23 julio 2023

Comentario al Domingo XVI de Tiempo Ordinario

 Jesús nos sigue hablando en parábolas de uno de sus temas de predilección: el Reino de Dios. Hablar en parábolas es hablar en términos comparativos. Aquí se compara el Reino de los cielos, una realidad que nos es absolutamente desconocida, con algo que nos es más próximo y conocido, una realidad de nuestra experiencia cotidiana. Por eso se dice: El Reino de los cielos se parece a un hombre que… No nos dice lo que el Reino de los cielos es, sino únicamente aquello a lo que se parece. Nos habla, por tanto, de la apariencia de esa realidad que permanece oculta tras su apariencia. Pero la apariencia de una cosa no sólo oculta el ser de la cosa; también lo manifiesta. En la apariencia de una sustancia (persona o cosa) se manifiesta lo que es; luego, aunque no captemos toda su esencia, algo captamos de la misma. Sucede, además, que toda comparación nos lanza hacia el término comparado, sin que lo podamos apresar del todo.

Aquí el término de la comparación es el Reino de los cielos, y se compara con un hombre que sembró buena semilla en su campo. De un Dios bueno sólo puede esperarse buena semilla. Y del enviado de este Dios para llevar a cabo esta labor, también. El Hijo del hombre es el que siembra (con su palabra) la buena semilla en el mundo (porque el campo es el mundo); y la buena semilla, como explica el mismo Jesús, son los ciudadanos del Reino (y lo sembrado por ellos). Pero en el mundo no hay sólo buenos; hay también malos, o partidarios del Maligno; no hay sólo trigo, sino también cizaña. ¿De dónde viene la cizaña, si el sembrador sembró sólo trigo? La respuesta inmediata de Jesús suena así: De la acción seminal de un enemigo (el Maligno), que se opone a los planes del sembrador, que tiene el expreso propósito de echar a perder la cosecha, que no desea que el Reino de Dios progrese.

En semejante situación los criados proponen arrancar la cizaña cuanto antes, antes de que crezca y se extienda más, amenazando con tragarse la cosecha. Tal parece la solución más acertada, sobre todo a los que persiguen remedios inmediatos a los males sobrevenidos. Pero Jesús no acepta la propuesta. ¿No podría arrancarse el trigo al intentar arrancar la cizaña? La espiga de la cizaña es muy semejante a la del trigo y podría fácilmente confundirse con ésta. Además, ¿extirpar la maldad del mundo no exigiría también el aniquilamiento de los malos, sus operarios, sin dejarles ocasión y oportunidad de conversión? ¿Y al aniquilar a los malos no se estaría introduciendo una infusión de maldad en el mundo? ¿A quién le correspondería llevar a cabo esta labor de discernimiento que separe a buenos y malos? ¿No habría que establecer esta separación entre la bondad y la maldad en el corazón mismo de los buenos (en los que también hay maldad) y de los malos (en los que también hay bondad)? ¿Y puede introducirse este juicio separador antes de que finalice la vida de los sometidos a él?

Nosotros, como aquellos criados de la parábola que en seguida se convierten en jueces ejecutores de sentencias, tendemos a establecer muy a la ligera esta división maniquea entre buenos y malos, entendiendo por buenos a los que lo parecen, porque forman parte de un determinado grupo, porque observan unas normas de conducta, porque les vemos hacer ciertas obras de beneficencia, porque no se oponen a Dios y a los proyectos cristianos. Los malos serían los contrarios, los opositores, el resto. Pero esta distinción que, teóricamente, puede parecer tan sencilla como separar a los partidarios de Jesús y miembros de su Iglesia de los partidarios del Maligno, en la práctica es sumamente compleja y difícil. Nada tiene de extraño que el sembrador del trigo recomiende paciencia y espera, porque en el intento de arrancar la cizaña, podrían arrancar también el trigo. Por eso, aconseja: Dejadlos crecer juntos hasta la siega.

Pero esta permisión divina (dejadlos) atenta contra nuestra impaciencia que desearía ver el campo libre de cizaña ya, sin caer en la cuenta de que la mala semilla no sólo crece fuera, en el mundo, sino también dentro de cada uno. Sucede que el trigo y la cizaña crecen tan juntos, que no son sólo vecinos del mismo bloque, sino inquilinos de la misma casa; porque en nuestro corazón conviven, compartiendo morada, egoísmo y generosidad, pereza y diligencia, soberbia y humildad, maldad y bondad. Aquí, en este espacio de interioridad, sí cabe discernir (tal es el juicio moral), separar y extirpar incluso (tal es labor penitencial) la cizaña antes de que llegue el tiempo de la siega. Pero la tarea que consiste en arrancar la cizaña del mundo que nos rodea (del corazón de los demás) ya es más compleja.

En realidad, sólo el juez supremo puede llevarla a cabo con éxito; porque él es el único capaz de discernir, y en el momento justo, es decir, al final. Hasta entonces, las vidas humanas pueden experimentar cambios muy notables, cambios que exigen rectificación en el juicio. El discernimiento definitivo sólo se puede hacer al final, en el momento de la siega, cuando ya no cabe otra cosa que separar lo llegado a su término. Y tras el juicio y la separación comparecerá el destino de lo sembrado, porque trigo y cizaña tendrán destinos diferentes. El trigo, el granero donde se almacenará; y la cizaña, el fuego o el horno encendido en el que será quemada.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID

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