Estamos en Adviento. La Palabra de Dios de la liturgia de este domingo nos acerca a dos personajes importantes: Isaías y Juan el Bautista.
Isaías nos trae un mensaje de esperanza.
Una mirada a nuestro mundo, que sufre, nos hace pensar que más que nunca necesitamos abrir nuestro corazón a la esperanza.
En el momento que estamos viviendo actualmente, necesitamos escuchar que llegará un día en que no habrá más guerra entre los habitantes de la tierra y que brillará el entendimiento entre las naciones. Que los signos de vida serán más fuertes que los signos de muerte y desolación.
Será buena noticia que alguien nos diga que no existirán la revancha ni entre las personas ni entre los pueblos, que brotará el diálogo y la comprensión. Que nadie pasará hambre, sed o carecerá de recursos para vivir con dignidad. Que todos tendrán trabajo y se repartirán las riquezas. Que nadie tendrá que salir de su tierra para buscar una vida digna. Que reconoceremos a todos los seres humanos como verdaderos hermanos. Que a nadie se le cerrarán las fronteras y se le llamará “sin papeles”. Que todos tendremos acceso a la educación, al trabajo, a la sanidad y a la vivienda. Que volveremos a respirar aire puro y que se regenerará la capa de ozono y la lluvia volverá a regar la tierra para que siga brotando hierba verde en el campo y germinen a su tiempo las cosechas, que los ríos y los mares estarán llenos de vida…
Pero, ¿quién podrá dar crédito a todo esto? La historia, que se repite una y otra vez y que es testigo del sufrimiento de la humanidad, nos podría gritar que anunciar esto es crear una falsa esperanza.
Podría pensarse que se trata de un programa político, de esos que se hacen para no cumplirse.
¿Qué nuevo Isaías se podría levantar entre la gente hoy para mover los corazones a la esperanza? Y sin embrago la Iglesia, los cristianos, seguimos confiando en un futuro mejor. Un futuro que no puede poner sus cimientos solamente en la bondad natural del ser humano, sino en el Dios Padre que Jesús nos anuncia en el Evangelio. Un Dios que nos ama y que, aunque nos olvidemos de creer en Él, sigue creyendo en nosotros. Un Dios al que pedimos cada día “venga a nosotros tu Reino”.
Por eso seguimos celebrando un año más el Adviento. Tiempo de espera y esperanza. Esperanza que la Iglesia, como Isaías, se empeña en seguir sembrando, contra corriente, en el mundo y en el corazón humano. Jesús de Nazaret, el Jesús de las Bienaventuranzas y del mandato nuevo del Amor es el motivo y el centro de nuestra esperanza.
Y con el Adviento, también de la mano de Juan el Bautista, nos llega la constante llamada a la conversión. Que no es la invitación a un cambio estético, epidérmico, sino convocatoria urgente a un cambio en el corazón de cuantos nos llamamos creyentes en Jesucristo, que sigue haciéndose presente entre nosotros en la celebración del misterio de la Encarnación, en su Natividad. Acontecimiento que nos sigue hablando de la implicación y el compromiso de Dios en la vida y la historia de la humanidad y de cada uno de nosotros.
El proceso de conversión comienza cuando, a pesar de nuestras limitaciones, nos hacemos conscientes del amor incondicional de Dios, que es quien más y mejor nos conoce y quien más y mejor nos ama. Experimentar la ternura de Dios es lo que puede ablandar de verdad nuestro corazón.
Solamente desde la experiencia de la conversión, la llamada de la Iglesia en el Adviento a vivir en clave de esperanza no nos olerá a propaganda vacía, sino a buena noticia. Quienes escuchaban a Juan recibían el bautismo de agua, señal de arrepentimiento y de penitencia. Nosotros hemos recibido el bautismo de Espíritu Santo, que nos lleva a alabar gozosos a Dios con nuestra vida.
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