El Evangelio y las lecturas elegidas para la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, anuncian realidades escatológicas, es decir, aquellas cosas que vendrán luego de nuestra muerte y al final de la historia de la humanidad.
En el Evangelio, al concluir su “discurso escatológico”, el Señor anuncia un juicio final. Lo hace presentándose a sí mismo como el Rey-Mesías que al final de los tiempos vendrá en gloria, acompañado de sus ángeles, para juzgar a su rebaño. La escena hace eco del pasaje de Ezequiel (1ª. lectura), cuando Dios anuncia que luego de reunir a los miembros dispersos de su rebaño juzgará «entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».
Está implícito que a esta convocatoria universal para presentarse ante el Rey-Mesías antecede la resurrección de todos los muertos. Otros pasajes de la Sagrada Escritura echan luz sobre este acontecimiento (ver 1Cor 15,51-57; 1Tes 4,16). San Pablo enseña que así como por Adán vino la muerte a todos los hombres, por Cristo todos los muertos volverán a la vida (2ª. lectura). Cristo, el primero en resucitar, será también modelo y principio de resurrección para todo ser humano.
La gran multitud de resucitados se presentará entonces ante el Rey-Mesías para el juicio universal. La sentencia de este juicio será pública y final.
Lo que resulta novedoso de este juicio es que lo que se presenta como materia de examen no son los males o crímenes cometidos por la persona a lo largo de su vida, sino el bien realizado u omitido, la caridad vivida o negada para con el prójimo necesitado de alimento, de agua, de cobijo, de vestido, de compañía. El juicio, en resumen, es presentado como un juicio sobre el amor, un amor a Cristo que se verifica en el amor al prójimo que sufre, especialmente a los “más pequeños”, es decir, a aquellos que son despreciados u olvidados por la gran mayoría: «cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron».
El amor al prójimo permite distinguir entre el amor genuino a Dios y el que sólo lo es en apariencia, de la boca para afuera. Quien no ama al hermano a quien ve, con un amor que se expresa en obras concretas de caridad, miente si dice que ama a Dios a quien no ve (ver 1Jn 4,20-21).
El juicio final dará lugar a una separación o división en dos grupos. Según el uso rabínico, cuando había que hacer una selección, a la derecha siempre se ponía lo mejor. Serán separados aquellos que supieron amar de aquellos que se cerraron al amor.
No habrá nuevas oportunidades, por medio de sucesivas reencarnaciones. Quienes en el transcurso de ésta su única vida (ver Heb 9,27) se negaron a amar, cerrando sus entrañas a las necesidades del prójimo, son calificados de “malditos”. Quizá el calificativo execratorio suene exagerado, demasiado duro; sin embargo, obedece a la realidad de un egoísmo que ha pervertido totalmente sus entrañas hasta hacerlo incapaz de amar. Incluso cuando cree que ama a otros, no ha hecho más que amarse a sí mismo.
La omisión, no hacer algo por remediar la necesidad o aliviar el sufrimiento del prójimo cuando está en sus manos el hacerlo, es lo mismo que obrar el mal y manifiesta una grave falta de amor que deforma el rostro humano hasta tornar maldito a quien está convencido incluso que ama a Dios porque cumple con participar de ciertos rituales religiosos externos. Lo único que ha hecho —y ante Cristo quedará patente— es tranquilizar su propia conciencia convenciéndose de que está bien con Dios mientras “no haga mal a nadie”, cuando de lo que en realidad se trata es de actuar por el amor y la caridad, de hacer el bien al prójimo, de hacerse solidario con su sufrimiento y buscar ayudarlo o acompañarlo de algún modo. El individualismo, en cerrarse en su propio mundo olvidando el sufrimiento de tantos, el pasar por la vida sin preocuparse más que de sí mismos, el egoísmo, el no hacer nada por los demás, conduce a cada cual a su autoexclusión de la comunión de Dios, que es Comunión de Amor.
Cabe resaltar que, por duro que sea, la sentencia final será irrevocable y eterna.
En efecto, el Señor anuncia que los malvados «irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna». En cuanto al lugar del castigo eterno, se trata de la separación definitiva de Dios.
Por otro lado, «los justos irán a la vida eterna», que consiste en entrar con Cristo en la comunión eterna de amor con Dios y todos los que son de Dios.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
No son pocos los cristianos que rechazan las enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno y prefieren creer que no existe, aduciendo que fue un “invento de curas” para mantener el dominio sobre los fieles. Ellos argumentan: “¿Cómo podría un Dios que es todo amor condenar al hombre a un lugar tan terrible, y por toda la eternidad? Si Dios es amor, entonces el infierno no existe”.
Sin embargo, allí están las tremendas palabras del Señor en el Evangelio: «Apártense de mí, malditos, váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles». ¡Y no es la única vez habla de esta terrible realidad y posibilidad para nosotros! (Ver Mt 8,12; 10,28; 13,45; 22,13; 24,51; Mc 9,47; Lc 13,26-28). La doctrina sobre el infierno no es “invención” de la Iglesia, sino una enseñanza clara del Señor Jesús.
Pero, si esto es así, ¿cómo se conjuga con el amor infinito de Dios? Dios ciertamente es amor (1Jn 4,8.16). Nos ha creado por amor y para el amor. Por el inmenso amor que le tiene a su criatura humana, no quiere que nadie se pierda, y tanto lo quiere que Él mismo se ha hecho uno como nosotros, Él mismo asumió nuestra naturaleza humana para cargar sobre sí nuestro pecado y para reconciliarnos… ¡en la Cruz! Dios ha hecho todo, hasta lo impensable, para que su criatura humana tenga vida, la tenga en abundancia y la tenga para toda la eternidad. Por tanto el problema no está en Dios, sino en el hombre, en el rechazo que él hace de la invitación divina a participar de ese amor, en excluir a Dios de su propia vida para seguir su propio camino, lejos de Dios, sin Dios, y muchas veces en contra de Dios. Esto es lo que llamamos pecado.
A pesar de este rechazo, Dios nos sigue amando tercamente. Cristo en la Cruz perdona, reconcilia, toca y toca a la puerta del corazón de todo hombre invitándolo a abrirle. ¿Puede el amor de Dios expresarse en un grado más alto que ese? ¿Qué más pudo hacer Dios por nosotros?
Pongámoslo de un modo muy sencillo y comprensible. Si un hombre, que ama intensamente a una mujer, le propone matrimonio, le manifiesta su amor incondicional una y otra vez, pero ella una y otra vez le dice “no”, en algún momento él, aunque la siga amando, se apartará. ¿Qué más puede hacer, si ella no quiere? ¿Obligarla contra su voluntad? No sería amor, porque el amor exige libertad. No le queda más que dejarla ir. El problema no es que él no la ame, sino que ella, haciendo uso de su libertad, no quiere ese amor y lo rechaza. Ésa es su opción, es su decisión, absolutamente libre. Ante la propuesta de quien ama quien elige su destino es la amada: está en sus manos aceptarla o rechazarla. Algo análogo sucede con cada uno de nosotros: Dios nos ama, hasta el extremo, con “locura”. Por ese amor nos invita a participar de su comunión divina de amor, a ser amados por Él por toda la eternidad, a amar nosotros sin límite ni medida. Pero podemos decirle “no”, “déjame en paz”, una y otra vez, hasta que Él ya nada más pueda hacer, hasta que lo único que le quede sea dejarnos “en paz”. Y eso, justamente, es el infierno: la autoexclusión de la comunión con Dios. En el día del juicio Dios no podrá hacer otra cosa sino respetar esa opción.
Más a quien le abre las puertas a Cristo, a quien procura amar como Él y amarlo a Él en los hermanos concretos, sirviéndolos con generosidad, Dios lo recibirá en la eterna comunión de amor con Él y con todos los santos. Eso es el Cielo: amar y ser amados por siempre, viviendo una intensa y gozosa comunión de amor sin límite ni medida (ver 1Cor 2,9).
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