1.- «Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…» (Is 25, 6) Nuevamente Dios nos habla de cosas terrenas para hacernos entrever las que son propias del cielo. Palabra humana que contiene realidades divinas, en la medida en que esto es posible. Hoy nos habla la liturgia de un festín maravilloso en la cima del monte santo. Una montaña sagrada, ese símbolo que los hombres de todos los tiempos han sabido vislumbrar, sintiendo que allá en la cima de un monte es más sensible la grandeza de Dios.
Cuántos santuarios están clavados en las peñas más escarpadas. Como nidos de águilas, colgados entre el cielo y la tierra, allá por donde las nubes pasan. Como si en estas alturas la cercanía de Dios fuera mayor, como si entonces hubiéramos llegado a la antesala del cielo… Levanta el vuelo de tu imaginación, asciende por las zigzagueantes sendas que conducen a la altura. Escala día a día las escarpadas rocas de todos los momentos. Asciende, asciende siempre. Aunque la fatiga te haga detener la marcha por unos momentos. Entonces descansa un poco y emprende luego la escalada, asciende hasta la cumbre. Allí te espera Dios.
«La mano del Señor se posará sobre este monte… (Is 25, 10) Nuestro gran místico castellano habló extensamente sobre la subida al monte Carmelo. Vio en éste el lugar un símbolo del encuentro con Dios. Juan de la Cruz, hombre de tierra llana, hijo de la ancha Castilla, voló tan alto, tan alto que a la caza le dio alcance… Subir, subir cada día un poco. Eso ha de ser nuestra vida siempre. Y saber dar a cada jornada el color y la luz que, para un alpinista, tiene el trecho de escalada que ha de recorrer. Aire deportivo para todas nuestras horas. Sin miedo al viento frío de las cumbres, con el alma limpia como el aire de los altos picachos. La piel tostada y los músculos tensos, coronando al fin de cada día las etapas que nos hemos señalado.
Volar como las águilas, sin quedarnos en ave de corral; remontarnos por encima de las mil miserias de la vida. Dios nos llama a cosas mayores, quiere vernos despegados de la materia pesada que frena nuestro vuelo. Quiere que seamos libres, con las alas del espíritu siempre limpias, ágiles y prontas para remontar el más bello y alto vuelo.
2.- «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar…» (Sal 22, 1) Habría que vivir en las áridas tierras de Judá para comprender el hondo sentido que encierran las palabras del salmo, habría que haber recorrido la ruta de los beduinos, que aún hoy van con su rebaño en busca de lugares donde crezca un poco de hierba, o brote el agua con que abrevar al ganado. Entonces quizás nos calaría mejor este canto de esperanza y de paz que la Iglesia pone en nuestros labios y en nuestros corazones.
Canto de esperanza y de paz, deseo divino y humano, de Dios y de quienes le representan. Exhortación para que cada uno viva la inquebrantable confianza de los hijos de Dios, esa seguridad que nada remueve, la firme persuasión de que cuanto ocurre entra de alguna manera en los planes del Señor, que busca con ello nuestro bien.
«… me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas…” (Sal 22, 3) Aunque camine por cañadas oscuras, dice el salmista, nada temo, porque tú vas conmigo y tu cayado me sosiega. La esperanza es, pues, compatible con las contradicciones y con la tribulación más grande. La esperanza brilla con más fuerza precisamente cuando todo se derrumba, cuando humanamente ya no hay remedio. Esperar contra toda esperanza, tener sosiego y serenidad cuando todo se tambalea.
Señor, tú que conoces a cada una de tus ovejas por su nombre, tú que amas al rebaño porque es tuyo, que no eres como el mercenario que huye ante el peligro, tú que te enfrentas con el lobo aun a riesgo de tu vida, quítanos el miedo y la tristeza. Tú que abandonaste a buen recaudo a las noventa y nueve, para buscar a la oveja perdida, tú que al encontrarla la pusiste sobre tus hombros regresando lleno de alegría; tú, mi buen pastor, infunde en nosotros la más firme esperanza.
3.- «Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo» (Flp 4, 12) San Pablo procedía de Tarso, rica ciudad comercial. En una ocasión hará defender sus derechos de ciudadano romano. Y frente al tribuno que le explica haber adquirido su categoría de ciudadano gracias a una fuerte suma, el Apóstol responde, no sin cierto orgullo, que él es ciudadano romano no por dinero, sino por su nacimiento.
Pero toda esa nobleza de su familia de sangre la sacrificó por su amor a Jesucristo. Desde su encuentro con él, camino de Damasco, Pablo sigue a Cristo y cambia su condición de rico romano por la de pobre misionero que va de un lado para otro, predicando incansable el Evangelio de la salvación.
Estoy entrenado en todo y para todo, nos asegura con sencillez este gran hombre. Sí, está entrenado. Es decir, está en forma para vivir fiel a Jesús. Y eso gracias a un entrenamiento continuo, esto es, gracias a la repetición incesante de oraciones, trabajos, privaciones y sacrificios… Y a ese entrenamiento estamos todos obligados. Sólo así podremos repetir con San Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta».
«En todo caso hicisteis bien en compartir mi tribulación» (Fl 4, 14) Aunque San Pablo se siente con fuerzas para sobrellevar, apoyado en Dios, todas las calamidades que le sobrevienen en su labor apostólica, él agradece con sencillez la ayuda que le prestan los cristianos de Filipos. Además, les enseña que esa conducta es muy grata a Cristo, por eso dijo que quien ayudara a un profeta recibiría paga de profeta.
En pago, les dice a ciencia cierta, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús… Sí, el que ayude a otro por amor de Dios, recibirá abundante recompensa; sobre todo si a quien se ayuda es, además, un ministro del Señor.
El tema de la generosidad presenta un amplio campo para un entrenamiento a fondo. Hay que ser generosos y desprendidos. Hemos de ponernos en guardia contra la mezquindad y la tacañería tan propia de los que tienen mucho, y hoy cada vez tenemos más. Hay que dar y hay que darse. Que no nos pueda la avaricia o la ambición de querer siempre más. Al contrario, tengamos muy en cuenta que a los ojos de Dios es mejor dar que recibir.
4.- «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo…» (Mt 22, 2) En un reino las bodas del rey son, sin duda, uno de los acontecimientos más festivos que pueden ocurrir. Por eso el Señor se vale de esta comparación, en más de una ocasión, para hacernos comprender de alguna manera las alegrías del Cielo. Alegría y abundancia de toda clase de bienes que se prolongan por muchos días. En el caso del Cielo por toda la eternidad. Estamos ante la promesa mayor que el Dios omnipotente nos hace, eso que colmará finalmente todos los deseos y anhelos del corazón humano. Es lo más que podemos decir de ese premio que el ojo no vio, ni el oído escuchó, ni el entendimiento humano puede imaginar.
Y este rey invita a unos y otros, nos llama a todos a participar de esa gran fiesta. Pero muchos rechazan su invitación, se justifican de mil maneras, no comprenden la grandeza del don que se les ofrece y lo cambian por unos placeres efímeros y vacíos. Luego se darán cuenta del mal negocio que han hecho, se lamentarán mirando sus manos vacías, cuando pudieron tenerlas llenas. No seamos sordos a la invitación divina, no dejemos pasar ocasión alguna de aceptar lo que nos ofrece. Aunque por ello tengamos que privarnos de otra cosa, estemos persuadidos de que al final siempre saldremos ganando.
Porque, además, el rechazo a esa invitación supone no sólo la privación de unos bienes excelentes, sino también el ser castigados con el padecimiento de unos males terribles. La parábola habla del incendio de sus ciudades. Luego se refiere también a las tinieblas exteriores, al llanto y al rechinar de dientes. Para siempre a oscuras, mientras que los de dentro, los que disfrutan del gran banquete del rey, gozan de la luz y la gloria. Ellos reirán y cantarán cerca del Rey de reyes, vivirán por siempre la paz que sólo Dios puede dar. Los otros, los que no aceptaron la invitación de bodas, llorarán a lágrima viva, con un gemir desconsolado, con una desesperación que no tiene otro consuelo que la rabia y el coraje contra uno mismo, el apretar con fuerza los dientes, hasta hacerlos rechinar.
El banquete real está todavía abierto para ti y para mí, para todo aquel que aún está vivo. Sí, mientras hay vida hay esperanza. Dios nos invita otra vez, nos dice que todo está preparado. Respondamos que sí, confesemos humildemente nuestros pecados. Revistiéndonos con la gracia del perdón divino, entremos en la sala del banquete, probemos en la Eucaristía cuán dulce y suave es el Señor.
Antonio García Moreno
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