La construcción del segundo Templo de Jerusalén había sido iniciada el año 19 a.C. por Herodes el Grande. Se alzaba sobre las ruinas del primer Templo, construido por el rey Salomón casi diez siglos antes sobre la colina más alta de Jerusalén, el monte Moria, y destruido en el siglo VI a.C. por los babilonios. Para el momento en que los discípulos de Jesús comentan sobrecogidos de asombro la grandiosidad y belleza de este edificio, el imponente Templo llevaba ya 46 años en construcción.
Pero más allá del espectáculo impresionante que a la vista ofrecía el Templo, su significado para el pueblo de Israel era de una trascendencia tremenda. El Templo de Jerusalén era considerado la “casa del Señor”, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y como tal, era el centro del culto divino para Israel, lugar de peregrinación de todo judío fiel que con su familia acudía «todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua» (Lc 2,41).
En aquel Templo el Señor Jesús cuando niño fue presentado y consagrado a Dios por sus padres, cuarenta días después de su nacimiento (ver Lc 2,22s). Con Él iban anualmente al Templo para la fiesta de la Pascua judía (ver Lc 2,41). Fue allí, en la «casa de mi Padre» (Lc 2,49), donde María y José lo encontraron luego de perderse cuando tenía doce años, rodeado de doctores de la ley que alababan su precoz sabiduría (ver Lc 2,42ss).
Para cuando ya adulto el Señor se encuentra en el mismo Templo seguido de sus discípulos, aquella obra maestra de arquitectura arranca palabras de encomio y admiración de algunos. Mas el Señor no responde como uno podría esperar, alabando también Él la majestuosidad del Templo, sino que en cambio lanza su mirada al futuro y anuncia su completa y total destrucción: «Esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
Esta dura e inesperada predicción la lanza el Señor en el contexto de su ya próxima Pascua. En efecto, “su hora”, el momento de su Pasión, Muerte y Resurrección, se hallaba ya cercano. No es de sorprender, pues, que el pensamiento del Señor estuviese puesto en las cosas que habían de venir.
El anuncio del Señor produjo una evidente inquietud: «¿Cuándo será eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» La pregunta de los discípulos es doble. En primer lugar preguntan cuándo tendrá lugar la destrucción del Templo, e inmediatamente añaden la pregunta sobre el fin del mundo. La importancia del Templo para los judíos era tal que en la mente de los discípulos su destrucción era la antesala del fin del mundo y del advenimiento final del Mesías.
La respuesta del Señor no implicaba que uno y otro acontecimiento estuviesen estrechamente unidos en el tiempo, pero tampoco excluía la posibilidad. En su respuesta hace una distinción entre el momento de la destrucción del Templo y el fin del mundo: «eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida» (Lc 21,9). Y si para la destrucción del Templo el Señor anunciaba que «no pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Lc 21,32), para el fin del mundo y su vuelta gloriosa el Señor afirmaba: «de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32).
El primero de los sucesos anunciados ocurrió el año 70 d.C., durante la primera generación de cristianos, tal y como lo había anunciado el Señor. Guerras y revoluciones precedieron a la destrucción del Templo. En Jerusalén se encendieron muchas agitaciones internas, azuzadas por mesías políticos que prometían liberar al pueblo elegido del dominio extranjero. Cansados de las continuas sediciones judías los romanos decidieron arrasar la ciudad santa de Jerusalén y destruir el Templo. Desde entonces en el judaísmo ya no hay Templo, ni holocausto, ni sacrificio. Lo único que subsistió a aquella terrible devastación fue una parte del fundamento de aquel magnífico edificio, conocido hoy como “el muro de los lamentos”.
Otros serán los signos que precedan el fin del mundo: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,25-27).
Finalmente advierte el Señor a sus discípulos que antes de sobrevenir el fin del mundo sufrirán una fuerte persecución por causa de su Nombre. La perseverancia será decisiva en medio de las duras pruebas: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
Ser cristiano o cristiana en el mundo de hoy no es cosa fácil. Quienes quieren ser de Cristo, quienes optan por tomar en serio sus enseñanzas y buscan instaurarlo todo en Él, experimentan inmediatamente la oposición, la burla, el desprecio, el rechazo o la persecución no sólo de los enemigos de Cristo, sino incluso de amigos y familiares.
A quien tiene el coraje de profesar su fe viviendo una vida coherente con el Evangelio de Jesucristo se le acusa no pocas veces de “tomarse las cosas demasiado en serio”, invitándosele a no ser “tan fanático”. La presión recibida por los cristianos para que se acomoden al estilo de vida mundana que “todos” llevan es fuerte y persistente, más aún cuando se busca ser coherente. Un cristiano así será perseguido, pues «es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas» (Sab 2,14-15).
A nuestros hijos se les invita continuamente a pensar y actuar “como todos los demás”, a seguir “las modas”, a confundirse con el montón, a traicionar sus anhelos más profundos de felicidad, a silenciarlos llevando una vida superficial o inmoral, a vivir sumergidos en la borrachera que producen los placeres, o el poder o el tener.
Ante la abierta o también sutil pero intensa e incesante persecución que sufrimos y sufriremos los católicos, tenemos dos posibilidades: o nos amoldamos al mundo y a sus criterios, haciendo lo que todos hacen y pensando como todos piensan para pasar desapercibidos, o perseveramos firmes en la fe, confiados en el Señor, aunque ello nos cueste “sangre, sudor y lágrimas”, aunque nos cueste de momento la dolorosa incomprensión de nuestros familiares o amigos, con la conciencia de que con nuestra perseverancia estaremos ganando la vida eterna que el Señor nos tiene prometida (ver Lc 21,19).
¿Cuál es mi opción? ¿Estoy dispuesto a perseverar en la vida cristiana contra viento y marea?
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