07 septiembre 2022

Pautas para la homilía: 11 septiembre

 

¿Qué podemos saber de Dios?

¿Acaso cabe decir que Dios “se conmueve”? Aún más, ¿tiene sentido decir que Dios “se arrepiente”? Nuestra conceptualización occidental de Dios como omnipotente, omnisciente, omnipresente y, particularmente, inmutable nos induce a rechazar como posibles esos interrogantes. Sin embargo, la Escritura utiliza estas expresiones: Dios “, se conmueve”, “se compadece”, se arrepiente”,… para referirse a Dios, lo cual nos deja en una situación que nos cuestiona nuestra noción de Dios: o bien una de las dos descripciones de Dios – o las dos – no es correcta o bien nos negamos a abordar el problema y lo calificamos de situación paradójica, insoluble.

Si optamos por esta última solución, al final, como tantas veces, acabaremos hablando del misterio de Dios, que en el fondo es un reconocimiento de que no podemos saber nada de Dios en sí – el mismo Jesús en el evangelio de Juan nos recuerda que “nadie conoce al Padre sino el Hijo” -, pero, siendo esta una posición legitima, nos arriesgamos a quedarnos en la “fe del carbonero”, y no todos nos sentimos cómodos en esa situación, pues la condición humana es inquisitoria por naturaleza: buscamos conocer.

Si nos planteamos entrar en el debate, podemos pensar que la confrontación entre ambas nociones de Dios nos lleva a rechazar o cuestionar una de ellas como no correcta, y podemos hacerlo desde posicionamientos apriorísticos. En este sentido, es fácil que partamos de la idea de que las nociones de la Escritura tienen preferencia sobre la noción de inmutabilidad de Dios, que procedería, más que de revelación, del pensamiento humano – más concretamente de la filosofía griega con que se cimentó la teología cristiana-. Esta opción parecería más coherente con la descripción - también escrituristica - de Dios como Padre: un padre se conmueve, se arrepiente de sus amenazas porque ama a sus criaturas, todo lo cual parece tener perfecto sentido.

Pero no puede olvidársenos que si esta posición nos resulta no solo coherente y legitima sino también más atractiva, sin embargo, puede aplicársele la misma objeción que a la noción mas filosófica de Dios. En efecto, también las Escrituras son lenguaje humano y contienen una carga metafórica y simbólica muy notable, lo cual no es de extrañar, pues todas las religiones utilizan categorías antropológicas que atribuyen a sus concepciones de la divinidad para hacerlas asequibles a la mente humana. Así, cuando atribuimos a Dios la condición paterna, cuando decimos que Dios “se conmueve” o que “se arrepiente”, ¿estamos en verdad diciendo algo de Dios, el cual sigue siendo inaccesible a la mente humana, como nos recuerdan los místicos y los teólogos de la teología negativa? Si para hablar de Dios, utilizamos categorías humanas, que a su vez nos sirven para aplicarlas al hombre, entonces entramos en una situación de “bucle”.

Nuestras experiencias del bien y del mal

La posible respuesta a esta aporía parecería que debería pasar – en lo cual estarían de acuerdo tanto muchas de las hermenéuticas bíblicas como muchas posiciones filosóficas – por lo experiencial, por lo vital humano, por lo que de hecho vive el hombre en su experiencia vital. Y si cabe destacar alguna experiencia vital de la persona – individual y en conjunto como humanidad – es la experiencia del bien y el mal, recibidos como sujeto pasivo o causados como sujeto activo. No cabe duda de que el bien y el mal son experiencias humanas por excelencia.

Es común una noción de Dios como agente de bien – le atribuimos la categoría de Bien como definidora de la divinidad – y la teodicea, por su parte, con su problematicidad, se pregunta acerca de Dios como responsable último del mal. Pero, junto a esto, nos preguntamos si Dios puede o no ser sujeto pasivo del bien y del mal, es decir, si puede recibir bien o mal, especialmente cuando mantenemos concepciones como la inmutabilidad de Dios. Desde nuestra perspectiva de lo experiencia humana todos estos cuestionamientos están pidiendo una noción de Dios que sea convergente con la experiencia humana en plenitud; y aquí entra de lleno la relación de la persona con la noción humana de Dios que es Jesús, el de Nazaret, la experiencia más concreta, humana y vital del hombre con respecto a Dios. Más allá de cualquier categoría, la experiencia del cristiano acerca de la divinidad – abierta a todo hombre –es Jesús de Nazaret, quien en su vida terrena “paso haciendo al bien y liberando a los oprimidos por el mal”. De Jesús bien podemos afirmar que experimentó en su vida el bien y el mal a nuestro nivel, tanto como agente activo (la doctrina afirma que no en cuanto al mal) como pasivo.

La experiencia de Pablo

Pues bien, hoy contamos con una fuente experiencial y vital de particular fuerza: el testimonio del hombre Pablo con respecto a sí mismo y a Jesucristo. Pablo, vinculando ambas experiencias, a saber, la suya personal, su consciencia del mal cometido, y la de Jesús, su consciencia de bien recibido, nos dibuja una noción de divinidad que vehicula ambas experiencias humanas en una frase: “Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”; y, desde ahí, expresa su personal experiencia vital de la divinidad, a saber, el que “Dios tuvo compasión de mí”.

Pablo no habla desde una concepción abstracta ni desde una teología apriorística, sino desde lo que vive, que está totalmente configurado por su experiencia primaria: su experiencia de Jesús (él, como nosotros, no tuvo experiencia del Jesús histórico, pero su experiencia jesuana coincide con lo que revelan los testimonios evangélicos); y, desde ahí, formula su teología, esto es, su concepción de Dios desde la hermenéutica cristológica: el que Jesús, que conoció y sufrió en su carne el mal, manifiesta y realiza en y para el ser humano el bien incondicionalmente, superando el mal más allá de las posibilidades humanas. El Bien abstracto de las categorías a priori del pensamiento humano se materializa en medio del mal que experimenta el hombre a fin de que este pueda vivenciar como sujeto pasivo el bien que no está a su alcance (razón por la que idealiza el bien o lo proyecta trascendentemente en la divinidad) y, a su vez, como sujeto activo.

En definitiva, lo que permite conciliar la experiencia de lo humano y la noción de lo divino, con sentido y en lo concreto de la vida, es la misericordia – hipóstasis de lo divino en tanto que  expresión de lo mejor humano -, que no conoce límite ni condición y que encarna privilegiadamente, en medio de la realidad ambigua de lo humano (el bien y el mal) el Jesús de los evangelios. Y con él y desde él, también nosotros.

Fr. Ángel Romo Fraile
Convento de Santo Tomás de Aquino (Sevilla)

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