su letargo.
La predicación del evangelio debe constituir un imperativo para todo cristiano que consciente del compromiso contraído en su bautismo, deberá repetir con San Pablo: “el hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mi si no anuncio el evangelio!” (1 Cor 9,16).
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