La primera lectura prepara el evangelio
Hoy es un día de esos en que la I lectura necesita una monición, porque no se entiende que nos lean una página tan dura de la legislación del AT referente a los leprosos si no se anuncia antes que en el evangelio vamos a ver la diferencia de actuación entre lo que prescribía la ley y lo que hizo Jesús con el pobre leproso que se le acercó.
Esto nos sirve para darnos cuenta de lo que sucede los domingos del Tiempo Ordinario: hay una cierta unidad temática entre la primera lectura y el evangelio. Lo cual nos sirve también para ver qué aspecto del evangelio se ha querido resaltar cada vez.
Levítico 13,1-2.44-46. El leproso tendrá su morada fuera del campamento
El libro del Levítico contiene una serie de prescripciones relativas al culto y a la vida de Israel. Entre ellas, las «reglas de la pureza legal», que ocupan los capítulos 11-16 y de las que está tomada la página que leemos.
A los leprosos se les consideraba impuros y se les marginaba: debían vivir fuera del campamento (están todavía en la etapa del desierto) y evitar todo contacto con la comunidad. La segregación se debía a la repugnancia que causaban y al peligro del contagio. Además, la tendencia del tiempo era atribuir la enfermedad a los pecados de la persona.
El salmo sigue con esta idea del pecado, que Dios perdona: «tú perdonaste mi culpa y mi pecado», y agradece la diferencia que hay entre el trato que da la sociedad y lo que podemos esperar de Dios: «tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación».
1Corintios 10, 31 – 11,1. Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo
Es el último pasaje que leemos estos domingos de la primera carta de Pablo a los de Corinto.
Una primera consigna que les da es que todo lo que hagan —comer o beber o cualquier otra cosa—, lo hagan «todo para gloria de Dios». Y otra, que eviten todo escándalo, o sea, una conducta que pueda ofender y provocar tentación a otros, tanto a los judíos como a los griegos o a los otros miembros de la comunidad.
Pablo se ha esforzado por cumplirlo él mismo, buscando el bien de todos y no el propio. Por eso se atreve a dar la última consigna: «seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo».
Marcos, 1, 40-45. La lepra se le quitó y quedó limpio
El capítulo primero del evangelio de Marcos termina con el milagro de la curación de un leproso.
Es admirable la concisa oración del enfermo: «si quieres, puedes limpiarme», así como la respuesta de Jesús: «quiero, queda limpio». Una palabra que es eficaz inmediatamente y que va acompañada además de un gesto: «extendió su mano y le tocó».
La seria prohibición que le hace Jesús de que no diga a nadie lo sucedido puede parecemos extraña, porque por otra parte le manda que se presente al sacerdote «para que conste». El famoso «secreto mesiánico», que se puede llamar también «secreto de su filiación divina», lo explica: Jesús no quiere que el pueblo se quede en una reacción superficial, que es lo que pasará si le toman sencillamente como un taumaturgo que hace milagros y no profundizan en el mensaje que les quiere transmitir. Por otra parte, no nos extraña que el leproso curado desobedeciera claramente la orden de Jesús.
2
Los leprosos de hoy
En el tiempo bíblico la lepra —parece que llamaban así prácticamente a todas las enfermedades de la piel— era la enfermedad más temida y la que más reacción contraria producía. En verdad causaba desfiguraciones y mutilaciones repulsivas. El libro del Levítico, como hemos visto, por higiene y también porque atribuían este mal a los pecados de la persona, prescribía una marginación realmente dura.
Hoy la lepra está más controlada, aunque todavía existe y en algunas partes en abundancia. Pero tiene como compañía otros males parecidos, como el sida, que invade grandes regiones del mundo.
También podemos pensar en otra serie de «leprosos» en nuestra sociedad. ¿No consideramos a veces «impuros» y catalogamos como indeseables, muchas veces injusta y despiadadamente, a grupos o categorías enteras que no gustan a la sociedad de los «puros» y de los «buenos? La lista podría ser muy larga: los gitanos, los forasteros de color, los inmigrantes sin papeles, los que han tenido algún desliz y acaban de salir de la cárcel, las madres solteras, los jóvenes drogadictos? ¿Por qué a algunos de ellos les tachamos demasiado fácilmente como posibles delincuentes o malhechores?
Además hay grupos de personas que marginamos nosotros mismos, porque no son agradables de tener cerca o lejos, y de los que tal vez ni nos queremos enterar, aunque los tengamos muy cerca: los enfermos, los ancianos, las víctimas de la guerra o del terrorismo, los que sufren y mueren de hambre los discapacitados físicos o los disminuidos psíquicos… El mundo de hoy quiere ver sólo a los sanos, a los guapos, a los campeones: de los que han quedado últimos nadie se acuerda.
¿Cómo es nuestra actitud con ellos?
Hay varias maneras de reaccionar ante esas personas.
A veces las ignoramos sin más. Y queda «tranquila» nuestra conciencia. Otras, les aplicamos con rigor la legislación del Levítico: las marginamos y nos molesta que se acerquen a nosotros. Como aquellos israelitas, nos «defendemos» de ellos, no vaya a ser que nos contagien su mal. No nos damos cuenta que con eso no remediamos nada. Claro que lo contrario —ayudarles a integrarse— es incómodo.
O bien, está la manera de tratar a esas personas que nos ha enseñado Jesús. Realmente, como dice el prefacio de una de las Plegarias para diversas necesidades (la antigua V/c), «él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano».
Esto se ve muy bien en la escena de hoy. Jesús deja que se le acerque el leproso (cosa que estaba prohibida por la ley) y no sólo le atiende, sino que le toca con su mano y le cura con una palabra que se demuestra eficaz en grado sumo: «quiero, queda limpio». ¡Cuántas veces le vemos atendiendo a esta clase personas marginadas: la samaritana, que era extranjera; Zaqueo, un recaudador de impuestos de mala fama, a cuya casa acude a comer; o cuando en casa del fariseo deja que una mujer también de mala fama le unja los pies! ¡Cuánto tiempo dedicó Jesús a los enfermos, según el evangelio, entre otros a varios leprosos más!
¿Cómo actuamos nosotros? ¿ayudamos a los que lo necesitan, «sintiendo lástima» como Jesús ante el leproso que se le presenta? ¿discriminamos a las personas que no nos gustan o las que en la sociedad se consideran como menos deseables? ¿qué sentimientos nos inspiran los pobres, los que han llegado en pateras a nuestra patria buscando un modo digno de vivir, los que no han podido adquirir una cultura mínima, los que han tenido fallos y están siendo señalados con el dedo, con aquellos familiares nuestros que son menos simpáticos? ¿qué excusas esgrimimos para desentendernos de ellos: que son pecadores, que son culpables de lo que les pasa, que no nos toca a nosotros remediar todos los males de este mundo, que ya hay instituciones que se cuidan de ellos, que no sabemos si el dinero que pensábamos dar para las víctimas del Tsunami o de la campaña del 0’7 o del Domund llegará o no a los destinatarios…?
El Catecismo de la Iglesia Católica habla de «Cristo médico» y de la Iglesia que le intenta imitar: «La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblo y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo. Es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: estuve enfermo y me visitasteis. Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren» (CCE 1503).
En efecto, es admirable la historia de la Iglesia en este aspecto. Ninguna otra institución se ha dedicado tanto a cuidar a los enfermos y a los marginados de la sociedad. Aún ahora, son muchos los cristianos ejemplares —misioneros, religiosas, voluntarios, enfermeras generosas, padres y familiares de ancianos o de discapacitados— que atienden con generosidad a esas personas, sobre todo a las incurables y las infecciosas.
¿En qué categorías estamos nosotros? ¿imitamos a Jesús en su actitud para con los enfermos y los marginados?
El punto de referencia, Cristo Jesús
Las cartas de Pablo son un buen «directorio» de actuación de una comunidad cristiana, con sus problemas y con los criterios de solución de estos problemas.
Nos irían bastante mejor las cosas si cumpliéramos lo que nos aconseja: que todo lo que hagamos, sea «para gloria de Dios», sin buscarnos a nosotros mismos. También si lográramos evitar lo que pudiera ser de escándalo —»piedra de tropiezo»— para otros. Todos somos débiles, pero si encima el hermano nos da mal ejemplo, nos sentimos todavía más débiles. Al revés, si en nuestra flaqueza tenemos el buen ejemplo del hermano que sigue fiel a su camino, aunque también a él le cueste, nos sentimos estimulados a ser más fieles también nosotros.
El modelo que pone Pablo es Cristo Jesús, a quien él intenta imitar en su actuación. Al decir «seguid mi ejemplo», no se está poniendo a sí mismo como punto de mira última, sino que añade: «como yo sigo el de Cristo».
La regla suprema para un cristiano es imitar a Cristo, ir adquiriendo su mentalidad. Si pensamos cada vez: ¿cómo actuaría ahora Jesús? ¿qué diría, qué pensaría, qué haría?, y contestamos sinceramente a esta pregunta, estamos en el mejor camino para que nuestra vida sea en verdad evangélica.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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