16 febrero 2023

Comentario – Domingo VII de Tiempo Ordinario

 

Comentario – Domingo VII de Tiempo Ordinario

Volvemos a escuchar un nuevo pasaje del Sermón de la Montaña. En él Jesús prolonga las aplicaciones de su nueva ley, esa ley que no es abolición de la antigua, sino plenificación: dando plenitud (a lo mandado desde antiguo), Jesús hace de la Ley antigua algo nuevo. Porque a lo mandado antiguamente: Ojo por ojo y diente por diente se propone otro modo de accionar y reaccionar: No hagáis frente al que os agravia, de modo que si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra.

La distancia entre este modo de actuar y aquel es enorme. Parece incluso que se está pidiendo lo contrario.

La ley del Talión era una ley que pretendía evitar abusos, poner límites a la sed de venganza humana, impedir los excesos en la respuesta a una agresión, daño u ofensa, instaurar un estado de estricta justicia conmutativa o un régimen de compensación proporcional al daño recibido: ojo por ojo, pero no más. Es una ley de compensación paritaria que perseguía en último término -según la interpretación más benevolente- hacer desistir a los malos de la tentación de hacer el mal en su provecho, porque, conforme al Talión, el mal causado revertería sobre ellos en la misma proporción. No obstante, poner en ejecución esta ley era introducir un mecanismo de acción y reacción de difícil clausura o de término incierto, como el círculo vicioso.

Jesús, en su nueva ley, ni siquiera recurre a esta justicia que aspira a cobrarse lo debido. No hagáis frente al que os agravia. ¡Qué diferente suena esto al ojo por ojo y diente por diente! Al que te abofetea, no le devuelvas la bofetada; hazle frente, presentándole la otra mejilla. Éste es el modo cristiano de hacer frente al agravio y al mal. Y no por eso es menos efectivo. Cuando al mal se hace frente con el mal, se suele instaurar un círculo vicioso de difícil salida. Para terminar con él hay que abandonar el camino del Talión, hay que dejar de responder al mal con el mal o al agravio con el agravio; porque, de no hacerlo así, no parece divisarse otra salida que la aniquilación de los contrarios. Jesús invita a sus seguidores no sólo a no responder al mal con el mal, sino a responder al mal con el bien: no sólo a no responder a la bofetada con otra bofetada, sino a presentar la otra mejilla, a darle también la capa, a acompañarle dos millas, a no rehuir el préstamo que se pide; en fin, a hacer el bien a los que nos quieren mal y a rezar, que es otro modo de hacer el bien, por los que nos persiguen y calumnian.

También se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigoPero yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Si nos atenemos a la naturaleza de las cosas, lo lógico es amar a los que nos aman o hacer el bien a los que nos hacen bien. Es la justa correspondencia al amor recibido. Pero el amor a los enemigos se presenta casi como algo contrario a la naturaleza. Ésta tiende a rechazar lo que percibe como extraño o nocivo. Es el efecto rechazo tan característico de los trasplantes de órganos o esa xenofobia tan connatural a las sociedades que sufren la afluencia incontenible de emigrantes y extranjeros. Entendemos, pues, que haya que amar al prójimo que nos está afectivamente próximo o que pertenece a nuestra familia o al círculo de nuestros amigos, socios, correligionarios o simpatizantes; por tanto, personas con las que tenemos cosas más o menos importantes en común más allá de la comunidad de linaje. Pero al enemigo hay que combatirlo o, al menos, ignorarlo, si ello es posible; si no odiarlo, al menos combatirlo. Y en el combate puede hacerse incluso odioso, porque rivaliza con nosotros o porque persigue nuestro daño o eliminación. ¿Cómo amar o desear el bien de aquel que no persigue otra cosa que nuestra eliminación?

Esta es la mentalidad que acaba imponiéndose tantas veces en el espacio de nuestras relaciones humanas. Por eso la formulación antigua del mandamiento (amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo) nos resulta connatural: el prójimo merece ser amado; pero el enemigo debe ser excluido, porque no merece ser catalogado como prójimo. La ley eximía, pues, de la obligación de amar al enemigo, a quien no consideraba prójimo. Pues bien, Jesús viene a superar la imperfección de esta ley, o mejor, interpretación excluyente o reductiva de esta ley, para llevarla a su plenitud; y lo hace universalizando el precepto e incluyendo al enemigo en la categoría del prójimo que debe ser amado, es decir, haciendo extensible el precepto del amor incluso a los indignos del mismo: Amad (también/incluso) a vuestros enemigos: amad incluso a los que consideráis indignos de vuestro amor; amad incluso a los que se presenten a vuestra mirado como poco amables, más aún, como odiables porque os han hecho daño arrebatándoos algo muy valioso para vosotros, porque os hacen la vida imposible, porque os niegan el saludo, porque se oponen continuamente a vuestros planes, porque os quitan el pan de vuestros hijos o porque os han privado de la vida de un hijo.

Amad a vuestros enemigos, porque esto es lo que hace Dios cuando hace salir su sol (ese sol que da la vida en la tierra) sobre buenos y malos y cuando manda la lluvia (tan necesaria para la vida en la tierra) sobre justos e injustos. El amor de Dios es universal. Y esto es lo que Dios espera de sus hijos: que amemos como Él, que reaccionemos ante el mal sufrido en propia carne como Él, que no hagamos distinción entre justos e injustos a la hora de hacer el bien, que no consideremos prójimos únicamente a los que nos son afectivamente próximos, sino a todos aquellos que Dios nos ponga en nuestra proximidad para hacer de ellos destinatarios de nuestra benevolencia. Y sólo obrando así seremos hijos de este Dios o mostraremos que somos hijos de este Dios. No obrar así significa poner en cuestión o dar motivos para poner en cuestión nuestra filiación divina.

Porque mar a los que nos aman, saludar a los que nos saludan, hacer el bien a quienes nos hacen bien no es sino la natural reciprocidad que surgen en las relaciones humanas. No es nada extraordinario. Eso lo hacen paganos, publicanos, ateos y hasta terroristas y asesinos con sus amigos y familiares. A nosotros, los cristianos, nos corresponde hacer lo extraordinario, porque somos extraordinarios, esto es, porque estamos investidos de una fuerza sobrenatural, de la fuerza del Espíritu de Cristo, de la vida de Dios Padre, de la mentalidad del mismo Cristo. Debido a esto, se nos puede pedir la perfección del obrar, que Jesús pone en el amor, incluyendo a los enemigos (los más difíciles de amar, los menos amables). Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto: con la perfección que muestra el mismo Dios, a su modo. Decir perfección es decir ‘acabamiento’, pero también proceso de acercamiento hacia ese modo acabado de ser. Y el modo acabado del ser humano no encontramos en Jesús. Ser perfectos como Dios Padre es aspirar a la perfección humana (y sobrehumana) que encontramos en el que ha dado muestras sobradas de haber amado incluso a sus enemigos, Cristo Jesús.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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