DIOS COMO JUEZ JUSTO
El pasado domingo escuchábamos la parábola del juez injusto, que finalmente hizo justicia a una viuda por la insistencia de ésta en suplicarle que le hiciese justicia frente a su enemigo. En la palabra de Dios de este domingo aparece la idea de Dios como juez justo, que atiende al pobre que le pide auxilio.
1. Dios, juez justo. La primera lectura de este domingo, tomada del libro del Eclesiástico, nos recuerda la misericordia de Dios, que es un juez justo, que escucha al pobre, al oprimido, al huérfano y a la viuda. Cuando el necesitado acude a Dios, Éste le escucha. Sus gritos de auxilio y sus súplicas no son desatendidas, como veíamos en el caso del juez injusto de la parábola del pasado domingo. Sino que Dios está siempre atento a quien le grita y le pide ayuda. De hecho, al final de la primera lectura, el autor del Eclesiástico llega a afirmar que los gritos del pobre atraviesan las nubes hasta alcanzar a Dios. Para Dios, los más importantes son los más pequeños, los necesitados. Pues la verdadera justicia de Dios es esta: dar a aquel que no tiene, socorrer al que lo necesita, atender a los desfavorecidos. También en la segunda lectura, de la segunda carta de Pablo a Timoteo, el apóstol habla de Dios como el juez justo que le premiará con la corona merecida a causa de sus padecimientos por el Evangelio. La justicia de Dios es también para aquellos que son capaces de dar su vida por Él, de dedicar su existencia al anuncio gozoso del Evangelio. Así, Dios, juez justo, premiará la entrega y el sacrificio de Pablo y de todos aquellos que estén dispuestos a dar su vida por Él.
2. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. Para comprender la verdadera justicia de Dios hemos de acudir al pasaje del Evangelio de hoy, que nos enseña cómo ha de ser la actitud del cristiano que ora ante Dios. Tanto el fariseo como el publicano de la parábola eran sinceros ante Dios. No engañaban en su oración. Pero mientras el fariseo arrogante daba gracias a Dios porque él era bueno, mejor que los demás, sin embargo, el publicano reconocía con actitud humilde su pecado delante de Dios. El fariseo presumía de ser un buen judío, de ser justo porque cumplía la ley a la letra, pagando los impuestos que había que cumplir y era riguroso en el cumplimiento del ayuno. Erguido delante de Dios, le estaba pidiendo cuentas y casi exigiendo que Dios le recompensara porque hacía bien las cosas. Por otro lado, el publicano, que todos sabemos que eran pecadores, ladrones y aprovechados, se presenta humillado ante Dios pidiéndole perdón, con actitud de arrepentimiento. Según nuestra justicia, al menos según el criterio más común entre los hombres, parece que el bueno, el que merece un premio y toda la honra, es el fariseo, pues es el “bueno”, el que hace todas las cosas bien, el que cumple la ley. Sin embargo, esto es sólo según nuestra justicia, porque Dios, juez justo, afirma sin embargo que el que queda justificado es el pecador. La justicia de Dios es mostrar misericordia ante quien la pide con sinceridad. El pobre y el pecador, el que reconoce su pequeñez y suplica la misericordia y el auxilio de Dios, es el que recibe el premio. Por eso Jesús concluye la parábola afirmando que el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido, pues el que se cree bueno y justo no necesita de la misericordia de Dios, mientras que el redimido es el pecador que, arrepentido, pide el perdón de Dios. Es como si una persona sana, sin enfermedad, va al médico para decirle que está sano. De nada le sirve el médico. Sin embargo, en enfermo que se reconoce enfermo y acude al médico para pedirle socorro es el que podrá ser sanado. Así es la justicia de Dios.
3. He combatido bien mi combate. San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, viendo ya cercana la hora de su muerte, preparado para el martirio, escribe a su fiel discípulo afirmando confiadamente: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. ¿Cuál es este combate y cuál esta carrera a la que se refiere Pablo? El mismo apóstol lo dice más adelante: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje”. Pablo, el gran misionero, el apóstol de los gentiles, viendo llegar la hora de su sacrificio con el que rubricará su predicación, hace valoración de su misión. Después de haber pasado por tantas dificultades en sus viajes apostólicos, en los que fue perseguido, arrojado a las fieras y castigado de tantos modos por el mensaje del Evangelio, espera recibir tras su muerte la corona merecida. Es el premio que Dios tiene reservado para aquellos que le han servido bien, fielmente. El combate de la fe, la carrera de la evangelización, llena de dificultades, es la vida que Pablo recuerda ahora que está cercana la hora de su muerte. Dios justo, que atiende siempre al que le suplica, premiará los esfuerzos de este misionero.
Estamos terminando el mes misionero. Durante este mes hemos recordado a los misioneros que, como san Pablo, han combatido bien el combate y han corrido la carrera de la fe, tantas veces también en medio de peligros y de persecuciones. Dios, juez justo, tendrá en cuenta el valor y la entrega de aquellos hombres y mujeres que con su vida y con su sacrificio dan testimonio de la fe en Cristo.
Francisco Javier Colomina Campos
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