HORARIO MISAS VERANO 2024

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INSCRIPCIONES CATEQUESIS CONFIRMACIÓN Y POSCOMUNIÓN 2024-2025

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15 febrero 2023

La Misa del DOMINGO VII ORDINARIO 19 de marzo

       “Ojo por ojo, diente por diente”. Así rezaba la conocida “ley del talión”, vigente entonces no sólo para el pueblo judío, sino en todo Oriente. Por este principio jurídico se imponía una pena idéntica o proporcionada a quien cometía un crimen. Esta ley, aunque pueda parecer en primera instancia cruel, era un primer intento por establecer una proporcionalidad entre daño recibido y el castigo aplicado, y evitar una escalada de violencia típica de la venganza. Es a estos excesos comunes a los que se quería poner un límite que obligara a todos.

      Esta ley se aplicaba ya en culturas tan antiguas como la Babilonia, mediante el Código de Hammurabi (1760 a. C.), uno de los conjuntos de leyes mas antiguos que se conocen y que se basa en la aplicación de la Ley del Talión a casos concretos.

      Se entiende que para aplacar la ira de una persona que ha recibido un daño lo mínimo que se puede ofrecer es resarcir el daño recibido con un daño igual. Pero para que la justicia no dé pie a la venganza descontrolada, era necesario establecer una ley que limitase la retribución a la equivalencia del daño recibido. La ley buscaba, pues, prevenir los excesos que son típicos de la ira, y que en vez de resarcir el daño recibido, generaban una escalada de violencia difícil de contener.

      A cambio del daño recibido, la Ley de Moisés admitía también la sustitución del castigo idéntico por una compensación en especie o dinero (Éx 21,26-35).

      A partir de este principio jurídico por entonces vigente y ampliamente aceptado, el Señor Jesús proclama para sus discípulos otro principio, el de la caridad suprema: «No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas».

      Este principio enseñado por Cristo no anula aquel principio de la justa retribución por el daño recibido, sino que introduce el espíritu generoso de caridad que han de tener sus discípulos en la práctica misma de sus derechos de justicia.

      Frente al principio del “Ojo por ojo, diente por diente”, que no es sino un esfuerzo de las leyes humanas para limitar la venganza y el odio, el Señor propone la purificación del corazón de todo odio y resentimiento y, en consecuencia, la erradicación total de toda reacción de venganza, de devolver el mal con otro mal. Por ello propone: «No hagan frente al que los agravia», o según la traducción literal: «no resistan al mal», es decir, al hombre malo, al que les hace mal. El discípulo no debe dar lugar a la cólera, no debe tomar la venganza por su cuenta, debe vencer el mal con el bien (ver Rom 12,17-21)

      Para proclamar su enseñanza el Señor hace uso de la forma oriental, de estilo extremista y paradójico. Así, descendiendo a lo concreto, propone cuatro casos para ilustrar el principio de no resistencia al mal, de no responder al mal con cólera, odio, ira, de vencer el mal con el bien, toda forma de egoísmo con la generosidad: «si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas».

      La doctrina de Cristo contenida en esos ejemplos es la siguiente: la caridad del cristiano debe ser tal que, incluso en los casos de ofensa o abuso de los que es víctima, y en los que tiene la justicia a su favor, su respuesta jamás debe estar movida por la cólera sino que su ánimo debe estar siempre dispuesto al perdón de quien lo agravia y a la generosidad con su prójimo. La expresión del Señor de poner la otra mejilla para recibir otra bofetada debe ser entendida en ese sentido y no de modo literal, pues tampoco se trata de provocar una nueva injuria sobre uno. De lo contrario, el mismo Señor habría presentado la otra mejilla al ser abofeteado por uno de los guardias del Sumo Sacerdote (ver Jn 18,22-23). Quiere expresar esta forma paradójica de hablar que el cristiano no sólo debe perdonar una primera injuria, sino estar preparado para perdonar nuevas ofensas. Su perdón o paciencia ante quien le ofende o causa algún daño no debe tener límite.

      Prosigue el Señor diciendo: «Han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen…». El amor al prójimo era un precepto de la Ley (Lev 19,18). Por prójimo, sin embargo, se entendía principalmente el judío (ver Éx 23,4,Prov 25,21s), a veces el “peregrino” (Lev 19,18), en realidad, un extranjero establecido habitualmente entre el pueblo judío e incorporado a él. Los no judíos estaban excluidos del precepto de amar al prójimo, es más, debían ser odiados positivamente y en casos exterminados sin piedad los enemigos de Dios y de su pueblo (ver Sal 139,21s). En la época de Jesús, por ejemplo, los samaritanos estaban excluidos absolutamente de la categoría de “prójimos”. Éstos eran considerados como enemigos, dignos de ser aborrecidos. Entre judíos y samaritanos había un odio y rivalidad muy fuerte: no se podían ni tratar (ver Jn 4,9). Por tanto, contra ellos se podía ejercer la venganza y el odio (ver Lc 9,53s).

      La enseñanza del Señor, que busca perfeccionar la Ley, da un paso inesperado: ya no sólo deben mostrar amor al prójimo, sino también a los enemigos, es decir, a todos los no judíos, a todos los hombres sin exclusión. El Señor pide —y de eso es ejemplo Él mismo en la Cruz— rezar por quienes los persiguen y buscarán dar muerte.

      Quien así obra, dice el Señor, será verdaderamente hijo de su mismo Padre que está en el Cielo, cuya bondad se manifiesta tanto con los buenos como con los malos. Por otro lado, nada tiene de virtuoso o de superior amar a quienes lo aman a uno. La caridad cristiana debe superar ese amor natural y elevarse a un amor divino, el mismo amor que vive el Padre, que no excluye de su misericordia a ningún ser humano sino que busca la salvación de todos. Por tanto, al discípulo de Cristo le toca ser perfecto «como su Padre celestial es perfecto», es decir, amar a todos los hombres con la misma benevolencia y caridad del Padre. El cristiano, como el Padre celestial y como Cristo mismo, debe aspirar a vivir la perfección en la caridad.

      Día a día vemos cómo la ira, el odio, el deseo de venganza, el deseo de tomar la justicia por las propias manos, lleva a la agresión verbal o física entre las personas, a riñas y peleas, venganzas, asesinatos, luchas fratricidas, guerras, conflictos interminables, escaladas de violencia que parecen nunca acabar. ¿No ha causado esa violencia, ese odio, ese rencor, ese deseo de venganza, más muertes que cualquier desastre natural? ¿No parece ser el hombre el peor y más cruel enemigo del hombre? ¡No pocas veces la paz se hace tan esquiva, tan difícil de alcanzar! Pareciera imposible que el buen entendimiento y la pacífica convivencia entre los seres humanos perdure.

      Sin necesidad de tener que ver los noticieros o leer los periódicos para encontrarnos con esa agresiva realidad, descubrimos que la ira —y las reacciones agresivas que produce— está presente en nosotros mismos, en las personas que forman parte de mi familia, en las personas que comparten mi día a día. ¿Cuántas veces no ocasiona la ira pleitos entre esposos, riñas y rencillas entre hermanos, discusiones acaloradas en las que nos faltamos el respeto los unos a los otros, en las que nos decimos palabras o expresiones que como dagas punzantes son capaces de causar heridas sicológicas o emocionales que perduran por años, muy difíciles de olvidar y reconciliar, o llegamos finalmente a la agresión física?

      ¿No se enciende la cólera en mí cuando alguien me hace algún daño o me siento agredido, cuando experimento que se me hace una injusticia? ¿No me mueve la ira a responder agresivamente, o a querer devolver el mal recibido causando un mal semejante o mayor a quien me ha injuriado o hecho daño, “para que pague por lo que me hizo”, “para que sufra él mismo lo que me hizo sufrir”? ¿Cuántas veces, llevado por la ira, no he pensado para mis adentros: “Voy a devolverle el mal que me hizo” (ver Prov 20,22)? ¿No se manifiesta mi ira en actitudes de impaciencia, de arrebato, de violencia, de furor, deseo de venganza? ¿No me alegro en lo secreto cuando me entero que a mi enemigo le sucede un mal y exclamo: “¡bien hecho, se lo merecía!”?

      Por otro lado, ¿no se transforma esa ira en odio cuando es continua? ¿Cuántas veces he pensado o dicho: “No lo puedo perdonar, me ha hecho sufrir demasiado”? ¿Cuántas veces guardo, acumulo y/o alimento el resentimiento en mi corazón contra la persona que me hizo daño? ¿Cuántas veces castigo con mi indiferencia a quien me ofende, o lo hiero donde sé que más le duele? ¿Cuántas veces insultamos, gritamos más fuerte, proferimos amenazas, en vez de ser pacientes, de perdonar, de ceder? ¿Cuántas veces “perdonamos” pero no olvidamos? ¿Cuántas veces volvemos a echar en cara al esposo todo lo que nos hizo, aunque haya pedido perdón, aunque haya cambiado?

      En fin, larga es la lista de actitudes que reflejan en nuestra vida una falta de dominio sobre la pasión de la ira, la facilidad con que nos dejamos llevar por la cólera sin oponerle resistencia alguna. Y ante lo que parece normal, nuevamente nos podemos preguntar: ¿por qué el Señor nos pide reaccionar ante el mal no con la cólera o la ira, sino con una caridad extrema, incluso con los enemigos? ¿Por qué nos pide una perfección tan alta que parece inalcanzable: «sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto»?

      En primer lugar, si nos pide aspirar a esa perfección es porque es posible, porque al menos podemos acercarnos cada día más a ella, con su ayuda y con nuestro empeño. En segundo lugar, si nos pide dominar nuestra cólera, refrenar la ira, no reaccionar devolviendo el mal con mal, purificar el corazón de toda amargura, resentimiento y odio mediante el perdón, es porque es esencial para nuestra propia paz interior y felicidad. ¿Conoces a alguna persona amargada que experimente la paz en su corazón, la alegría y felicidad? La amargura, el odio, excluyen del propio corazón esa paz y alegría. No pueden convivir en un mismo corazón. En cambio, quien ofrece el perdón, recibe a cambio la paz del propio corazón, así como la alegría y serenidad que vienen junto con ella. El Señor sabe bien que quien consiente la ira, la amargura, la falta de perdón, quien sólo piensa en vengarse para compensar su pérdida, su dolor, puede sentirse “mejor” en el momento en que ve sufrir o morir ejecutado a su enemigo, pero jamás podrá ser feliz. La amargura es un veneno que termina volviéndose siempre contra uno mismo. Cree uno que con su odio le hace daño al otro, y puede que de verdad lo haga o puede que no, pero mayor daño se hace uno a sí mismo, puesto que se incapacita para amar y para ser amado. ¡Y es esencial al ser humano amar, ser amado, para ser feliz! Por tanto, si el Señor pide una exigencia tan alta, vivir un amor que va más allá del amor a quienes te aman, es porque ése es el camino que conduce a tu propia felicidad: es necesario expulsar de tu corazón toda raíz de odio, de resentimiento, de amargura, para poder amar más, para amar hasta el extremo, para amar como Dios mismo, y participar así finalmente de su mismo Amor, por toda la eternidad.

      Domina, pues, tu cólera. Purifica tu corazón de todo resentimiento. Perdona, perdona a quien te ha ofendido o causado un daño irreparable. Y si se te hace difícil perdonar, mira a Cristo en la Cruz, en medio de tanto sufrimiento, dolor, rechazo, odio de quienes lo crucifican: Él no se deja vencer por el odio, no devuelve un insulto con otro, no profiere amenazas o palabras llenas de violencia y amargura. En cambio, desde la Cruz reza por quienes lo han crucificado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y no saben lo que hacen porque el pecado los vuelve ciegos, estúpidos, lerdos para comprender el daño terrible que están causándole y causándose a sí mismos. Así, al mirar al Señor cada vez que experimentes que eres crucificado, crucificada, con palabras hirientes, con expresiones duras, con algún daño, injuria o injusticia en tu contra, no te dejes vencer por la cólera, no devuelvas mal por mal, abrázate a la Cruz del Señor y con Él reza por quien te ofende: “Padre, perdónalo, perdónala...”. Implora la fuerza de lo Alto para que el Señor te conceda la fuerza y grandeza de alma para que puedas perdonar tú también en lo profundo de tu corazón a quien te injuria o causa algún daño. De ese modo podrás asemejarte cada vez más al divino Modelo, el Señor Jesús, y con la gracia de Dios llegarás a ser perfecto, como el Padre Celestial es perfecto.

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