Analizando bien las cosas, parece que la Iglesia, los cristianos, hemos perdido el sentido de la trascendencia. La mirada de la mayoría se ciñe al aquí y ahora del tiempo y espacios humanos. La vieja mirada al “más allá”, al espacio y tiempos de Dios, llamado eternidad, es desechada como anacrónica y falta de interés real. El caso es que los cristianos no tenemos mirada de cielo ni olemos a Dios.
¿Para qué hablar de Dios, de Jesucristo, a una cultura que quiere desterrarlo de su historia? ¿Para qué predicar hoy día la Vida Eterna como continuidad o plenitud de una vida que tiene a Dios como fundamento, como camino y como meta? La vida sólo se ciñe a la caducidad individual aquí, en este planeta lleno de individuos que no necesitan sentido… Dios no es necesario, dicen por ahí. Como si la Encarnación del Verbo fuera un mito, Dios una bonita idea, el evangelio un manual socio-político adaptable según convenga.
Basta controlar las emociones y desarrollar buenas estrategias de autoayuda, meramente cerebrales o profesionales. Basta con darle al planeta tierra una categoría sobrenatural y a la historia una categoría dogmática. Visto así, la salvación es una mera conjetura, no una verdad trascendente.
¿Encontrar a Dios? ¿Para qué? ¿Acaso es necesario? Tomar decisiones vitales más allá del aquí y ahora ¿para qué? Si optando por lo políticamente correcto, convirtiendo la pobreza en un valor ideológico, se vive mejor y, además, con el aplauso social. ¿Dar la vida y comprometerla con el Reino de Dios? ¿Acaso el Reino de Dios es real, más allá de la inteligencia emocional o de la mentalidad científica y la tecnología? Si el ser humano es mera corporeidad, con un cerebro lleno de pulsiones y controlable con medicamentos y técnicas de relajación… ni siquiera necesitamos espiritualidad, pues ésta es mera poesía, arte o estrategia. Lo cierto es que el desinterés por la fe, por la relación viva con Dios, está a la orden del día y, por desgracia, entre los bautizados, en general, brilla por su ausencia, al menos de boquilla.
Nuestros planes son los de siempre. Se resumen en tres palabras de una popular canción: salud, dinero y amor. Traducido: comer, beber, enriquecerse, evitar molestias, tener algún tipo de reconocimiento, vivir lleno de comodidades sin complicarse la vida y sin compromisos…
Sin embargo, la verdad es que hay Dios porque hay Jesucristo. Jesús no es fruto de la entelequia o de la imaginación novelesca de nadie. Jesús es real, de carne y hueso… y Espíritu. Toda su vida y obra remite a Dios y no a otra cosa. Su interés es el Reino de Dios y no otra cosa. Su obra es la salvación trascendente de la persona humana y no otra cosa. Este mundo es un espacio de encuentro y relación entre Dios y los hombres y mujeres… y el rostro visible de esa relación trascendental es Jesús. Esa es la Verdad.
Que el hambriento reciba su alimento, que el cautivo sea liberado, que el odio sea desechado, que el género humano sea salvado… que todos tengan vida… vida en abundancia… vida eterna. Mis caminos no son vuestros caminos, dice el Señor. La liberación y salvación del mundo no se produce por leyes o por voluntarismos altruistas o por tecnócratas. Se logra cuando la persona humana, aún en su máxima humillación social, descubre la verdad de su dignidad y el motivo de su existir… entonces puede ser libre y salvada.
El que ha entrado en la verdadera y vital relación con Jesús sabe que la fe no es una ideología más, sino la apertura incondicional de dos que se miran cuya relación se basa en la mutua confianza y en el mutuo don. Por eso, el evangelizador se entrega incondicionalmente, no para adaptar el evangelio a su mentalidad, sino para proponer sin tamices el encuentro con Jesucristo y facilitarlo. Por eso no se ahorrará ni su misma vida ni se quedará atado a sus intereses particulares… pues buscará la verdadera y única salvación posible para cuantos le rodean. El evangelizador, el creyente, el hombre o mujer que está en relación con Jesucristo, que es una relación transformadora porque es trascendente, desea seguir procurando frutos de salvación, en favor del Dios vivo y del hombre y mujer por los que el Señor da su vida, que es eterna.
El Reino de Dios se pone en marcha como iniciativa y obra de Dios mismo. Jesucristo, el Evangelio de Dios, es quien lo acerca al mundo y lo pone en marcha contando con nosotros, los que le recibimos y acogemos. Cada uno llega a la fe, a la relación con Jesucristo, cuando llega. Unos antes y otros después. Pero todos tienen en su haber la herencia del Reino que a todos se ofrece gratuitamente, como un don… pero un don trascendente. Es del cielo, pero atañe a esta tierra. Contiene eternidad, pero se inicia y dinamiza en la historia… una historia que, así, se transforma en historia de salvación.
Aquí y ahora es el tiempo y el momento para trabajar en favor del Reino de Dios. Se trata de hablar de Dios porque antes se ha hablado con Dios. La tarea evangelizadora es un anuncio explícito y valiente que da a conocer la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios, presente y vivo aquí y ahora. Porque es en el aquí y ahora donde las personas pueden buscar y encontrar a Dios. Más tarde puede ser demasiado tarde. Y la responsabilidad de que el Reino de Dios se malogre en la vida de alguien puede ser imputada a la indolencia, negligencia o manipulación del que, sabiendo que es un evangelizador… no evangeliza. El Reino de Dios se predica con palabras, desde luego, pero también con obras. La clave está en llevar una vida digna del evangelio de Cristo. Sin esa clave, la vida cristiana es disfrazada de ideología que no produce frutos de salvación porque no provoca el encuentro de las personas con Jesucristo, que es Dios.
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