RAZONES PARA ESPERAR Y ESTAR ALEGRES
Por Javier Castillo, sj
El tiempo del Adviento está marcado fundamentalmente por dos movimientos interiores: la expectativa y la preparación. Todos sentimos que en nuestro corazón de discípulos se va acrecentando día a día ese clima de ilusión y de tensión por la inminente irrupción de Jesús en nuestras vidas y, para que esta presencia renovada de Dios produzca los frutos de transformación que esperamos, hemos puesto todo nuestro esfuerzo en allanar los senderos y en preparar el portal de nuestro corazón para que el Niño pobre de Belén habite una vez más entre nosotros y llene de sentido lo que somos y hacemos.
El Evangelio de este tercer domingo nos invita a ahondar en las expectativas generadas por el anuncio de la presencia de Dios-con-nosotros, de ese niño que nace de una mujer pobre y sencilla de Nazaret y en medio de los pobres que esperaban con ansiedad la presencia de un liberador, de un redentor que tomará sobre sí su suerte y les abriera las puertas de la esperanza en un mañana de justicia, inclusión, verdad y vida digna. No obstante, cuando las expectativas son tan altas, hoy como ayer, nos surgen preguntas como la de Juan el Bautista: ¿Eres tú el que tenemos que esperar? ¿Qué signos hemos de ver para saber y sentir que estás entre nosotros?
Jesús, al responder a Juan, no recurre a ideas, palabras, discursos o sermones; recurre a la vida que genera su presencia entre los hombres y de la cual estamos invitados a ser testigos porque lo hemos visto y lo hemos escuchado…
Los ciegos ven, los paralíticos andan… La presencia de Jesús cura las heridas y sana las enfermedades que ponen de manifiesto nuestra fragilidad y que, de alguna manera, nos marginan de la vida de la comunidad. Pero la sanación que Dios obra va más allá de la curación de los males físicos propios de nuestra naturaleza humana, y la podemos ver y sentir en los esfuerzos que Él suscita para restaurar la dignidad que los actuales modelos de gestión social le ha arrebatado a cientos de hermanos esparcidos por todo el planeta, de manera especial, en los llamados países del Sur. La sanación la podemos ver y sentir también en la multitud de iniciativas de hombres y mujeres de buena voluntad que trabajan por la inclusión de las personas que algunos sectores de la sociedad consideran como “sobrantes” o “descartables”.
Cuánta razón tiene el Papa Francisco al afirmar que la Iglesia ha de ser como un hospital de campaña, sí, un hospital para curar heridas y sanar a tantas personas que han sido dañadas por un sistema que, por privilegiar el éxito y la eficacia, dejó de lado al ser humano. Del mismo modo, y lo hemos de reconocer con humildad, para sanar las heridas que algunos de nosotros hemos infligido a nuestros hermanos más débiles y vulnerables.
A los pobres se les anuncia la buena noticia… Creo que no sobra decir que para muchas personas los pobres son invisibles: no saben, no tienen, no consumen, no cuentan… Pero, son precisamente ellos, los últimos, a los que Jesús nos invita a convertir en los destinatarios preferenciales de nuestra acción de modo que sus vidas y sus historias sean tenidas en cuenta y nosotros, junto con ellos, nos comprometamos en la tarea de hacer de este mundo un lugar donde todos tengamos la posibilidad de desarrollar las potencialidades que Dios quiso repartir a todos los hombres por igual.
Somos testigos del Dios que se hace presente en Jesús cuando ayudamos a sembrar la esperanza que hace que en la vida de los pobres y vulnerables se vislumbren días iluminados por la justicia, la acogida, la paz y la reconciliación.
Somos testigos del Dios que se hace presente en Jesús cuando la voz de los mensajeros de buenas noticias para los pobres encuentra eco en nuestros corazones y cuando, aún en medio de la persecución y la incomprensión, no silenciamos nuestra voz y no abandonamos el tajo de la construcción de un mundo cimentado sobre los valores del Evangelio.
Somos testigos del Dios que se hace presente en Jesús cuando somos capaces de aparcar nuestros temores y nuestra búsqueda de buen nombre para apostar con valor por el proyecto de humanidad que soñó Jesús, aunque, en este empeño, la vida se nos complique y haga planear en nuestro horizonte el camino de la cruz.
Muchos de nosotros somos testigos de la presencia de ese Dios que sana, acoge y abre a la esperanza y nos sentimos felices de ser sus amigos. Como los discípulos de Juan elevemos nuestra voz para decir con entusiasmo a todo el mundo que Jesús es a quien tenemos que esperar o mejor, que Él ya está con nosotros para fortalecer nuestras manos débiles y afianzar las rodillas vacilantes. El viene en persona a salvarnos.
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