11 junio 2023

La Misa del Domingo: SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

 11 de junio del 2023

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”


Por el contexto sabemos que hacía referencia clara y directa al maná con que Dios alimentó a su pueblo por el desierto en su camino a la tierra prometida. Es lo que leemos en la primera lectura. Moisés invita al pueblo de Israel a recordar cómo Dios había conducido a su pueblo por el desierto de la purificación, proveyéndole siempre del agua y del alimento necesario para su subsistencia. En aquel periodo hizo “llover pan del cielo” para mostrarle a su pueblo que «no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).

Aquel pan no era sino una prefiguración de otro pan que Dios daría a todo aquel que quisiese alcanzar la vida eterna. El Señor Jesús anuncia que Él es ese nuevo «pan que ha bajado del cielo» (Jn 6,58) y junto con la similitud establece también una diferencia sustancial entre uno y otro pan enviado por Dios. A diferencia del maná, un alimento inerte que servía para sostener en la vida física a quienes comían de él, el Señor afirma que Él es el pan vivo o pan viviente, un pan que en sí mismo es vida. Ya en otras circunstancias el Señor afirma que Él mismo es la vida (ver Jn 14,6). Trasformándose en pan para ser comido por el hombre llega a ser pan que da vida a todo aquel que lo coma: «El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57).

Es claro que no se refiere el Señor a que no morirán en la vida presente quienes coman de este pan. La vida a la que se refiere el Señor es la vida eterna, la vida resucitada que Él garantiza a todo aquél que en el peregrinar de esta vida permanece en comunión con Él al comer su carne y beber su sangre: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Quien rechaza comer su carne y beber su sangre, se priva a sí mismo de esta vida que Él ofrece, vida que sólo Dios puede dar al ser humano, vida que se prolongará por toda la eternidad en la plenitud de la felicidad: «si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes».

La afirmación del Señor causó estupor entre quienes lo oían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» ¿Comer carne humana? ¿Comer la carne de Cristo? ¿Cómo es esto posible? ¿No había que entender de modo figurativo aquellas palabras? ¿Pero cómo?

Sin embargo, ni los desconcertados discípulos ni los demás estupefactos oyentes escuchan una explicación o mitigación de tal afirmación. Al contrario, el Señor reafirma vigorosamente sus palabras, dando a entender que deben ser comprendidas de manera literal: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

 En su respuesta el Señor añade ya no sólo la necesidad de comer su carne sino también de beber su sangre, haciendo más difícil aún para los judíos aceptar las palabras del Maestro. En efecto, para los judíos la sangre contenía la vida que sólo pertenece a Dios, y por lo mismo tenían prohibido beber cualquier sangre. El desconcierto ante las primeras palabras, que hasta ese momento acaso podían tener una interpretación simbólica, dan pie a la repugnancia total que muchos de sus discípulos y seguidores incluso experimentaron ante la dureza de tales afirmaciones: «desde entonces… se volvieron atrás y ya no andaban con Él» (Jn 6,66).

Así pues, no puede entenderse que se trate de una comida puramente espiritual, en que las expresiones «comer la carne» de Cristo y «beber su sangre», tendrían un sentido metafórico. No. Sus palabras quieren decir lo que dicen. El pan que Él dará es en verdad su carne, la bebida que Él dará es en verdad su sangre, porque «mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Él no estaba dispuesto a cambiar o matizar ninguna de sus afirmaciones. Quien quería seguir siendo su discípulo debía aceptar sus palabras por más duras que fueran. Es por ello que a sus mismos apóstoles les pregunta: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6,67).

Es importante tener en cuenta que la expresión “cuerpo y sangre” es un semitismo que quiere decir lo mismo que la totalidad de la persona humana. Por tanto, al decir que dará de comer su cuerpo y de beber su sangre, el Señor Jesús afirma que no es “simplemente” un pedazo de carne o un poco de sangre lo que dará, sino que se dará Él mismo, íntegramente, en toda su Persona.

Sólo la noche de la Última Cena los discípulos comprenderían que la literalidad de la afirmación del Señor no consistía en que se cortaría en pedazos para darles de comer su carne o se cortaría las venas para darles de beber su sangre, sino que eran un anuncio del gran milagro de la Eucaristía. La Eucaristía es una actualización incruenta del sacrificio cruento del Señor en la Cruz, Altar en el que Él realmente ofreció su cuerpo y derramó su sangre «para la vida del mundo», para reconciliar a los hombres con Dios.

Esa carne y sangre ofrecidas en el Altar de la Cruz se convierten en verdadera comida y bebida cada vez que un sacerdote, haciendo memoria de la Última Cena y en representación de Cristo, realiza lo que Él mismo realizó aquella memorable noche: «Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: “Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados”» (Mt 26,26-28).

La Eucaristía es precisamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Cristo verdadera y realmente presente, todo Él, bajo el velo y la apariencia del pan y del vino. Una vez consagrados el pan y el vino, se han transformado substancialmente en Cuerpo y Sangre de Cristo. Esta es la comida y la bebida que transforma la vida del hombre y le abre el horizonte de la participación en la vida eterna. Al comulgar el Pan eucarístico el creyente come verdaderamente el Cuerpo y bebe la Sangre de Cristo, es decir, recibe a Cristo mismo y entra en comunión con Él. De ese modo Cristo, muerto y resucitado, es para el creyente Pan de Vida.

La Eucaristía, en cuanto que une íntimamente a Cristo por la recepción de su Cuerpo y Sangre, ha sido siempre considerada en la tradición de la Iglesia como sacramento por excelencia de la unidad entre los creyentes: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan» (2ª. lectura). Quien come de este Pan, se hace uno con Cristo y en Él con todos aquellos que participan de este mismo Pan.

Ensayemos un cuestionamiento que podrían lanzar los que no creen en la presencia de Cristo en la Eucaristía a los católicos de hoy: «si ustedes afirman y sostienen que ese pan consagrado que adoran es Cristo, Dios que hace dos mil años se encarnó de una Virgen, nació de parto virginal, anunció la salvación a todos los hombres y por amor se dejó clavar como un malhechor en una Cruz; si sostienen y afirman que Él resucitó al tercer día y subió a los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y que lo que ahora adoran es ese mismo Dios-hecho-hombre que murió y resucitó, en su Cuerpo y en su Sangre, entonces ¿porqué su vida refleja tan pobremente eso que dicen creer? ¿Cuántos de ustedes viven como nosotros? Aunque van a Misa los Domingos y comulgan cuando y cuanto pueden aún sin confesarse, en la vida cotidiana olvidan a su Dios y se hincan ante nuestros ídolos del dinero y riquezas, de los placeres y vanidades, del poder y dominio, se impacientan con tanta facilidad y maltratan a sus semejantes, se dejan llevar por odios y se niegan a perdonar a quienes los ofenden, se oponen a las enseñanzas de la Iglesia que no les acomodan, incluso le hacen la vida imposible a sus hijos cuando —cuestionando vuestra mediocridad con su generosidad— quieren seguir al Señor con “demasiado fanatismo”... ¿Viven así y afirman que Dios está en la Hostia? ¿Por qué creer lo que afirman, si con su conducta niegan lo que con sus labios enseñan? Bien se podría decir lo que Dios reprochaba a Israel, por medio de su profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto” (Mt 15,8-9)».

Este duro cuestionamiento es también una invitación a preguntarme yo mismo: ¿Dejo que el encuentro con el Señor, verdaderamente presente en la Eucaristía, toque y transforme mi existencia? Nutrido del Señor, de su amor y de su gracia, ¿procuro que mi vida entera, pensamientos, sentimientos y actitudes, sea un fiel reflejo de la Presencia de Cristo en mí? ¿Encuentro en cada Comunión o visita al Señor en el Santísimo Sacramento un impulso para reflejar al Señor Jesús con una conducta virtuosa, para vivir más la caridad, para rechazar con más firmeza y radicalidad el mal y la tentación, para anunciar al Señor y su Evangelio?

Si de verdad creo que el Señor está presente en la Eucaristía y que se da a mí en su propio Cuerpo y Sangre para ser mi alimento, ¿puedo después de comulgar seguir siendo el mismo, la misma? ¿No tengo que cambiar, y fortalecido por su presencia en mí, procurar asemejarme más a El en toda mi conducta? El auténtico encuentro con el Señor necesariamente produce un cambio, una transformación interior, un crecimiento en el amor, lleva a asemejarnos cada vez más a Él en todos nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. Si eso no sucede, mi Comunión más que un verdadero Encuentro con Cristo, es una mentira, una burla, un desprecio a Aquél que nuevamente se entrega a mí totalmente en el sacramento de la Comunión.

¿Experimento esa fuerte necesidad e impulso de la gracia que me invita a reflejar al Señor Jesús con toda mi conducta cada vez que lo recibo en la Comunión, cada vez que me encuentro con Él y lo adoro en el Santísimo Sacramento? Si reconozco al Señor realmente presente en la Eucaristía, debo reflejar en mi conducta diaria al Señor a quien adoro, a quien recibo, a quien llevo dentro. Sólo así muchos más creerán en este Milagro de Amor que nos ha regalado el Señor.

Conscientes de que es el mismo Señor Jesús el que está allí en el Tabernáculo por nosotros, no dejemos de salir al encuentro, renovadamente maravillados, del dulce Jesús que nos espera en el Santísimo. Las visitas al Santísimo son una singular ocasión para estar junto al Señor Jesús, realmente presente en el Sagrario, dejándonos ver y abriendo los ojos del corazón a Él, escuchándolo en el susurro silencioso de su hablar y haciéndole saber cuanto vivimos, y necesitamos, y agradecemos.

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