30 noviembre 2023

La misa del domingo I de Adviento, 3 de diciembre

 


La misa del domingo

El Señor Jesús, haciendo uso de una brevísima parábola, exhorta a sus discípulos a mantenerse «despiertos y vigilantes».

Velar, literalmente, significa no dormir, mantenerse despiertos, luchar contra el sueño y el adormecimiento que sobreviene al hombre cuando se hace entrada la noche y está cansado. Vigilar significa estar constantemente atento, tener todos los sentidos despiertos para no dejarse sorprender por un peligro, por un enemigo que se acerca, por un ladrón que quiera asaltar la casa, etc.

Mantenerse despierto y estar vigilante son actitudes fundamentales en las que se debe ejercitar el discípulo de Cristo ante su retorno glorioso al final de los tiempos. Espera y no se cansa de esperar aquel que cree en Él y confía en sus promesas: Él prometió volver, aunque no precisó cuando.

La exhortación a la vigilancia continua obedece justamente a la incertidumbre de aquella hora en que el Señor vendrá al final de los tiempos (ver 2ª. lectura): «pues no saben ustedes cuán¬do llegará el momento».

El Señor en la parábola se compara a sí mismo con el dueño de la casa que «se fue de viaje», dejando «a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que vigilara». El dueño de la casa «es Cristo, quien, subiendo triunfante a su Padre después de la Resurrección, dejó corporalmente la Iglesia» (San Beda). El tiempo de su ausencia es el tiempo presente, el tiempo que la humanidad vive actualmente.

El momento de su retorno permanecerá desconocido para todos: «no saben cuándo vendrá el dueño de la casa». El desconocimiento del día y de la hora de su venida, así como la advertencia de que vendrá inesperadamente, invita al discípulo de Cristo a permanecer siempre en espera, a estar preparado ahora y en todo momento.

Vigila el siervo que cumple la tarea encomendada, que asume las responsabilidades a él encomendadas por su señor, que no descuida o abandona sus tareas cotidianas pensando que el dueño tarda en llegar y que “habrá tiempo” para prepararse más adelante. Quien no se encuentra preparado en todo momento se parece a aquel que se queda dormido: será sorprendido por la llegada de su Señor. De este modo él mismo se pone en situación de ser despedido, lo que en términos de la parábola significa autoexcluirse por toda la eternidad de la Presencia del Señor.

El creyente, con la misma intensidad con la que antiguamente el profeta Isaías anhelaba que Dios se hiciese presente en medio de su pueblo rasgando el cielo y bajando a la tierra (ver 1ª. lectura), anhela, espera y se prepara para la segunda venida de su Señor. Quien vendrá al final de los tiempos es el Emmanuel, Dios-con-nosotros (Mt 1,23), el Hijo de la Virgen cuyo nombre es Jesús, Dios que salva (Ver Mt 1,21). Dios, que ya ha venido a nosotros haciéndose hijo de Mujer, volverá glorioso al fin de los tiempos.

 

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Comienza el tiempo de Adviento, tiempo de preparación para la jubilosa celebración de la Navidad. Cada uno de nosotros debe proponerse vivir intensamente este tiempo. Ayuda ciertamente la preparación exterior: adornar nuestras casas, oficinas, lugares de trabajo, cuartos, etc. con símbolos navideños y frases que expresen la espera del nacimiento del Señor.

Es importante recordar que la Navidad no es “Papá Noel”, tampoco es solamente una ocasión para reunirse en familia. ¡Navidad es Jesús! Y sin Jesús, no hay Navidad. No dejemos, pues, que la preocupación por comprar regalos, por preparar la cena familiar, por la cercanía de la fiesta de fin de año, la invasión de comerciales, la tristeza por la ausencia de algún o algunos miembros queridos, etc., nos arranque a Jesús de nuestras mentes, de nuestros corazones, de nuestras familias, de nuestras sociedades todavía cristianas.

Pero no bastan los símbolos externos y adornos, el armado del Nacimiento o el canto de los villancicos para prepararnos para la celebración jubilosa de la Navidad. El sentido del Adviento es llevarnos sobre todo a una preparación y purificación profunda para el encuentro con Cristo, en el hoy de cada día así como cuando llegue el encuentro definitivo con Él. Nuestra fe nos enseña que al final de los tiempos Él vendrá en toda su gloria y esplendor. Será el día de su “última venida”. Es un día del que nadie sabe ni el día de la hora, por ello, no debemos afligirnos cada vez que alguien anuncia el año del fin del mundo. Nada tiene que ver con coincidencia de números en el calendario, o supuestas fechas indicadas en calendarios mayas. Nunca debemos prestar oídos a quienes aseguran saber la fecha del fin del mundo.

Por otro lado, lo más probable es que el día de su última venida «será para cada uno aquel (día) en que salga de este mundo tal y como deba ser juzgado. Por ello debe vigilar todo cristiano, para que no le halle desprevenido la venida del Señor, pues hallará desprevenido aquel día a todo el que no esté prevenido el último día de su vida» (San Agustín). Así, pues, conviene avivar la conciencia de que en este mundo sólo estamos de peregrinos hacia una patria definitiva, y que de lo que se trata es de conquistar la vida eterna.

Pero he aquí que una inmensa multitud de hombres y mujeres vive como si esta vida lo fuera todo. Sumergidos en las vanidades de este mundo, ocupados y divertidos en tantas cosas, “aprovechando” mientras pueden y como pueden el tiempo presente, no esperan ya en nadie, no esperan a ningún Salvador. Tampoco creen que nadie, al final de sus días, les tomará cuentas. Aunque dicen que creen en Dios, viven como si Dios no existiera. Sus planes, sus proyectos e ilusiones, sus esfuerzos, luchas y sacrificios tienen como meta última esta sola vida y olvidan la eternidad que se les avecina. Sus máximas aspiraciones, sobre todo si son jóvenes aún, son llegar a “ser alguien” en la vida, tener una buena carrera, gozar de algún prestigio, tener dinero, disfrutar de los placeres sin límites morales, formar una familia sin que la alianza matrimonial signifique “para siempre” sino “mientras dure el amor”, etc. Su esperanza está puesta en el éxito, tan pasajero y efímero al fin. No es de extrañar que tantos que sólo ponen sus esperanzas en lo que ven, en lo palpable y medible, en lo visible y pasajero, terminen pensando que la felicidad como un estado permanente para el ser humano es una cruel ilusión, que no existe tal felicidad y que lo único que se puede lograr sólo son algunos momentos fugaces de alegría, gozo o placer.

¿Pero es lo que ofrece este mundo lleno de vacías vanidades e ilusiones de momento todo lo que el ser humano puede esperar, todo a lo que puede aspirar? ¿Hay algo consistente, que dure para siempre, que sea fuente de gozo perenne? ¿Qué pasa con aquellos que esperamos más? ¿Con quienes percibimos fuerte la necesidad del Infinito, la necesidad de ser felices no sólo por unos momentos, sino para siempre? ¿Qué pasa con quienes no nos contentamos simplemente con “pasarla bien” para luego sentirnos nuevamente tan vacíos, solos, abandonados, cada vez más frustrados y decepcionados de la vida?

Para quienes todavía esperan “contra toda esperanza”, para aquellos que aún esperan en Dios y esperan de Él la salvación, ¡Dios se ha hecho hombre! Y no sólo eso: Jesucristo, el Hijo del Padre eterno que nació de María Virgen, nos ha reconciliado en la Cruz, y resucitando ha abierto para todos los que creen en Él las puertas de la vida eterna, una vida plena de felicidad en la que nuestros más profundos anhelos serán plenamente saciados.

En este tiempo de Adviento los cristianos estamos llamados a intensificar nuestra esperanza para vivir de esa esperanza, siempre preparados para cuando el Señor nos llame a su presencia, así como también para saber dar razón de nuestra esperanza a tantos que en el mundo carecen de ella (ver 1Pe 3,15).

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