En la primera lectura del libro del Eclesiástico observamos claramente cuáles son las preferencias de Dios: los humildes, los pobres, los oprimidos, los huérfanos, las viudas… “Escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda”, “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”. En la antífona del salmo lo observamos también: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. De esta manera se nos prepara para escuchar la parábola del fariseo y el publicano del evangelio.
En la segunda lectura, con la que terminamos de leer las cartas de Pablo a Timoteo, observamos como ante la proximidad del final, Pablo observa el pasado y se siente feliz por todo el camino recorrido: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. Sabiéndose un ganador por todo lo realizado y vivido espera el premio por parte de Dios: “me aguarda la corona merecida”. Reconoce que no es mérito suyo el ganar este premio, sino que el Señor es quien le ayudó y le dio fuerzas para anunciar su mensaje. Pablo expresa también su confianza en que Dios no le abandonará, sino que seguirá ayudándole librándole de todo mal, con la esperanza firme de que tras su muerte le llevará al cielo.
En el evangelio vemos como Jesús nos quiere hacer reflexionar sobre la oración con la parábola del fariseo y el publicano. En primer lugar, debemos tener claro a quien está dirigida porque ahí nos da la clave de su comprensión: “a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”. Jesús rechaza estas actitudes y se los hace ver con esta parábola.
Tenemos que tener claro que nuestra actitud y nuestra postura ante Dios no puede ser de soberbia, de orgullo, de autosuficiencia, de mirar por encima del hombro a los demás, sino que tiene que ser una actitud humilde, desde la sencillez y humildad. Jesús no quiere que adoptemos una actitud de soberbia en nuestra oración y en nuestra vida porque sabe que eso nos hace daño y, en vez de acercarnos, nos aleja de Dios.
Si nos detenemos en la parábola, observamos como el fariseo ora erguido, cumple con todo lo que la ley mosaica le imponía, e iba aún más allá. Y eso lo hace bien, y le hace sentirse seguro ante Dios. Se centra en su buena vida espiritual. Observemos que le habla de los diezmos que da y de los ayunos que hace, pero no habla nada de sus obras de caridad. Ahí se encuentra su problema.
El publicano, al entrar en el templo se quedó atrás. Piensa que no merece estar en aquel lugar tan sagrado… Dice el texto que no se atrevió a levantar los ojos al cielo y se golpea el pecho reconociendo que era un pecador. No presenta a Dios ningún mérito como si hizo el fariseo, pero hace algo aún más importante: se acoge a la misericordia de Dios porque sabe que es un pecador. Seguro que no era muy dado a rezar, pero esta vez Jesús alabó su oración sincera.
Fijándonos en nuestra vida, ¿Con quién nos asemejamos más: con el fariseo o con el publicano? Ojalá que un día se cumpla en nosotros aquello de que “el que se humilla será enaltecido” para poder ser transformados, bendecidos, justificados por Dios.
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