Alejandro Carbajo, CMF
Se puso a orar.
Queridos hermanos, paz y bien.
Las lecturas hoy nos presentan a personas que sufren. En la primera lectura y en el Evangelio. Job, desde luego, no ve su futuro nada claro. No es lo que acostumbramos a ver en las redes sociales, o incluso, en nuestras relaciones diarias. Sólo a algunas personas les contamos lo que nos pasa de verdad. En general, “bien” o “como siempre” son las respuestas a la pregunta de “¿cómo estás?”. No queda tiempo para quejarse, o, a veces, ya no hay ganas, porque sentimos que no sirve para nada. Nos guardamos todo, aunque, quizá, hay gente a nuestro alrededor dispuestos a ayudarnos, si nos abriéramos. Pero no. Ponemos al mal tiempo buena cara, y seguimos adelante. Es difícil confiar. Nos cuesta mostrarnos débiles. No creemos que podamos merecer la compasión ajena.
En realidad, lo que le pasa a Job es parecido a lo que nos puede pasar a nosotros. Mucha gente lo está pasando mal. La situación económica, el trabajo, la salud, el amor… Sabemos que es así, aunque ellos no digan nada. Nosotros tampoco decimos nada, por un falso respeto. Y así seguimos.
Lo que tenemos que hacer es hablar, contar lo que nos sucede, para mejorar y que puedan apoyarnos. Hay que encontrar el sentido de la vida, para evitar caer en la depresión. Hay una solución, más barata que un psicólogo. Es lo que hizo Job. Le cuenta a Dios todos sus sentimientos, su falta de esperanza, lo mal que le va todo. Es valiente, para confiar en el Señor. ¿Y yo? ¿Soy capaz de acudir a dios como Padre bueno, al que le puedo contar mis cosas, y quejarme, si es el caso? Puede que sí, puede que no. Si soy creyente, he de confiar en Dios y pedirle ayuda y amparo en los malos momentos. Una sincera oración, confiando en Él, nos puede ayudar. Eso es lo que hizo Job. No es un golpe de pesimismo, es poner en manos de Dios todo lo que le pasa. Quien llora y grita su dolor, aunque no lo sepa, está clamando a Dios, está pidiéndole fuerza y luz para el camino.
Pablo nos habla de predicar el Evangelio de Cristo como algo superior a sus fuerzas. Un hecho que no puede evitar. Como el bailarín que no puede dejar de bailar, o como un padre que se preocupa por sus hijos. O lo que sentía san Antonio María Claret: La caridad me urge, me impele, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar (Autobiografía, ? 212). Pablo dice que no puede hacer otra cosa, y que lo que enseña no es su palabra, sino el Evangelio, la Palabra de Dios. Este es un buen consejo. Transmitir la doctrina de la Iglesia, no lo que yo pienso o lo que a mí me parece. Hay que entregar la Palabra como es, sin rebajas ni descuentos. Y hacerlo a tiempo y a destiempo.
Además, Pablo ha dedicado su vida a los hermanos gratuitamente, sin esperar nada a cambio. No le debe nada a nadie, lo hace todo desinteresadamente y porque no puede vivir de otro modo. Y no le pide nada a nadie. No tiene más deuda que la del amor (cfr. Rom 13, 8). Se ha encontrado con el tesoro escondido, y lo quiere compartir con todos. A costa de muchos sufrimientos, con mucho desgaste físico, ha entregado todo su ser a la causa del Reino. Es lo que sienten muchas personas en sus voluntariados, que “pierden” tiempo por los demás. Gratis et amore. Es a lo que, puede ser, te está llamando también a ti Dios.
El Evangelio continúa narrándonos una jornada “típica” de Jesús. El pasado domingo vimos cómo enseñaba en la sinagoga, con autoridad. Hoy seguimos su periplo al salir de dicho lugar. Se va a comer a casa de su amigo Pedro, y allí le cura la fiebre a la suegra de éste. No es un milagro espectacular, como el de la semana pasada, los cerdos de Gerasa que caen por el acantilado o la resurrección de Lázaro.
Es verdad que es algo pequeño, en comparación. Pero, al mismo tiempo, es muy simbólico este “milagrito”. Nos explica, en pocas palabras, qué significa ser seguidor de Jesús. Seguir a Cristo significa haber sido curado por Él, y, ya curado, ponerse a servirle a Él y a los demás. Él nos muestra su amor, se nos acerca en la Reconciliación y en la Eucaristía, cada vez que celebramos esos sacramentos. Nos sana, nos cura. Y el que ha sido curado, lo normal es que, como agradecimiento, se ponga a servir, haga de su buen estado de salud un don para los demás. Servir, como testimonio de los dones que hemos recibido. Ayudar a los que están cerca, sin olvidarnos de los que están lejos, en estos tiempos de globalización. Que no se nos cierren las entrañas, ante tanta necesidad. “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35)
La jornada de Jesús prosigue con las curaciones de enfermos y endemoniados. Y otra vez, impone el silencio. “como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.” Es que Cristo no buscaba el éxito, sino la conversión de los corazones. Y ni el bien hace ruido, ni el ruido hace el bien. Servicio a todos, para que se vieran las señales de la llegada del Reino, pero sin prisa. Todo tiene su tiempo. Mover los corazones, en profundidad, no por haber visto unos signos extraordinarios.
Y tiempo para orar es lo que abre la jornada de Jesús. Después de la predicación y del servicio, la oración es otro de los pilares de su jornada. La oración. Un lugar desierto, soledad, silencio… Toda la misión surge de aquí, de esta fuente interior. No sería la única vez que Cristo se retiró a orar. Tiempo para Dios, antes de dedicar tiempo a los demás. Para poder dedicarse a la obra del Reino, necesita estar unido a su Padre. Discernir permanentemente su voluntad, para hacer lo que Dios quiere. Antes de hacer, orar. Algo que nos viene a todos bien recordar. Que la jornada empiece pidiendo a Dios ayuda, y termine dándole gracias y pidiendo perdón por los errores.
Cuando los discípulos le encuentran – todos le buscan - escuchan de sus labios lo que podríamos llamar el ideal misionero de Jesús: “vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.” El sueño de Jesús es estar siempre en salida. Lo que nos recuerda a menudo el Papa Francisco, ir al encuentro de todos los necesitados. Jesús se dedicó a viajar por muchos lugares. Nosotros, quizá, no podemos estar tan libres para la misión. Pero sí podemos imitar a Jesús en la oración, en la dedicación a los demás, con nuestro tiempo o nuestras capacidades, sanando heridas o soledades, en mayor o menor medida, y en la preocupación por el desarrollo del Reino de Dios. Que se note que somos creyentes. Cada día.
Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.
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