En este primer Domingo de Cuaresma, tiempo de conversión y salvación, las dos primeras lecturas se relacionan con el sacramento del Bautismo cristiano.
El Bautismo hace partícipe a la persona concreta del don de la reconciliación que el Señor Jesús ha obtenido para la humanidad entera por el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Cristo «murió por los pecados una vez para siempre… para conducirnos a Dios», escribe San Pedro (2ª. lectura). Es Él quien, por la entrega amorosa de su propia vida en el Altar de la Cruz, así como por su resurrección gloriosa, nos reconcilia con Dios y se convierte en fuente de vida eterna para todos los que creen en Él. Por tanto, si «por la desobediencia de un solo hombre [Adán] todos los demás quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos quedarán constituidos justos; para que así como reinó el pecado produciendo la muerte así también reine la gracia por la justificación, dándonos vida eterna» (Rom 5,19-21).
Gracias a este sacramento todo bautizado queda liberado del pecado y regenerado como hijo de Dios (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1213). De este modo, «el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2Cor 5,17-18).
La Iglesia considera que los grandes acontecimientos de la historia de la salvación prefiguraban ya el misterio del Bautismo. Así, por ejemplo, «ha visto en el arca de Noé una prefiguración de la salvación por el Bautismo. En efecto, por medio de ella “unos pocos, es decir, ocho personas, fueron salvados a través del agua” (1Pe 3,20)». (Catecismo de la Iglesia Católica, 1219; ver también n. 1217) «Aquello —sigue diciendo el Apóstol— fue un símbolo del Bautismo que actualmente los salva a ustedes» (2ª. lectura: 1Pe 3,21).
El pasaje evangélico de este Domingo está situado en el momento inmediatamente posterior al acontecimiento del bautismo del Señor en las aguas del río Jordán. Refiere la Escritura que, una vez bautizado por Juan, descendió sobre Jesús el Espíritu Santo en forma de paloma. Es este Espíritu el que de inmediato «llevó a Jesús al desierto». El verbo griego exbalo sugiere que Jesús fue impelido, impulsado con gran fuerza por el Espíritu divino.
Los cuarenta días que pasa en el desierto remiten a los cuarenta años que Israel pasó en el desierto del Sinaí, tiempo intenso de purificación y prueba extrema: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos» (Dt 8,2). Remiten también a los cuarenta días y noches que Moisés pasó en el monte Sinaí luego de entrar en la nube, signo de la presencia velada de Dios (ver Ex 24,19; Catecismo de la Iglesia Católica, 697), o los cuarenta días y noches que Elías caminó en ayunas por el desierto hasta llegar a la montaña en la que Dios se le manifestaría en la suave brisa (ver 1Re 19,8ss).
También es probado el Señor en el desierto: «se dejó tentar por Satanás». San Marcos, sumamente escueto en su relato, no especifica en qué consistieron aquellas tentaciones, como sí lo hacen en cambio San Mateo (4,1ss) y San Lucas (4,1ss). El Señor Jesús, como relatan estos dos últimos evangelistas, sale victorioso de la prueba rechazando la triple tentación y rechazando al tentador mismo: Él guarda los mandamientos divinos y se somete en adoración únicamente a Dios. Que «los ángeles le servían» parece ser la manera como San Marcos expresa el triunfo de Cristo, pues es de suponer que le sirvieron luego de su victoria sobre el tentador y no antes (ver Mt 4,11).
Luego de estos cuarenta días en el desierto y al enterarse el Señor del arresto de Juan el Bautista, «se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios». El contenido esencial de su predicación inicial es éste: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: conviértanse y crean en el Evangelio».
El plazo o “el tiempo es cumplido” hace referencia a la venida del Mesías prometido, así como del Reino de los Cielos que Él inauguraría aquí en la tierra. La palabra griega éngiken, que se traduce como “está cerca”, puede entenderse como “se aproxima” o también como “ya llegó”. El Señor Jesús en su predicación la usó en ambos sentidos, tanto para hablar del Reino como “ya llegado”, al identificarlo con su propia persona y sus actos, como para hablar de su llegada en un futuro próximo.
«Conviértanse y crean en el Evangelio» es el llamado que hace el Señor a todos. La palabra griega para hablar de conversión es metánoia, que literalmente quiere decir cambio de mentalidad, abandonar una forma o modo de pensar que lleva al pecado para asumir un nuevo modo de pensar, la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Se trata de asumir y hacer suyos los criterios evangélicos o enseñanzas del Señor, para que éstos se conviertan en norma de conducta para una nueva vida. Dado que el ser humano actúa de acuerdo a lo que piensa y a los valores que asume, la invitación a un cambio de mente implica evidentemente un arrepentimiento del mal cometido y un deseo de enmendar el camino, viviendo de acuerdo a las enseñanzas divinas. No existe un cambio auténtico, profundo y duradero si la persona no abandona los criterios que le conducen a obrar mal y hace suyos —hablamos de una aceptación intelectual así como de una adhesión afectiva— los criterios divinos y las enseñanzas del Señor Jesús.
No se trata solo de abandonar un modo de pensar que lleva al pecado, sino de creer al mismo tiempo en el Evangelio. Lo que se traduce por creer proviene del verbo griego pistéuo, que se puede traducir también como prestar fe. En el Nuevo Testamento la fe es la creencia en relación a Dios y lo que Él revela. Quien tiene fe confía en Dios porque sabe que Él es fiel y que no miente. La fe lleva por tanto al creyente a prestar obediencia a Dios, a vivir de acuerdo a lo que Él enseña, a modelar la propia existencia de acuerdo a lo que Él revela y manifiesta al hombre para que viva, en este caso muy concreto, el Evangelio de Jesucristo.
En su significado original el término evangelio no designaba un libro escrito. Evangelio es una palabra griega compuesta de la partícula eu, que significa bueno, y el sustantivo angelion, que significa anuncio, noticia, mensaje. Por eso se traduce también como buena nueva. Pero esta buena nueva o buena noticia ya en la época de Jesús está vinculada a la salvación del ser humano. Es, por tanto, un mensaje que trae la salvación, un anuncio que está orientado a la reconciliación del ser humano con Dios, consigo mismo, con los demás y con la creación entera. Por Evangelio hay que entender todo lo que Cristo ha predicado y enseñado, así como también su misma Persona: Él es el Evangelio vivo del Padre.
Ahora bien, entre las dos primeras lecturas y el llamado del Señor en el Evangelio existe una clara relación: el Bautismo, si bien libera del pecado y regenera como hijos de Dios, no suprime la inclinación al pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la vida nueva recibida en la iniciación cristiana [el Bautismo] no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos» (n. 1426).
Todo bautizado ha de vivir, pues, con la certeza de que una vez liberado del pecado y hecho hijo de Dios debe «seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2520), así como contra las astutas tentaciones de Satanás que «ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pe 5,8). Como al Señor Jesús en el desierto, a todo bautizado le aguarda en este mundo una lucha tenaz contra el Demonio y sus seducciones, contra el mundo que le pertenece a él, y contra su propio hombre viejo. En esta lucha debe tener la certeza y confianza de que ninguna tentación «puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo», y que en esta lucha será coronado con la victoria todo aquel que sostenido por la gracia divina «legítimamente luchare» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1263).
Por tanto el llamado a la conversión y a creer en el Evangelio es siempre actual y se dirige a todo bautizado, ya que la conversión, que nunca será una meta plenamente alcanzada aquí en la tierra, es un empeño que abarca toda la vida.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
La tentación es una sugestión, una invitación a obrar el mal. Puede venir del demonio, del “mundo” (en su sentido de opuesto a Dios) o del “hombre viejo” (ver Ef 4,22), es decir, de nuestra propia inclinación al mal. Se percibe en primer lugar como un pensamiento o idea que viene a nuestra mente, a veces no deseada, con capacidad de distorsionar nuestra razón de tal modo que terminamos viendo el mal objetivo como algo “bueno para mí, en mis circunstancias actuales, según mis necesidades del momento”, despertando nuestras pasiones de tal manera que nos sentimos a veces incluso como “arrastrados” a obrar en esa dirección, con pocas fuerzas para resistir y decir ‘no’. Tal es su fuerza que muchas veces terminamos haciendo el mal que no queríamos (ver Rom 7,15).
Pero, ¿en qué reside su poder de seducción? ¿Cómo opera? La tentación nunca nos quita nuestra libertad de elección: eres tú quien elige entre hacer el bien o el mal, eres tú quien serás responsable por tus opciones y actos. Su acción se dirige al entendimiento: tú eliges, pero para que haciendo uso de tu libertad elijas el mal, buscará convencerte para que creas que el mal que te propone en realidad es un bien para ti. ¿Quién de nosotros pecaría si supiese que el pecado le va a producir un gran daño, que lo va a hundir en la tristeza y la soledad, que lo va a hacer infeliz? Cual astuto estafador, quien te tienta buscará convencerte de que “el producto que te va a vender”, producto que te va a causar la muerte, en realidad es “bueno y excelente para ti”, algo que “necesitas urgentemente” para ser feliz, para vivir plenamente, para alcanzar las estrellas, para ser como dios.
Una vez que tu entendimiento engañado decide que lo que es un mal objetivo en realidad es algo bueno para ti, tu voluntad entra en juego, quiere ese seudo-bien para ti y activa tus pasiones que hacen de ti una como flecha lanzada hacia el objetivo, flecha que no se detiene hasta dar en el blanco. O por otro lado, si tu entendimiento engañado por la tentación determina que algo que es un bien objetivo en realidad es un mal para ti, tu voluntad lo rechazará, despertando en ti una fuerza o pasión que te llevará a apartar de ti o huir de lo que en realidad es un bien para ti. La cruz, por ejemplo.
Es paradigmática la tentación primigenia (ver Gén 3,1-6): el fruto que Dios había dicho traería la muerte a quien lo tocase o comiese, por efecto de la tentación se convierte de pronto en «bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría». ¡Eva nunca lo había probado, sin embargo de pronto tiene la convicción de que en realidad es “bueno para ella” porque “es buen alimento”, porque “es rico y placentero”, porque la hará “sabia”, porque cuando coma de él “será como una diosa”! La tentación lleva a una obnubilación de la mente, del juicio objetivo, a un oscurecimiento de la verdad y del criterio objetivo (Dios le había dicho que comer del fruto le traería la muerte), de modo que terminamos viendo el bien como mal, y el mal como bien. En ese proceso, y para consumar la caída, Satanás siembra hábilmente la desconfianza en Dios: “¿Por qué te prohíbe Dios algo que es bueno para ti? Lo que pasa es que Dios es un mentiroso, un egoísta y envidioso, Él no quiere tu bien, Él es enemigo de tu felicidad. No lo escuches a Él, ¡escúchame a mí!”. Y así, en vez de escuchar la voz de Dios, terminamos escuchando tantas veces la voz de quien es enemigo de Dios y enemigo nuestro.
No olvides nunca que “con la tentación no se dialoga”. Si alguien te sugiere o en tu mente aparece una idea que te incita a lo que objetivamente es un mal moral, aunque aparezca disfrazado de “es bueno para ti”, ¡recházala de inmediato! ¡No le des vueltas admitiéndola en tu mente! ¡No le prestes tu memoria, tu imaginación o fantasía! Si dialogas con la tentación, si acaricias la “idea seductora”, experimentarás al principio acaso una lucha y tensión interior más o menos fuerte, pero tarde o temprano cederás y terminarás dejándote arrastrar por el dinamismo de la tentación hasta consumar el pecado. Sólo si desde el inicio pronuncias un rotundo y tajante “apártate Satanás”, fortalecido por la gracia del Señor habrás logrado vencer la tentación (ver Mt 4,10; Stgo 4,7).
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