En diversas ocasiones los encargados de una ponencia o los llamados a desarrollar un tema, suelen concluir con la siguiente coletilla: “en resumen” o “resumiendo”. También, Jesús de Nazaret, nos hace una síntesis de todo aquello por lo que Él se ha movido, ha hablado y actuado: el amor de Dios en beneficio del hombre. ¿Sirven unas normas que sean cumplidas sin ser tener en cuenta la razón por las que se pensaron? ¿Son las leyes, por lo menos algunas, resorte de los derechos humanos, paradigma de la dignidad de las personas?
1.- Hoy, en un mundo convulsionado, confundido, complicado y en el que día a día, una y otra vez, nacen leyes –consensuadas por una mayoría– en pro del bienestar, nos podríamos preguntar: ¿Son esas leyes justas o injustas? ¿Favorecen a todos o a una minoría? ¿Están encaminadas al bien común o al bien particular? ¿Están regidas desde la ética y la moral o desde el simple capricho? El Evangelio de este día nos da la tónica que ha de llevar en su vida un cristiano: el amor a Dios y al prójimo ha de sostener lo que somos, decimos y hacemos.
Los escribas que tentaban a Jesús intentaban desempeñar al dedillo nada más y menos que 613 mandamientos. Con ello, sin darse cuenta, miraban tanto al libro que olvidaban al autor; se fijaban tanto en la letra que vivían de espaldas al espíritu con el que fue escrita; adornaban de tal manera su existencia que, escasamente, percibían el dolor o las miserias de aquellos que les rodeaban. Porque, la cuestión, no era quién cumplía más y mejor la Ley. Jesús pone el dedo en la llaga y les recuerda que, el amor a Dios, pasa necesariamente por el amor al prójimo. No nos puede ocurrir como aquel conductor que presumía de un cumplimiento perfecto del código de normas del tráfico pero, en esa obsesión, apenas disfrutaba ni del paisaje que cruzaba con sus coches en sus numerosos viajes y, lo que es peor, dejaba a pie de carretera a personas que necesitaban su auxilio o su atención.
2.- Hoy, sin embargo, me da la impresión que –también este mandamiento angular del amor– muchos de nosotros, y también de los que no están en esta Eucaristía, lo entendemos o lo vivimos a nuestra manera. A menudo solemos decir y escuchar: “yo amo a Dios y no necesito de la Iglesia” “yo hago el bien y, eso, es suficiente”. Y, en estas frases, que pueden ser pancarta de una gran verdad, también pueden darse motivos para la autojustificación, para no beber de las fuentes de la Palabra o, incluso, para amar a Dios y al prójimo…pues eso…”a nuestra manera” pero no “a la manera de Dios”. ¿No os parece que esto es así?
--Cuando decimos “yo amo a Dios” ¿Lo hacemos con todas las consecuencias, en todo y sobre todo?
--Cuando presumimos de hacer el bien ¿Lo hacemos sin distinción, todos los días y a todas las horas como Dios mismo nos ama?
--Cuando, en un intento de posicionarnos al margen de la vivencia religiosa, solemos afirmar que “lo importante es hacer el bien” ¿no os parece que, en el fondo, se esconde una ideología en la que Dios cuenta poco o nada?
3.- Sí, hermanos. De sobra sabemos que amar a Dios y al prójimo es el resumen o la síntesis de todo el evangelio. Pero, cuando uno descubre el amor que Dios nos tiene (y, en contrapartida, el amor que hemos de ofrecer a los demás) es cuando cae en la cuenta que, el resto de los mandamientos, apuntalan todo ese edificio amoroso en el que conviven, disfrutan y se encuentran el amor divino con el amor humano.
O dicho de otra manera: quien ama a Dios, sobre todas las cosas y quien se vuelca en el prójimo como en uno mismo es porque, a la fuerza, cumple a la perfección el resto de los mandamientos. ¿O no?
Javier Leoz
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