18 octubre 2022

Reflexión domingo 23 RECONOCER CON HUMILDAD QUE HEMOS FALLADO Y CONFIAR EN LA MISERICORDIA DE DIOS”

 RECONOCER CON HUMILDAD QUE HEMOS FALLADO Y CONFIAR EN LA MISERICORDIA DE DIOS”

Por José María Martín OSA

1.- Los cumplidores orgullosos Los fariseos exigían el cumplimiento estricto de las leyes religiosas: la observancia del sábado, la pureza en los alimentos y en las relaciones con las personas y cosas, el pago de los diezmos. La obsesión por el cumplimiento preciso de la Ley daba lugar a que los fariseos se separaran del resto de la gente. La palabra fariseo significa precisamente “separado”. Querían ser escrupulosos en el cumplimiento de las leyes, pero se olvidaban de dar sentido a su “cumplimiento”. Su vida espiritual tendía a quedarse en lo exterior. Se creían superiores a los demás y despreciaban al resto de la población, a la que tenían por inculta e impía.

2.- Los pecadores públicos rechazados. Los publicanos eran los encargados de cobrar los impuestos. Habitualmente exigían a la gente más de lo debido con la finalidad de enriquecerse a sí mismos. Contaban con el respaldo militar, con el que podían extorsionar a las gentes. Un publicano era un pecador que maltrataba al pueblo cobrando impuestos excesivos; era un colaboracionista del poder romano, con lo que ayudaba a la continua erosión y decaimiento de la fe judía. El pueblo aborrecía a los publicanos por su actitud injusta. No les estaba permitido participar en la Sinagoga, ni en las fiestas religiosas de la fe israelita.

3.- Dos personajes, dos actitudes. La actitud de la plegaria del fariseo se caracteriza por su autosuficiencia y se dirige en dos direcciones: hacer notar las faltas de los demás y destacar las obras de piedad externa que él mismo realiza. Es un autosuficiente: “Dios mío, te doy gracias por no ser como los demás.” Esta oración refleja un orgullo muy refinado; podríamos parafrasearla diciendo: “Dios mío, te doy gracias porque yo mismo, sin necesitarte a ti para nada, y únicamente con mi esfuerzo ascético personal, he conseguido a llegar a ser lo que soy”. Este fariseo ha llegado a ser perfecto exteriormente, pero no se ha convertido interiormente. Contempla a los otros como competidores en el camino de la perfección y los desprecia porque son ladrones, adúlteros e injustos. Lucha por la perfección pero su corazón está cerrado a la misericordia de Dios. Se constituye orgullosamente en un ser aparte. Las palabras del publicano son más escuetas, pero más sinceras que las del fariseo. Se muestra consciente de su culpabilidad personal. El publicano no rechaza su responsabilidad frente a la situación de dolor que el sistema impositivo ha generado en todo Israel. El publicano siente respeto y miedo ante Dios, sabe que Dios no permanece indiferente ante el mal que causamos culpablemente a los hombres. Al abrir su corazón descubre un pecado muy profundo. Las leyes humanas justificaban el proceder de los recaudadores, pero el publicano sabe que su conducta ante Dios no tiene justificación alguna. Pide a Dios lo único capaz de cambiar radicalmente su existencia: la misma misericordia. Él no puede por sí solo romper el círculo vicioso en que se encuentra: necesita abrir su corazón a Dios y que Él intervenga.

4.- El publicano era humilde, el fariseo no. Sólo quien abre su corazón a Dios puede recibir su misericordia. La gracia de Dios no suple la responsabilidad humana. Dios siempre está a nuestro lado, dispuesto a derramar su misericordia en nuestra vida, pero de nosotros depende abrir confiadamente nuestro corazón a su Palabra. Eso significa “el que se humilla será ensalzado”, el que abre su vida sinceramente ante Dios, recibe su perdón. La expresión “el que se ensalza será humillado” denota a aquella persona que vive cerrada, tanto en sí misma como respecto de Dios no experimenta el perdón de Dios y como consecuencia no puede convertirse. La parábola del fariseo y el publicano pretende enseñarnos la naturaleza de la humildad cristiana. Esta humildad sólo crece y se desarrolla cuando estamos en contacto con los pobres y débiles de nuestro mundo. Ellos nos hacen tener los pies en el suelo y ser realistas ante la vida. La verdadera humildad es lo único que permite el crecimiento personal. El humilde, al contemplar la interioridad de su vida, descubre siempre dos cosas: aquéllas de las que debe convertirse y aquéllas en las que debe aceptarse. Cuando nos damos cuenta de eso, nuestro corazón está ya abierto a Dios y presto a participar de su ternura; podemos encontrar al Dios de la misericordia que sale a nuestro encuentro. Además, la humildad es el “suelo”, la “tierra”, donde pueden crecer las demás virtudes (humildad procede del latín “humus”, que significa “tierra”). Lo opuesto a la humildad es el orgullo. Ser orgulloso es sinónimo de ser necio. Implica tomar una actitud irreal ante la vida, y pasar toda la existencia sin llegar a conocerse a sí mismo ni a los demás. Y esto, tristemente, cierra nuestro corazón al Dios de la misericordia.

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