1.- “El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee” (Si 27, 33) Qué fácilmente surge el furor y la cólera ante una ofensa, ante una acción injusta, ante quien nos hiere de alguna forma. Aunque a veces sea tan sólo un adelantamiento en automóvil, más o menos indebido, por alguien que tiene más prisa que nosotros. Cuánto enfado y mal humor se acumula en las carreteras, en las calles y plazas de nuestras ciudades. Cuánto insulto, cuánta palabra malsonante, medio reprimida o disparada, de modo incontrolado y a borbotones.
Y también hay enfados en el hogar. Convirtiendo en una especie de infierno o de verdadero purgatorio, lo que tiene que ser lugar de descanso, como un anticipo del paraíso. Por desgracia muchos, y muchas, parecen reprimirse y acumular mal humor, tapándolo con una sonrisa, para dar rienda suelta y verter todo ese mal talante cuando se entra en casa, amargando la vida a los familiares.
2.- “Piensa en tu fin y cesa en tu enojo…” (Si 28, 6) Recuerda la muerte y guarda los mandamientos, acuérdate de la voluntad de Dios y no te enojes con el prójimo… Apacíguate, hombre, apacíguate. Toma la vida con sentido del humor, toma a risa eso que te crispa los nervios. Si lo consigues, entonces serás más feliz, más dueño de la situación. Hay que tener señorío sobre las circunstancias, por adversas que sean. Con ello seremos más felices, y haremos más felices a los demás.
Perdona la ofensa al prójimo, y se te perdonarán tus pecados. En caso contrario no esperemos que Dios nos perdone. Sería como pedir el perdón al padre y negárselo al hijo. Eso es absurdo, e indigno. Por eso Dios cierra las puertas de su perdón al que se niega a perdonar a los demás… Los demás. Es decir, nuestros hermanos. También a los que no conocemos, o a esos que nos resultan antipáticos o incompatibles con uno mismo… Todos los hombres son dignos de nuestro perdón. Si Cristo los perdonó, quiénes somos nosotros para condenarlos. A los que Jesús redimió derramando su sangre, no podemos, en modo alguno, despreciarlos. A quienes Cristo amó hasta entregar su vida por ellos, a esos no los podemos mirar con indiferencia y mucho menos con odio… Mirar con simpatía a todo el mundo, abiertos a la amistad y la comprensión. Otra postura no es cristiana.
3.- “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades” (Sal 102, 3) En definitiva lo más grave que le puede ocurrir al hombre es estar en pecado, tener el alma manchada con una culpa grave, encontrarse al borde de la condenación eterna. Sí, es muy triste estar alejado de Dios. Por eso lo más grande que puede uno poseer es un sentido hondo del pecado, el temor de caer en él. Por el contrario, lo peor que nos puede suceder es no dar importancia al pecado, haber perdido la sensibilidad ante lo que está mal hecho, seguir como si tal cosa después de ofender gravemente al Señor.
Habla también el salmo del mal que se deriva de las enfermedades. Quizá para que a través de ellas comprendamos lo que es el pecado para nuestra alma. Sin embargo, también aquí somos torpes y lerdos a la hora de comprender, pues sólo cuando estamos realmente enfermos valoramos lo que vale la salud. Tendríamos, por tanto, que estar sufriendo siempre algún daño en nuestro cuerpo, para entender lo que significa el daño que el pecado ocasiona en nuestra alma.
Cuando se tiene un mínimo de sensibilidad para las cosas de Dios, entonces se percibe con claridad lo que es estar en gracia o estar en pecado mortal. Lo malo es cuando hemos encorchado nuestra conciencia. Como no vemos el peligro en que estamos, seguimos metidos en él, andando por el borde de un precipicio con los ojos vendados.
4.- “Nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 102, 10) Eso explica la ausencia de castigo inmediato, esa impunidad del pecador que a veces puede exasperar al justo. La paciencia de Dios es grande y, en ocasiones, espera un día y otro para intervenir… El Señor trata, por todos los medios, que comprendamos cuál es el camino que nos lleva a la perdición y cuál el que nos conduce a la salvación. Lo malo es que la infinita paciencia del Señor nos puede parecer señal de debilidad en él, como si no pudiera evitar el mal que hacemos.
Dice también el salmo que el Señor no nos paga como merecen nuestras culpas, no nos castiga como sería lo lógico. Pero cuidado, porque esas palabras se refieren a esta vida y no a la otra. Ahora Dios espera y nos ofrece una y mil ocasiones para que rectifiquemos; se esfuerza por mostrarnos su amor para ganarnos el corazón.
Sin embargo, recordemos que al final el Señor podría decirnos que nos apartemos de él y marchemos al fuego eterno, como malditos del Padre. Entonces ya se habrán acabado las contemplaciones y las esperas… Dios mío, haznos entrar en razón ahora que es posible todavía. Danos un mínimo de sensibilidad contra el pecado, para que no lo volvamos a cometer.
5.- “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo” (Rm 14, 7)Incluso prescindiendo de todo motivo sobrenatural, incluso humanamente hablando, no podemos vivir sólo para nosotros mismos, sin contar para nada con los demás. Lo normal es vivir engarzado en la vida de los otros, ayudando con el propio trabajo a facilitar las cosas a los demás, recibiendo al mismo tiempo una compensación por el propio esfuerzo. Sí, aun el que no es cristiano ha de vivir en cierta forma para los otros y no sólo para sí mismo.
Y, gracias a Dios, eso hace más alegre nuestro vivir, más entrañable y cordial, más fácil y gustoso. Lo contrario, el vivir para sí, es triste y aburrido, desolador. Vamos, pues, a interesarnos por los otros, vamos a abrirnos en abanico para atender a cuantos se nos acerquen. Vamos a vivir también para los demás. Nuestra vida será entonces una maravillosa aventura.
“Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor” (Rm 14, 8) En el caso del creyente, del hombre que está bautizado, ese vivir ha de ser siempre para Dios, si de veras quiere ser consecuente con su condición de cristiano, de hijo de Dios, de miembro del Cuerpo místico de Cristo. A veces olvidamos lo que somos, lo que hemos recibido: actuamos como si nuestra vida fuera idéntica a la de otro hombre cualquiera, sin valorar lo suficiente el don entregado, sin apreciar las promesas que el Señor nos ha hecho. Y no puede ser así, no debe ser así.
Hay que vivir para Dios, hay que hacerlo todo por Dios. No se trata, en la mayoría de los casos, de hacer cosas distintas. Es cuestión de hacer lo mismo, pero con una intención diferente, con una ilusión diversa. Se trata de vivir por amor la vida de cada día como una ofrenda que se alza hacia el Señor. Vivir así todos los acontecimientos de la vida, especialmente el último. Porque también el morir es ponernos dulcemente, dolorosamente quizás, en las manos de nuestro Padre Dios.
6.- “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar?” (Mt 18, 21) Pedro habla a Jesús con una gran confianza, le pregunta con sencillez. De esta forma nos enseña que también nosotros nos hemos de dirigir a Dios con la misma actitud. El Señor que está en los cielos quiere que le hablemos como un hijo lo hace con su padre, persuadidos de que nos escucha con atención y deseoso de ayudarnos.
Por otra parte, la pregunta de San Pedro la podemos hacer nuestra. También nosotros recibimos ofensas que, en ocasiones, nos cuesta mucho perdonar, también nosotros hemos pensado, quizás, que la paciencia tiene un límite. Pedro pone como medida el perdonar siete veces. Es posible que pensara que se quedaba corto en el cálculo de las ofensas recibidas, pues difícilmente se ofende a una persona siete veces y siete veces se le pide perdón. Pero el Señor, de modo inesperado, le multiplica por diez aquel número. En realidad aquella respuesta equivalía a un perdonar siempre, por muy grande que fuese la ofensa recibida.
Para corroborar su respuesta le expone una parábola que no da lugar a dudas. La comparación entre la deuda del amo y la del siervo arroja una diferencia abismal, teniendo en cuenta que un talento equivalía a seis mil denarios. A pesar de esa diferencia, no hay punto de comparación entre la ofensa hecha a Dios y la que se pueda hacer a un hombre. Por mucho que nos ofendan, nunca la ofensa tendrá la gravedad que tiene toda ofensa que se hace a Dios.
Pues si el Señor nos perdona las ofensas que le hacemos, cómo no vamos nosotros a perdonar las ofensas que nos hagan. Es este un punto claro e incontrovertible del mensaje cristiano, repetido por el Maestro en otras ocasiones. Recordemos, sobre todo, la oración del Padrenuestro. En ella se formula con precisión que para ser perdonados por Dios nuestro Padre, hemos de perdonar de la misma manera a cuantos nos ofendieron.
Antonio García Moreno
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