Los mandamientos dados por Dios a su pueblo proceden de su sabiduría y de su amor para con el ser humano. No son fruto de una arbitrariedad o capricho divino. Buscan mostrar el camino que el ser humano, única criatura visible que Dios ha creado libre, ha de recorrer —mediante el uso prudente y responsable de su libertad— para alcanzar su pleno desarrollo y realización, para participar finalmente de la misma naturaleza divina, en la comunión de amor con Dios.
Cumplir la voluntad de Dios expresada en los mandamientos de la Antigua Ley, obedecerle a Él, no es inclinar la cerviz, dejarse esclavizar y someterse a una humillación, sino que es “prudencia”, es obrar con sabiduría: Dios conoce al ser humano, lo ha creado para la felicidad, quiere su máximo bien, que consiste en participar de su misma vida, amor y felicidad. Los mandamientos conducen al ser humano a la vida plena, a su felicidad. Quien los rechaza, en cambio, se degrada como ser humano y se dirige a su propia destrucción, al más terrible fracaso existencial. En otras palabras, no llegará a ser lo que está llamado a ser, no alcanzará la grandeza para la que fue creado, y se hundirá en la miseria más absoluta sin Dios. El proyecto divino en él quedará eternamente frustrado. Y no se trata de que Dios lleno de ira lo castigará por haberlo rechazado, sino de que el hombre, plenamente advertido, habrá escogido él mismo un destino eterno sin Dios, un destino de muerte: «delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja» (1ª. lectura). Dios, en respeto a la libertad que le ha regalado a su criatura humana, respetará también su opción.
Será dichoso quien «camina en la voluntad del Señor… el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón» (Salmo responsorial). O, como dirá san Pablo citando la Escritura: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (2ª. lectura). Es decir, a quien ama a Dios, y a quien expresa ese amor a Dios en la adhesión fiel a sus consignas o mandamientos, Dios le tiene prometida la vida plena en la que la dicha es humanamente indescriptible. Quien comprende que los mandamientos son el camino hacia esa dicha plena y a la plena realización humana no cesa de rezar como el salmista y de comprometerse en un “sí” que se traduce en la vida cotidiana: «Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón» (Salmo responsorial).
Jesucristo, el Hijo del Padre, ha venido a reconciliar al hombre, a abrir a la humanidad caída el camino de vuelta a la casa del Padre, camino que había sido cerrado por el pecado del hombre. Él mismo se ha hecho Camino para el hombre (ver Jn 14,6). Y en ese hacerse y mostrar el camino a todo hombre, el camino hacia su propia “bienaventuranza”, afirma: «No crean que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar pleno cumplimiento».
La Ley y los Profetas eran las dos secciones principales de la sagrada Escritura judía. La Ley o Torá era la parte principal. En cuanto revelación divina se la consideraba eterna e irrevocable. Los demás libros, englobados bajo el término de “Profetas”, no tenían el mismo carácter al tratarse de una explicación de la Ley. Se consideraba que al llegar el tiempo mesiánico éstos no tendrían ya razón de ser.
Que la Ley era eterna era un dogma rabínico. Existen textos rabínicos que hablan de la “Ley del Mesías”, entendida esta Ley no como algo nuevo sino como una profunda y definitiva interpretación de la Ley de Moisés. El Mesías, se pensaba en el judaísmo, aportaría la luz para comprender finalmente toda la riqueza de los pensamientos ocultos de la Torá, la solución de todos sus enigmas (ver Jn 4,25; Jer 31,31ss; Is 2,3; 60,21; Ez 36,25ss).
El Señor Jesús proclama que Él no vino a abolir o abrogar ni la Ley ni los Profetas, sino a llevar lo que aún es imperfecto a su estado de perfección, de plenitud. ¿De qué manera? Proponiendo nuevamente el verdadero sentido de prescripciones deformadas por una mala interpretación, o añadiendo nuevas enseñanzas o prescripciones, o anulando la fase temporal o intermedia de muchas cosas para dar paso a su pleno desarrollo: lo que se hallaba en bosquejo, debía convertirse ahora en un hermoso cuadro.
Debido a este perfeccionamiento la Ley y los Profetas se convierten en «ley de Cristo». Como Él la interpreta es como sus discípulos han de observarla en adelante, sin “saltarse” o descuidar «uno sólo de los preceptos menos importantes».
A continuación el Maestro da ejemplos concretos para que sus discípulos entiendan en qué consiste la perfección o plenitud de la Ley: «Han oído ustedes que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será procesado». Se trata del quinto mandamiento del Decálogo, es decir, los Diez Mandamientos dados por Dios a su pueblo y promulgados por Moisés en el Sinaí. Ante todo es de notar que al decir Jesús: «Han oído ustedes… Pero yo les digo», se declara implícitamente superior al máximo legislador de Israel: Moisés. Él se presenta a sí mismo como el supremo Legislador de Israel. Pero Él enseña en esta ocasión no sólo como quien tiene una autoridad suprema, sino también con toda su autoridad divina.
En cuanto al quinto mandamiento, “no matarás”, los judíos entendían que todo homicida debía ser procesado y sentenciado a muerte por un tribunal: «El que hiera mortalmente a otro, morirá» (Ex 21,12; Lev 24,17). Desde ahora, según la ley de Cristo, el Mesías, ya la sola ira desatada contra el hermano a través de palabras de desprecio, duras o hirientes, es tan condenable como el homicidio mismo. Y es que esa ira es la misma que se encuentra en la raíz de todo acto homicida, es el mismo odio que lleva a quitarle la vida a un semejante. La Ley vivida en toda su perfección lleva a eliminar no sólo la ira que se expresa en atentados contra la vida de otros seres humanos, sino también en otras expresiones que pueden parecernos aceptables porque se han hecho costumbre, como descargar la propia ira insultando o maltratando verbalmente al prójimo. Quien no domina la ira que se enciende en el corazón, por más que no lleve a ejecución sus inicuos propósitos contra el hermano y se limite tan sólo al insulto, a la palabra venenosa y mordaz, será procesado ante el tribunal de Dios, y la condena puede parecernos desproporcionada: quien llame a su hermano “renegado”, es decir, rebelde contra Dios, impío o ateo, «merece la condena del fuego», es decir, el infierno. Tal es la seriedad de la falta.
Mas este mandamiento exige una perfección aún mayor: no sólo llama a contener toda expresión verbal agresiva, sino a dar el paso exigente de buscar la reconciliación con aquel que tiene quejas contra uno. El corazón debe ser purificado de todo odio, rencor, resentimiento. A cambio, debe estar dispuesto a salir al paso del hermano para ofrecer el perdón y tener un corazón magnánimo para perdonar toda ofensa, a fin de alcanzar el supremo don de la reconciliación. En este empeño por vivir la reconciliación, la perfección del quinto mandamiento, uno debe dar siempre el primer paso en vez de esperar a que el otro lo haga primero.
Luego de este ejemplo vendrán otros, de no menor exigencia: «El que mira a una mujer y la desea, ya ha cometi¬do adulterio con ella en su corazón»; «El que se divorcie de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima, la expone al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio»; «No juren en absoluto»; etc.
No podemos perder de vista que el Señor Jesús, al perfeccionar la Ley y desarrollar sus exigencias radicales, enseña que el centro de la Ley es el precepto del amor (ver Jn 15,12). La Ley se transforma y se profundiza como Ley del amor.
Muchas veces basta que nos prohíban algo para que se despierte en nosotros la curiosidad y el deseo de “hacer lo prohibido”. No pocas veces “el fruto prohibido” aparece más apetecible a la vista que todos los demás frutos de todos los árboles que se encuentran en el paraíso. Pareciera que somos rebeldes por naturaleza, sobre todo en la juventud, cuando queremos afirmar nuestra personalidad y no queremos que nadie nos imponga lo que tenemos que hacer, cuando queremos hacer lo que nos viene en gana, lo que se nos antoja, cuando bullen las pasiones, cuando la vitalidad nos hace creer que somos autosuficientes, que debemos valernos por nosotros mismos y podemos vivir sin límites, libres de toda normatividad o barrera moral. Toda ley nos parece limitante, opresiva, una restricción que constriñe nuestras energías, nuestra vitalidad. Queremos ser como potros salvajes, andar libres por la pradera. Nos resistimos cuando alguien quiere domar nuestras fuerzas para orientarlas debidamente. Sólo queremos galopar loca y descontroladamente por la pradera, sin importarnos nada, creyendo que vamos a alcanzar las más altas cumbres cuando en realidad nos estamos dirigiendo ciegamente hacia el abismo.
Cuando nos encontramos ante la Ley de Dios nos comportamos todos como aquellos adolescentes rebeldes, como aquel joven que le pide a su padre que le adelante la herencia porque está harto de vivir con él en su casa sin poder gozar de la vida y construir su propio destino (ver Lc 15,11-13): su Ley nos parece una intromisión inaceptable en nuestras vidas y una restricción abusiva a nuestra libertad. Creemos que Dios nos pone demasiados “no”, que todo es prohibición. En cambio, aunque digamos que creemos en Dios, no permitimos que nos diga nada: queremos ser dueños de nuestra propia vida, vivir como a nosotros nos parece mejor, o como le parece mejor a la mayoría. Pensamos que nuestra libertad está por encima de todo, y ciertamente es sagrada, pero tristemente olvidamos que esa libertad es un don de Dios mismo, que es Él quien nos la ha regalado para que haciendo un responsable y recto uso de la misma podamos realizarnos verdaderamente y alcanzar el fin último para el cual Él nos ha creado: la dicha, la felicidad.
Lamentablemente no llegamos a comprender que su Ley, sus Mandamientos, no buscan limitarnos, sino todo lo contrario, buscan señalarnos el camino para llegar finalmente al destino que todos anhelamos: la plenitud humana, la felicidad, la dicha que no acabe nunca. Es como cuando emprendemos viaje en automóvil por una carretera riesgosa: los carteles nos van indicando, señalando cuándo hay una curva peligrosa, cuándo hay que disminuir la velocidad, cuándo hay que parar, cuándo hay que tomar precauciones porque pasamos por una zona de derrumbes, cuándo la pista se torna resbalosa, cuándo debemos estar atentos para no desbarrancarnos por un precipicio. Todas esas señales restrictivas están puestas allí como advertencia, buscan cuidar nuestra vida para que lleguemos felizmente a nuestro destino. Necio será aquel que en vez de seguir la indicación de doblar a la derecha se le antoje doblar a la izquierda, por pura rebeldía, por pensar que él tiene un camino mejor. Lo único que hace es dirigirse al abismo. Él mismo se destruye, destruye su vida y la de aquellos que lo acompañan.
Así es la Ley de Dios: contiene restricciones, ciertamente, pero son advertencias para el ser humano, para que no se destruya a sí mismo y no haga daño a otros haciendo un uso caprichoso de su libertad. Son señales para que puedas llegar a tu feliz destino, mereciendo finalmente «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9). Sin embargo, las restricciones no lo son todo, antes de aquellos múltiples “no” está el gran “sí” del primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,5). Todos los mandamientos conducen al amor, y en primer lugar al amor a Dios que está llamado a nutrir todos nuestros amores humanos, llevándolos así a su auténtico despliegue y plenitud. En resumen: ¿Quieres amar y ser amado, ser amada de verdad? Dios, que te ha creado para el amor, que te ama hasta el extremo más asombroso e inconcebible, que te ama hasta la locura de la Cruz, quiere enseñarte cómo amar, y a eso se reducen todos sus mandamientos, llevados a su plenitud por el Señor Jesús: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,10-12).
Habiendo comprendido esto, conviene preguntarnos: ¿Cuánta importancia le damos a los Mandamientos? ¿Los puedo enumerar en este momento? ¿Los recuerdo bien todos? ¿Los tengo en mente en mi diario accionar? ¿Hago de ellos mi norma de conducta, luz que guíe mis pasos? ¿Hago del mandamiento del Señor Jesús mi norma suprema? ¿Procuro cada día, en cada momento, amar como Él me ha amado? ¿No es hora de volver a asumir los mandamientos divinos como norma de conducta, como criterio moral para mi diario actuar?
Por otro lado, seguramente nos preguntamos: ¿es posible cumplir los mandamientos, más aún, cuando han sido llevados por el Señor Jesús “a su plenitud”, a una exigencia tal que parece ir más allá de todas nuestras humanas posibilidades? ¿Quién puede dominar su lengua, de tal modo que no profiera insulto alguno contra su prójimo? ¿Quién es capaz de buscar a quien lo ha ofendido y perdonarlo sin más? ¿Qué hombre, en esta sociedad tan erotizada, es capaz de mirar a una mujer hermosa, atractiva, provocativamente vestida, sin experimentar en lo secreto de su corazón algún tipo de deseo? ¿No es pedirle ir en contra de su naturaleza humana? ¿No es demasiado lo que el Señor pide? ¿No es poco realista? Así, ¿quién podrá salvarse? ¿Quién?
Ante esto sólo podemos decir que, sin el Señor, es imposible, pero con Él, amándolo a Él sobre todo, todo lo podemos (ver Flp 4,13). Que si Él eleva tanto la varilla, que si Él nos exige una perfección tan alta, Él nos da las fuerzas necesarias para vivir las exigencias de los mandamientos. Concientes de esto, no dejemos de acudir a Él en los sacramentos que nos ha dejado en su Iglesia: la confesión sacramental y la Eucaristía. Y poniendo todo lo que está de nuestra parte, mantengámonos tercamente perseverantes en la oración, confiados en que Él nos dará la fuerza de su Espíritu toda vez que se lo pidamos con fe (ver Lc 11,13).
Jesús y la Ley
577: Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5,17-19).
578: Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los Cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente. Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos. Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, «quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos» (Stgo 2, 10).
580: El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo. En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino «en el fondo del corazón» (Jer 31, 33) del Siervo, quien, por «aportar fielmente el derecho» (Is 42, 3), se ha convertido en «la Alianza del pueblo» (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo «la maldición de la Ley» (Gál 3, 13) en la que habían incurrido los que no «practican todos los preceptos de la Ley» (Gál 3, 10) porque «ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza» (Heb 9, 15).
581: Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi». Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley. Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas. Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados... pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 13).
582: Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido «pedagógico» por medio de una interpretación divina: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro… —así declaraba puros todos los alimentos—… Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba. Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos, que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio a Dios o al prójimo que realizan sus curaciones.
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