1.- SEPULCROS.- Sepulcros, lugar de oscuro encierro y de podredumbre. Silencio definitivo, descomposición nauseabunda, final desastroso de una carne que se corrompe y que apesta… Así es la vida a veces, así de muerta y olvidada, así de triste y de trágica. Sí, hay muchos sepulcros detrás de los brillantes mármoles de nuestras fachadas.
La voz de Cristo abrió el sepulcro de Lázaro, hediondo ya después de cuatro días. Y Cristo abrió los sepulcros de aquellos leprosos de carne corroída, el de la mujer adúltera, mil veces más podrida. El de tantos y tantos, sepultados bajo la fría losa de sus miserias y pecados… Nuestros sepulcros, Señor, mi sepulcro. Ábrelo. Vence a la muerte con la vida. Llena de rosas siempre vivas este hoyo en el que sólo hay carne en putrefacción. Tú lo has dicho: Pueblo mío, yo mismo abriré vuestros sepulcros y os sacaré de ellos.
Y cuando abra vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor… Es también Ezequiel quien nos habla de un campo lleno de huesos secos, un inmenso rastrojo, fatídico y macabro. Pero el soplo de Dios pasa sobre esos huesos, la fuerza y el calor del Espíritu actúa, realiza el prodigio de hacer brotar la vida en donde sólo había muerte.
Dios infunde su Espíritu y la vida surge pujante, la tristeza irreprimible se convierte en desbordante alegría, la angustia que oprime se transforma en esperanza que esponja el alma. Los sepulcros se han abierto, se han llenado de luz.
El Señor lo dice y lo hace. No es como nosotros, que decimos pero no hacemos. Él es distinto. Su palabra es sustantiva, poderosa, eficaz. Por eso, una vez más hemos de ahuyentar la tristeza y el miedo, con la confianza y la seguridad del que sabe bien de quién se ha fiado.
2.- CRISTO, VENCEDOR DE LA MUERTE.- Señor, tu amigo está enfermo. Así anunciaron a Jesús la grave enfermedad de Lázaro. Es un detalle más que nos confirma la entrañable humanidad de Cristo, la hondura de los sentimientos del Hijo de Dios hecho hombre. Jesús, en efecto, amaba a Lázaro. Lo demostrará luego, cuando llore delante de los demás al ver la tumba del amigo. Y lo demuestra en su decisión de ir a curarle, aunque ello suponga acercarse demasiado a Jerusalén y exponerse a las asechanzas de sus enemigos, que tenían ya determinado matarle. Pero el Señor, llevado del amor a Lázaro marchó decidido a Betania. Su postura de lealtad y de gallardía es un reclamo para nosotros, para que también seamos amigos de veras. Sobre todo, cuando la persona amada nos necesita, aunque el ayudarla suponga graves riesgos.
La muerte ensombrece el hogar de Lázaro y sus hermanas, tan acogedor en otras ocasiones. Donde había paz y alegría, hay ahora zozobra y tristeza. Jesús contempla el dolor de Marta y María, ve sus miradas enrojecidas por el llanto y se estremece interiormente, rompiendo en un sollozo incontenible. Es muy humano sentir dolor ante la muerte de un ser querido, derramar lágrimas por la ausencia irremplazable del amigo. Lo mismo que le ocurre a Jesucristo en esta ocasión.
Pero al mismo tiempo esos sentimientos, cuando hay fe, han de dar paso a la esperanza y a la serenidad. Sí, entonces nuestra fe ha de iluminar los rincones más oscuros del alma, ha de recordarnos que detrás de la muerte está la Vida. Hemos de pensar que la separación no es definitiva sino provisional, porque la vida se nos transforma, no se nos arrebata. En la resurrección de Lázaro, Jesús muestra su poder omnímodo, adelanta su triunfo final sobre la muerte. Así, pues, este prodigio es una primicia del botín definitivo, cuyo comienzo será la pasión y su final apoteósico, la grandiosa polifonía del aleluya de la Pascua.
Por Antonio García-Moreno
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