Pautas para la homilía XXXIV
Domingo del tiempo ordinario
La liturgia de hoy nos propone un contraste de tradiciones acerca del Mesías que había de venir al final de los tiempos, según la prefiguración judía.
La primera lectura nos presenta la base de esa tradición, que es la del mesianismo dinástico davídico: “Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de mí; tu trono será establecido para siempre.” (2Sam 7,16). Esta concepción del mesianismo, de corte político, siempre estuvo presente en la compresión judía, pero los avatares históricos del pueblo de Israel hicieron que tuviera que revisarse, y de hecho, esta tradición fue rechazada por muchos pensadores judíos, entre ellos, Jesús y, con él, el cristianismo (véase Jn 6,15, donde Jesús escapa de aquellos que quieren hacerle rey porque los ha alimentado).
Este cuestionamiento nos permite introducir otra tradición mesiánica diferente, a saber, la que vincula al Mesías con el Siervo Sufriente de Isaías, tradición que el cristianismo primitivo toma del judaísmo y que se hace patente a lo largo de los Evangelios, especialmente en los relatos de Pasión, desde Marcos (donde el Mesías no se revela hasta su muerte en cruz) hasta Juan, que en 18,33ss, donde a la pregunta de Pilato “Entonces, ¿tú eres rey?”, Jesús responde: mi reino no es de este mundo”; y pasando, por supuesto, por Mateo, que en 20,25ss nos dice: “Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera ser grande, sea servidor suyo y el que quiera ser primero, sea esclavo suyo. Igual que el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos”; y sin olvidar a Lucas, que hace de su evangelio, no un viaje triunfal a Jerusalén, sino un camino de pasión hacia la muerte.
La lectura de hoy de este evangelio de Lucas plantea claramente todos estos aspectos: el rechazo del mesianismo triunfalista (“a otros ha salvado; que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido”); la aceptación del mesianismo del Siervo sufriente, mostrándonos a Jesús, al Justo, en el suplicio; la aceptación de un reinado mesiánico que no se corresponde con este mundo: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. […] Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”)
Esta alusión explicita del reino como el “paraíso”, nos evoca dos ideas. En primer lugar, nos evoca y alude a la escatología, al final de los tiempos, que inaugura Jesús, en cuanto aquel Mesías esperado al final de los tiempos para traer su reino; en efecto, el cristianismo interpretará como inauguración de los nuevos tiempos la muerte del Justo: al principio, de forma inminente, posteriormente, lo hará como espera de la segunda venida de Jesús como Rey y Señor, como Juez de la Creación. (En este sentido, se abre el periodo de Adviento)
Siguiendo, esta línea, la segunda evocación, estrechamente unida a la anterior, es la de la Nueva Creación: todas las cosas son recreadas en Jesucristo (Cf. 2Cor 5,17) y llevadas a su plenitud. Es, pues, un nuevo Génesis que completa el día séptimo de la creación (Ev Jn).
Esta recreación, este nuevo Génesis “en plenitud”, es, precisamente, interpretado por la Carta a los Colosenses, la segunda lectura de hoy, como reconciliación de Dios con su Creación, esto es, con todos los seres, los del cielo y los de la tierra “haciendo la paz por la sangre de su Cruz” (planteamiento que solo puede entenderse de la perspectiva mesiánica del Siervo sufriente). En esto consiste, en la escuela paulina, el mesianismo de Jesucristo: en su condición de Señor y Juez del Universo, de Rey que reina y juzga desde su cruz.
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