REINO DE AMOR Y DE PAZ
Por Antonio García Moreno
1.- "En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: hueso y carne tuya somos..." (2 S 5, 1) A la muerte del rey Saúl la guerra se enciende en los campos de las tribus de Jacob. Unos se inclinan por David, otros por Isbaal, el hijo de Saúl. Pero la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Dios había ungido a David por medio de Samuel. Entonces era un chiquillo, pero ahora es un guerrero con experiencia, un hombre curtido por la lucha, prudente y temeroso de Yahvé. Después de algunas escaramuzas, triunfa la causa de David. Y todas las tribus vinieron a Hebrón para proclamar al nuevo rey del pueblo escogido. Aclamación unánime y entrega sin condiciones.
Aquel rey valiente y sensible como un poeta será el prototipo del gran Rey que vendría al fin de los tiempos, Cristo Señor nuestro. Ante él todas las tribus de la tierra, todas las naciones, todos los pueblos inclinarán un día la cabeza en acatamiento total. Y nosotros, los que creemos en él, ya desde ahora lo proclamamos Rey de nuestros amores, Rey de nuestro pueblo.
2.- "Tú serás el pastor de mi pueblo, Israel; tú serás el jefe de Israel" (2 S 5, 2) Muchas veces en la Biblia se habla del pueblo como un rebaño: Hoy quizá esa comparación nos resulte inadecuada, pero en aquel tiempo no lo era. Ellos también eran pastores y sabían de amores por el rebaño. Por eso muchas veces Dios se ha llamado a sí mismo pastor de su pueblo, el que lo lleva a verdes praderas, el que lo conduce a través del desierto, el que lo defiende de los ataques enemigos, el que cura a la oveja herida, el que lleva sobre sus hombros a la oveja perdida.
Cristo encarnará de forma viva esa figura del Rey pastor. Y cuando contempla a su pueblo siente una profunda pena por él, porque es un rebaño cansino y descarriado, sin pastor. Nos dice también que dejará a las noventa y nueve del rebaño, para buscar la que se perdió. Y se llenará de alegría cuando la encuentre... Este es nuestro Rey, este nuestro Pastor. Hoy nos mira con amor, y al sentirnos mirados por él volvemos nuestros ojos hacia los suyos y prometemos ser dóciles a su llamada.
2.- "Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor..." (Sal 121, 1) Es este uno de los salmos graduales que el pueblo de Israel cantaba mientras subía las gradas hacia la altiplanicie el monte Sión, en donde se levantaba majestuoso el templo de Jerusalén. Por ello es un canto de gozo profundo, un bello himno que expresa la alegría espiritual que los israelitas, venidos de los más remotos lugares, sentían en sus corazones al aproximarse al lugar sagrado por excelencia.
Los profetas vaticinaron que muchos en Israel rechazarían el dominio de Dios sobre su pueblo. Hablaron, sin embargo, de un Resto de Israel que permanecería fiel. Aquellas profecías se cumplen en tiempos de Jesús, cuando sólo una pequeña parte de judíos le acepta y creen en él. “Pusillus grex”, pequeño rebaño, les llama el Señor. Tras la muerte y resurrección aquellos ciento veinte que formaban la primitiva iglesia que, sin dejar de ser el Pueblo de Dios, abre sus puertas a todos los que reconocieron a Jesús como el Mesías, en especial a los judíos que como raza siguen siendo elegidos de Dios.
Así el Nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia de Cristo, formada no sólo por los judíos sino por todos los creyentes en Jesucristo. Como continuación de aquel pueblo elegido, recoge con sagrado respeto los cantos del antiguo pueblo y los entona hoy con renovado entusiasmo, con encendida esperanza. En efecto, también hoy resuenan estas palabra en los amplios o reducidos templos de toda la cristiandad, despertando en los creyentes antiguas resonancias, ecos multiseculares que iluminan otra vez la mirada de quienes se acercan, entre temerosos y alegres, hasta el misterio divino que se encierra en el Templo nuevo, hasta la sublime intimidad con este Jesús, Señor nuestro, que se hace Pan para que podamos comerlo y entrar así en la más entrañable comunión con él.
"Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén..." (Sal 121, 2) Para aquellos judíos perdidos en la diáspora, diseminados en los lugares más recónditos del orbe, alejados de la patria, la vuelta a la Ciudad Santa, el pisar los atrios del templo les producía una honda emoción e inmenso gozo interior. Sus anhelos quedaban así cumplidos.
Esa ciudad, gloriosa por sus tradiciones y su historia, ha pasado a ser símbolo y figura de la Ciudad celestial. Así lo vemos en el Apocalipsis, donde san Juan nos describe las maravillosas visiones que tuvo en la isla de Patmos. Y vi la Ciudad Santa -nos dice-, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo... Su brillo era semejante al del jaspe pulimentado. Los materiales de sus muros son el oro puro y transparente, el zafiro, la calcedonia, la esmeralda, la sardónica, el crisolito, el topacio, la crisoprasa, el jacinto, la amatista, la cornalina.
Palabras e imágenes con las que intenta el Señor hacernos comprender la grandeza y maravilla sin nombre de la Ciudad Eterna. Con ello el autor inspirado quiere despertar y acrecentar nuestra esperanza, avivar el anhelo de llegar un día a poseer y gozar tanta belleza y bienestar.
3.- "Hermanos: demos gracias a Dios Padre..." (Col 1,12) Nosotros también tenemos muchos motivos para dar gracias a nuestro Padre del cielo. También a nosotros nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. También a nosotros nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos adquirido la redención, el perdón de nuestros pecados.
Somos por naturaleza hijos de las tinieblas y Dios nos ha transformado en hijos de la luz. Nuestro reino, desde que fuimos concebidos en el seno materno, es el reino del pecado. Nacemos ya marcados con el pecado original, destinados a la muerte. Pero si el pecado de Adán nos trajo la condena, la entrega de Cristo nos ha traído la redención y la salvación. Nos ha liberado, nos ha comprado a un alto precio, afirma san Pedro, el de su propia sangre derramada en la cruz. Por su pasión y muerte, Cristo nos hace partícipes de su Reino eterno, nos traslada de los valles de las sombras a las regiones de la luz. En efecto, desde el día de nuestro bautismo entramos a gozar de la condición de súbditos de este gran Rey nuestro.
"Él es imagen de Dios invisible..." (Col 1, 15) Para retratar a este gran Rey son insuficientes las palabras. Por mucho que digamos, siempre nos quedaremos cortos. De todos modos, escuchemos con atención las palabras de Pablo, llevemos hasta lo más íntimo de nuestro corazón su mensaje, esperemos y pidamos luz al Espíritu Santo para intuir, un poco al menos, la grandeza sin nombre de Cristo Rey, para adorarle rendidos de amor. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: las celestiales y las terrestres, las visibles y las invisibles. Tronos, dominaciones, principados, potestades, todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: la Iglesia.
El es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero de todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo a todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz... Rey del universo, clavado por los clavos del amor, ante tu misteriosa grandeza sólo nos queda callar, rezar, esperar, amar.
4.- "Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: Este es el Rey de los judíos" (Lc 23, 38) La crueldad del hombre llega en ocasiones a límites inauditos. Cuando Jesús agonizaba en la cruz, los que estaban alrededor mostraron sentimientos más de fieras que de hombres. No se contentaron con vencerlo y clavarlo vivo en una cruz como un vulgar malhechor, a él que es la misma inocencia, que sólo bien hizo a los que se cruzaron en su camino, a él que habló sobre todo de amor y de comprensión, de generosidad y de servicio. No tenían bastante, por lo visto, con tenerlo allí colgado, desangrándose poco a poco.
Se plantan delante de él y le insultan, le escarnecen, le recuerdan su antiguo poder de taumaturgo, sus palabras de Maestro único. No sólo eran los soldados, acostumbrados quizá a aquellos dramáticos trances. También se reían con sarcasmo los sacerdotes, al frente de la multitud que corea y ríe sus ocurrencias. Cómo dolería a Jesús todo aquello, cómo le recordaría los momentos en los que se compadeció hasta la ternura de la muchedumbre, de sus necesidades. Sí, le dolería y lastimaría la ingratitud del pueblo, que tanto recibió de su bondad y de su poder.
Sin embargo, en el palo vertical de la cruz se podía leer con claridad la causa de la condena: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Todos aquellos que deambulaban por Jerusalén y sus alrededores pudieron enterarse de lo ocurrido. Todos pudieron contemplar el patíbulo, colocado precisamente en un promontorio cercano a la ciudad. Los de habla aramea, así como los peregrinos llegados de los más remotos lugares para celebrar la Pascua, todos pudieron leer aquel "titlon", aquella especie de pancarta en donde se expresaba con brevedad la causa de la condena. En ella se proclamaba en arameo, griego y latín el delito de Jesús de Nazaret.
A los gerifaltes de Israel les molestó que Pilato lo escribiera en esos términos. Debería haber puesto que se hacía pasar por Rey de Israel, y no que era el Rey de Israel. Pero el Pretor, que tanto había cedido, no quiso ceder más y allí quedó para siempre la proclama de la verdadera condición del hijo de José, el carpintero de Nazaret. Sí, él era el Rey de Israel, es decir, el Mesías profetizado desde antiguo, el Redentor del mundo, el Salvador, el Hijo de Dios.
Los Apóstoles habían huido. Sólo estaba cerca Juan. También estaba la Virgen y las otras mujeres. Pero todos ellos callan y lloran. Es indudable que con su presencia reconocían y aceptaban la grandeza del Señor, aun en medio de su presente derrota y tremenda humillación. Sin embargo, no se atreven a decir nada. Quizás miraban con devoción y amor al Amigo, al Hijo, al Maestro, a Dios que se ahoga en su propia sangre...
Pero de improviso resuena una voz discordante. Alguien se pone abiertamente de parte de aquel ajusticiado. Es uno de los crucificados junto a Jesús. Primero recrimina al otro ladrón que también está en el suplicio, luego se vuelve al Nazareno y lo reconoce como Rey, suplicándole que se acuerde de él cuando esté en su Reino. La voz del Señor no tarda en oírse: "Esta misma tarde estarás conmigo en al Paraíso"... Comenzaba su reinado de perdón y de misericordia.
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