Su carne quedó limpia de la lepra
Bien sabemos que la enfermedad de la lepra es algo descrito con frecuencia en la Sagrada Escritura, y que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento son muchos los ejemplos donde se nos habla de esta afección, especialmente cuando Jesús lleva a cabo milagros de sanación en los enfermos.
La lepra como enfermedad está relacionada con una manifestación exterior y palpable, que provocaba el rechazo y la exclusión de la sociedad. La lepra como condición de vida remite a la presencia del mal: un estado de impureza o un castigo, de los cuales solo Dios puede liberarnos. Por esta razón, en el mundo rabínico curar a un leproso era prácticamente lo mismo que resucitar a un muerto: algo que solo Dios podía hacer.
El relato de la primera lectura de este domingo nos habla de Naamán el sirio, cuya carne quedó limpia de la lepra como la de un niño (cf. 1 Re 5,15). No debemos detenernos solo en la acción física de la curación de la piel, sino en la simbología que existe dentro del relato: se nos habla tanto de la curación integral del cuerpo como de la renovación del espíritu. Ser leproso no solo era una cuestión exterior, física y palpable. Naamán, después de lavarse siete veces en las aguas de Siloé, dejaría atrás toda impureza y quedaría totalmente curado. Por tanto, la limpieza y la sanación de la lepra en Naamán apuntan también al sentido religioso y espiritual de la persona.
Podríamos preguntarnos: «¿Cuáles son nuestras lepras?, ¿de qué necesito ser purificado y redimido?, ¿qué me excluye de la Iglesia, de la sociedad y del mundo en el que vivo?».
Maestro, ten compasión de nosotros
Si bien en la primera lectura se nos habla de un leproso, en el Evangelio ya nos encontramos con diez, pero lo más significativo es que solo uno de ellos —el samaritano— fue el único capaz de mostrarse agradecido con Dios, alabándolo con grandes gritos. La compasión ofrecida por Jesús es para todos: no ha habido distinción con ninguno de los enfermos que se acercaron a él. Todos recibieron el mismo trato y todos fueron sanados de su enfermedad.
Muchas veces no somos consciente de lo necesitados que estamos de Dios. Entretenidos en las rutinas de la vida y absorbidos por nuestro trabajo, ocupaciones y demás preocupaciones, no somos consciente de que caemos en un círculo vicioso, un ciclo en el que vivir sin Dios se convierte en algún habitual.
La enfermedad de la lepra fue el motivo que estas personas encontraron para suplicarle a Dios su compasión. ¿Cuáles son las razones que tenemos hoy para que el Señor tenga compasión de nosotros?
Quizá nuestra «lepra» es el olvido de Dios: creer que lo podemos todo y que somos la fuente de nuestro ser. Otra «lepra» puede ser el egoísmo: mirarnos solo a nosotros mismos como si fuéramos el centro del universo. Hay muchos modos de ser un «leproso contemporáneo».
Nadie quiere estar enfermo y, por tanto, no creo que queramos vivir con el lastre de la lepra. Como cristianos, necesitamos la compasión de unos con otros. «Ten compasión de nosotros, Señor» (Lc 17,13). La reacción de Jesús es inmediata: hay que acogerlos; nada ha de ser obstáculo para atender a los que sufren.
Porque somos vulnerables; porque nuestra vida es frágil; porque nuestras consciencias están adormecidas por el consumismo, las pantallas, la telebasura…; porque no hacemos todo el bien que podríamos, ni somos los suficientemente generosos con los demás, pidamos a Dios que tenga compasión de nosotros.
La fe se vive desde la gratuidad
Lo vemos con claridad en el samaritano luego de haber sido sanado: el resto de los leprosos siguieron el camino, pero este se quedó alabando a Dios con gritos de júbilo y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias.
A veces vamos por la vida sin agradecer las bondades que recibimos cada día. Sucede que nos volvemos pesimistas y negativos, y entonces parece que todo está mal y nada tiene solución. La gratitud nos ayuda a vivir una vida más serena, más plena. Contento de haber sido curado, el samaritano no hace otra cosa distinta que vivir agradecido con Dios.
Para llevar una vida satisfactoria, el cristiano ha de purificar su mirada de las muchas «lepras» que le impiden ver la bondad de Dios en el prójimo y en todo lo creado. Esa purificación no es un ejercicio de un solo día, sino una actividad constante. Debemos purificar también nuestros oídos y nuestras palabras de todo aquello que nos separa o nos impide hacer el bien, sea pensado, escuchado, expresado o llevado a cabo. En definitiva, se trata de una purificación del corazón que nos permite ser conscientes de la gratuidad en la que estamos envueltos.
El pagano Naamán, al igual que el samaritano curado del Evangelio de hoy, manifiesta una inmensa gratitud. No es casualidad que se trate de dos personas que no pertenecían directamente al pueblo de Dios: precisamente, cuanto más excluidos parecían estar, más les alegra sentirse y saberse curados.
El don de la fe lo recibimos gratuitamente, así como el don de la vida. La vida y la fe son un regalo: ante estos dones, nuestra mejor respuesta debería ser —como la del samaritano— la gratitud.
Levántate, tu fe te ha salvado
La fe, como dice santo Tomás de Aquino, es la primera virtud en el orden de la eficiencia. Sin la fe de este leproso, no hubiera sido posible su salvación. El enfermo samaritano, al igual que Naamán el sirio, nos ilustran sobre el don de la fe.
Todos los milagros o signos obrados por Jesús son precedidos por la acogida de la fe por parte de cada uno de los protagonistas. Este dato nos recuerda que sin fe es imposible que Jesús pueda actuar.
En el caso del leproso del Evangelio, su fe lo mueve a la alabanza y la gratuidad; ahora bien, es sobre todo su fe la que permite el inicio de su salvación. «Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19) En este sentido en la segunda lectura nos encontramos con un himno cristológico: una declaración de fe y de confianza que Pablo dirige a Timoteo.
Es cierto que no podemos medir nuestra fe: no existe un barómetro que nos diga si tenemos mucha o poca fe; pero sí que podemos hacernos respuestas muy personales. El sentido de la fe no siempre nos viene de fuera, sino que es un misterio que cada alma ha de ir descubriendo, viviendo una relación íntima y amistosa con Jesús. ¿Quién es el Dios en el que creemos y cuáles son las obras de mi fe?
La respuesta que nos demos nos ayudará a tomar conciencia sobre el Dios de Jesucristo y nuestro camino como cristianos. En definitiva, seremos más conscientes de nuestra identidad cristiana, que sin fe carece de sentido.
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