27 octubre 2023

Misa del domingo 29 de octubre de 2023

 Luego de la respuesta del Señor, aquel grupo de herodianos y discípulos de fariseos que con mala intención le habían preguntado sobre la licitud de pagarle el tributo al César se «quedaron maravillados, y dejándole, se fueron».

Aquel mismo día se le acercaron también unos saduceos, quienes negaban que hubiese resurrección de muertos. Ante la dificultad por ellos planteada, el Señor enseña que tanto hombres como mujeres serán «como ángeles en el cielo» y que por eso mismo nadie tendrá necesidad de marido o mujer (Mt 22,30). Una vez más «la gente quedaba maravillada de su doctrina» (Mt 22,10-33).

Los fariseos, al oír que el Señor Jesús había hecho callar a los saduceos, se reúnen entre sí. Los fariseos, a diferencia de los saduceos, sí creían en la resurrección de los muertos (ver Hech 23,6-9). Uno de ellos, que era experto en la Ley, se acercó entonces a Jesús para ponerlo a prueba con esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?».

Aunque peirazo, el verbo griego utilizado por Mateo para calificar la intención con que se acerca el maestro de la Ley a Jesús, se traduce por “poner a prueba”, su sentido preciso depende del contexto. No siempre debe ser comprendido en el sentido malicioso de poner una trampa, sino que puede significar también “someter a examen” para que quede de manifiesto lo que Él piensa. Es posible que la pregunta en este caso no hubiese sido motivada por la malicia, sino por un deseo auténtico de conocer su pensamiento. En todo caso no vemos al Señor recriminarle alguna mala intención en su pregunta, como lo había hecho anteriormente (ver Mt 22,18).

En cuanto a la pregunta misma hemos de decir que las discusiones sobre la importancia de los mandamientos eran muy frecuentes entre los maestros de la Ley. Esto se debía a que en la Ley escrita, es decir, en la Torá —palabra hebrea que significa enseñanza, instrucción, o más específicamente ley y en sentido restringido se refiere al texto de los cinco primeros libros de la Biblia que los cristianos llamamos Pentateuco—, estaban contenidos 613 mandatos: 365 que prohibían y 248 que mandaban acciones referentes al culto, a los sacrificios, a las fiestas, a la compraventa, a las relaciones familiares, al matrimonio, a las relaciones laborales, sociales y comerciales, sumados a cuestiones higiénicas, alimenticias, funerarias, etc. A esta Ley escrita, la tradición posterior y, sobre todo, la escuela farisea, había añadido centenares de nuevos preceptos.

No todos los preceptos eran iguales en importancia. Los maestros de la Ley los dividían en preceptos “ligeros” y “graves”. También consideraban una jerarquía entre los últimos, de modo que podía haber unos más graves porque superaban en importancia a todos los demás. La diferencia de opinión en cuanto a esta gravedad y primacía entre los mandamientos generaba no pocas discusiones entre los maestros, dando origen a diversas listas y clasificaciones. Por ello la pregunta a Jesús puede obedecer en este caso a un deseo sincero de conocer cuál sería para el más importante de todos los mandamientos.

Para el Señor el más “grave” o de mayor peso es el mandamiento contenido en el Shemá Israel (que traducido del hebreo significa “Escucha Israel”), primeras palabras y nombre de una de las principales oraciones que todo israelita varón debía recitar dos veces al día, expresando su fe en un único Dios y su adhesión a Él : «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser» (Dt 6,4-5). Las expresiones “corazón”, “alma” y “ser”, más que expresar cosas distintas, son formas semíticas de decir globalmente lo mismo.

Evidentemente para los judíos este mandato del amor de Dios sobre todo era fundamental. Sin embargo, una equivocada comprensión del mismo llevaba a muchos rabinos a darle una importancia excesiva a otras cosas secundarias de la misma Ley. De este modo llegó a ser frecuente, por ejemplo, que muchos rabinos pusiesen por encima de todos los preceptos el mandamiento de sacrificar diariamente dos corderos de un año al Señor, desvirtuando el precepto del amor a Dios por el precepto de sus ritos.

El Señor insistirá en situar por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: «Este mandamiento es el principal y primero». Sin embargo, añade inmediatamente: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”». Este segundo mandamiento también estaba contenido en la Torá (ver Lev 19,18). Al decir “semejante” quiere decir “de igual valor”, de igual importancia, de igual peso y necesidad de obediencia. Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables unidos el uno con el otro, forman para Él el “máximo” mandamiento, el que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33). Para Él «practicar la justicia y la equidad, es mejor ante Dios que el sacrificio» (Prov 21,3; ver Os 6,6; Jer 7,21-23). Él añade este mandamiento y lo hace «semejante al primero» dado el olvido o devaluación en que había caído el mandamiento del amor al prójimo frente a otros preceptos ritualistas.

Concluye el Señor afirmando solemnemente que «estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas». La Torá y la enseñanza de los Profetas “penden” o “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Sufre quien no es correspondido en su amor. Se queda solo quien se niega a amar o no alcanza ser amado o amada. ¿Y no es espantosa y angustiante esa soledad? ¿No es a quedarnos sin nadie a lo que más le tememos y huimos? ¿No hemos sido alguna vez o somos acaso ahora infinitamente tristes cuando experimentamos la ausencia de alguien que nos ame verdaderamente? ¿Quién resiste la soledad, ese sentirse abandonado, sin nadie que lo valore o se preocupe por uno? En la soledad la alegría por la vida se extingue poco a poco y el sufrimiento se hace a veces insoportable.

Y es que así somos: ¡necesitamos de otros “tú” humanos, necesitamos de la comunión profunda con esos otros seres semejantes a nosotros, necesitamos amar y ser amados para ser felices! Llámese amor paternal o filial, amor fraternal, amor de enamorados o esposos, o amor de amistad. Necesitamos vivir el amor, y nuestra vida se llena de luz, se hace hermosa y plena de sentido cuando lo vivimos. Es entonces cuando descubrimos que nuestra felicidad finalmente no depende de cuánto dinero tengamos, de cuántos éxitos en la vida logremos o de cuánta fama y poder alcancemos, tampoco de cuántos placeres gocemos y disfrutemos, sino de cuánto amemos y seamos amados de verdad.

Pero, ¿por qué es ésta una necesidad para nosotros? Experimentamos en nosotros esa profunda “hambre” de amor y comunión porque hemos sido creados por Dios, que es Amor (1Jn 4,8.16), para el amor. ¿Pero es posible alcanzar ese amor al que aspira intensamente el corazón humano? ¡Sí! Y el camino es abrirnos al amor de Dios, dejándonos amar por Él, amándolo a Él sobre todo y con todo nuestro ser. De ese modo entramos en comunión con aquel “Tú” por excelencia que responde verdaderamente a nuestros intensos anhelos de amor, para que nutridos de ese amor divino, podamos al mismo tiempo amar como Él, con su mismo amor, a nosotros mismos y a nuestros semejantes.

En efecto, quien pone a Dios en el centro de sus amores, no limita su amor a sólo Dios, no ama menos a los demás, nada “pierde” o renuncia al amor humano, sino que experimenta cómo su corazón se ensancha cada vez más, su amor se purifica, crece, madura, enciende su vida y se expresa en lazos de verdadera amistad, de un auténtico amor humano que nunca pasará, porque Dios no pasa nunca, y quien lo ama a Él y en Él ama a todos, permanecerá también en eterna comunión con todos aquellos o aquellas a quienes ama.

No olvidemos que quien ama a Dios sobre todo, ama a sus semejantes como Él los ama. Nuestra vida está llamada a transformarse en una manifestación del amor de Dios para con todos los seres humanos sin excepción, un amor que se hace palpable en la misericordia, la caridad y la solidaridad con el prójimo. Ese, en realidad, es el camino más seguro para crecer en el amor a Dios: amar al prójimo.

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