1.- «Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo…» (Is 55, 10) Lluvia deseada que humedece la tierra seca, haciendo posible la esperanza de una nueva primavera. Lluvia que baja del cielo limpiando el aire y la tierra, barriendo el polvo que ensució el ambiente, que todo lo manchó hasta el punto de no poder respirar. Lluvia que corre por los mil canales que riegan la tierra pobre de los hombres. Lluvia que llena los cacharros, grandes y pequeños, donde guardamos el agua que nos mantiene con vida, la que nos da energía para iluminar nuestras oscuras noches, para calentar nuestros hogares, para llenarlos de música y de palabras, de imágenes vivas…
Aguas tempestuosas, aguas temidas, aguas que se desbordan, que arrastran con ímpetu imparable cuanto se les pone por delante. Aguas que saben de tragedia, de vidas tronchadas, de cuerpos muertos que flotan junto con mil cosas íntimas. Aguas que se tragan tantas vidas, aguas que absorben furiosas, aguas que crispan las manos que se hunden sin posibilidad de agarrarse a nada. Aguas que pudren la sementera, que se llevan de un solo golpe la ilusión de todo el año, o de la vida entera.
2.- «Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía…» (Is 55, 11) Así es la palabra de tu boca. Agua que baja del cielo con una potencialidad concreta, con una fuerza determinada, con una misión que cumplir. Unas veces será agua buena que salva y da vida, otras agua fatídica que condena y mata. Sea lo que fuere tu agua, Señor, tu palabra no se quedará baldía, conseguirá el resultado propuesto.
Y todo depende de quien recibe la palabra. Porque tú siempre eres el mismo. Tu palabra es siempre una palabra buena, una palabra de amor que intenta iluminar, encender, serenar, consolar, animar. Nosotros somos los responsables del resultado final. Por eso llegaste a decir que en realidad Tú no juzgarías a nadie, sino que tus palabras serán las que juzguen en el último día.
3.- «Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida» (Sal 64, 10) La acequia de Dios va llena de agua, dice el texto sacro. El salmista canta emocionado al Señor, impresionado ante el magnífico espectáculo que se extiende ante sus ojos: surcos que abren la tierra y rebrotan en anchos sembrados, verdes plantaciones que se alzan en pleno verano, bajo la caricia de las aguas que se deslizan por los arcaduces y canales.
En definitiva es Dios quien hace posible la fecundidad de las tierras. El que ha puesto el latido de la vida en los pequeños gérmenes que encierra toda semilla, ese latido misterioso que se desarrolla independiente de la acción del hombre que sólo tuvo que sembrar… «Tú preparas los trigales, dice también nuestro salmo, riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los dejan mullidos, bendices sus brotes».
Adoración que no encuentra palabras, o que rompe sus sentimientos en canciones. Contemplación gozosa de la grandeza divina, rutilante en los esplendores del verano. En el sol que madura dorando los frutos, en el agua que nos sacia y refrigera, en la brisa fresca del amanecer. Gratitud profunda y sincera ante este Dios que nos ha entregado la tierra, para que trabajando en ella alcancemos el Cielo.
4.- «Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia» (Sal 64, 12) Es tiempo de cosechar, de recoger el fruto de muchas horas de afanes y esfuerzos. El cantor de Dios habla hoy de los ricos pastizales del páramo, de las colinas que se orlan de alegría. También nos dice que las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.
Las imágenes, realidades vivas en nuestros campos, elevan el corazón y la mente de quienes creen en Dios. De un modo o de otro el Señor bendice nuestro trabajo. Hemos de ser conscientes de que cuanto logramos procede en definitiva del Altísimo, porque, como dice san Pablo, ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento.
Seamos humildes para reconocer nuestra impotencia y recurrir a quien todo lo puede, solicitando confiados su ayuda. Seamos también agradecidos para reconocer que el agua que riega nuestra tierra, y nuestro espíritu, procede en último término de las acequias de Dios.
5.- «Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá…» (Rm 8, 18) Pablo es consciente de cuánto pesa el trabajo del hombre, puesto que él vive una existencia dura de tejedor de tiendas, con sacrificios y esfuerzos continuos. Aparte de la predicación del Evangelio y de atender a los cristianos recién bautizados, el Apóstol trabaja con sus manos para mantenerse sin ser gravoso a nadie. Sus circunstancias personales le llevan a actuar de este modo peculiar, distinto del modo de hacer de los otros apóstoles, que prácticamente abandonan su profesión para entregarse de lleno a la misión que el Señor les había encomendado.
Y Pablo, que sabe de fatigas y penalidades, nos dice de forma categórica que todo eso es nada en comparación con la gloria que nos espera. Sí, vale la pena vivir esta gozosa aventura de entregarse en cuerpo y alma al Señor, llevar a cabo esta sublime tarea de divinizar cuanto de humano hacemos cada día. Por mucho que nos cueste ser fieles al Señor, nunca llegaremos a dar más de lo que Él nos entrega ya ahora, además de lo que nos entregará en el más allá.
6.- «… para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.» (Rm 8, 21) Es una realidad comprobable esa cierta esclavitud que, de un modo o de otro, encadena a todos los hombres. Incluso aquellos que parecen más libres, están en cierta forma mediatizados en el uso de su libertad. A veces lo que les tiraniza les llega de fuera, otras veces son fuerzas internas, pasiones difíciles de controlar.
Y sin embargo, Dios nos quiere libres. Él nos ha traído la única y verdadera liberación, gracias a la cual un hombre puede amar y gozar, no sólo allá en el Cielo, sino también aquí en la tierra. Es la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la libertad del amor.
En la medida en que amemos a lo divino, en esa misma medida seremos libres y comenzaremos a disfrutar de esa maravillosa liberación cristiana, tan distinta de cualquier otra liberación terrena. Amar a los demás por el amor de Dios, querer a todos por Cristo. Sólo así seremos realmente libres y dichosos.
7.- «Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago…» (Mt 13, 1) La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y atrayente, su conducta valiente y franca… Por otra parte aparece sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos.
La muchedumbre se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de la orilla. Fue aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo, que penetra hasta lo más hondo de corazón. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto.
Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial, y que nos llegan a través de la Iglesia. Ojalá no seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni permiten crecer el tallo ni granar la espiga… Vamos a roturar nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.
Antonio García Moreno
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario